No sabía nada de la guerra. Ni de la muerte. Le había puesto el dorso de la mano en la frente a mi abuela Emilia para comprobar si era verdad que los cadáveres se quedaban fríos. No era cierto. Acababa de volver de un viaje de cuarenta días por Estados Unidos en el que tomé la decisión de que si algún día tenía la oportunidad de vivir en Nueva York o San Francisco no dudaría ni un segundo: elegiría la ciudad de Vértigo. Manhattan me pareció un lugar tan apasionante como insufrible. En aquel viaje pude entrevistar a Henry Roth: nada más terminar de leer Llámalo sueño (no hay mejor libro acerca de Nueva York y de cómo se construye la mirada de un niño ante el espectáculo del mundo) le llamé a la antigua funeraria de Albuquerque donde vivía, le dije que iba a viajar a Estados Unidos y me invitó a visitarle. Uno no sospecha cómo van a trazar sus decisiones el mapa del futuro.
Varios compañeros de la sección de Internacional de El País habían pasado por Sarajevo, por eso cuando me lo propuso Luis Matías López, el redactor jefe, no encontré –aparte del miedo y de no saber mucho de los Balcanes- argumentos sólidos para negarme. Me vino a la cabeza el cadáver de mi abuela Emilia y tal vez algunas secuencias tópicas de películas que retratan la vida de los periodistas en el frente, pero no descarto que ese sea un recuerdo inventado. En mi cabeza descubrí dos razones obscenamente entrelazadas, como los tentáculos de un pulpo moral: la curiosidad por conocer la guerra de primera mano, sin intermediarios, y junto a esa –legítima periodísticamente, pese a su lado perverso: hablar de la muerte de los otros-, pesó la de averiguar si era capaz de manejar mi propio miedo, de escribir en medio del peligro, y cómo hacerlo, con qué palabras, con qué herramientas retóricas.
Mis imágenes de la guerra civil y la posguerra españolas están construidas con relatos de mis padres (un panecillo negro y duro para todo el día, cartillas de racionamiento), de Sinda (la mujer que venía a cuidarnos cuando nos quedábamos solos. Su marido, el señor Ricardo, había estado preso en la isla de San Simón, en lo más profundo de la ría de Vigo, por haber dado cobijo a un republicano, y cada mañana escuchaba con el corazón en la boca los nombres de los que iban a ser ejecutados), y de películas, canciones, novelas, y cuentos… Llegar a la sitiada Sarajevo fue como si hubiera caído por una trampilla en aquella maravillosa serie de televisión en blanco y negro de mi infancia, El túnel del tiempo: tal vez porque los bosnios se parecían tanto a nosotros (en la forma de vestir y de vivir, en el escepticismo religioso, en la cordialidad), era como si hubiera viajado a la guerra civil… española.
Dormíamos en el Holiday Inn, un hotel con forma de cubo de Rubik, levantado junto a la llamada Avenida de los Francotiradores y no muy lejos del río Miljacka, la línea del frente. La fachada que daba a los cañones y los tanques serbios estaba devastada, con habitaciones sin pared, con el vientre abierto: abrías la puerta y te encontrabas a la intemperie en un cuarto piso. Cuando, de noche, disparaban directamente contra el hotel de hormigón retumbaban las paredes. En nuestra habitación, a salvo de impactos directos, nos estremecíamos. En noches de furia artillera muchos colegas bajaban a la antigua discoteca, que hacía las veces de búnker. Si Gervasio Sánchez, a quien conocí en aquella ciudad y nos hicimos inseparables, y yo no lo hacíamos no era por ir sobrados de coraje, sino por enfriar el termómetro del miedo. Tratábamos de aguantar, de esperar a que las cosas se pusieran imposibles para recurrir a ese último refugio. De ese modo parecía que tuviéramos una salida, una vía de escape.
Aunque a menudo, sobre todo en la tierra de nadie entre el aeropuerto y la ciudad, y en las calles batidas por los francotiradores, imaginaba la bala entrándome en el cráneo y dejándome listo para la nada, la verdad es que fue un amigo bosnio el que, en un cumpleaños al que asistimos en un sótano, entre velas y una tarta hecha con huevos que aportamos todos los invitados, antes del toque de queda, me encareció varias veces que tuviera miedo: porque era la única manera de evitar riesgos innecesarios. Tenía miedo, pero hacía como que me olvidaba. Tenía miedo, pero me di cuenta de que podía manejarlo, de que si estaba allí era para contarlo, para visitar el depósito de cadáveres y el cementerio casi todos los días, para dar cuenta de los esfuerzos que hacían los bosnios para lavarse aunque se jugaran el tipo yendo a buscar agua, para no convertirse en alimañas. Me impresionó que se vieran obligados a quemar poco a poco los libros de sus bibliotecas particulares para poder calentarse. Y que los actores votaran que era más importante –para no perder la cordura ni la decencia, para no perder el ánimo ni la humanidad- seguir haciendo teatro que ir a combatir al frente: no por cobardía, sino para proporcionar a la ciudad y a los combatientes, a ellos mismos, un asueto en medio del sitio. Resquicios de dignidad. Y eso que actores y espectadores tenían que poner en peligro su vida para ir al teatro, y algunos murieron o resultaron heridos en el intento. El Teatro de Guerra de Sarajevo. También me impresionaron Susan Sontag, que viajó a Sarajevo para montar Esperando a Godot, y Juan Goytisolo, que prefería prescindir del pesado chaleco antibalas para moverse por las calles con nosotros sin sentirse un estorbo. Para Susan Sontag, con quien compartíamos mesa a la hora del desayuno y de la cena en el hotel, el siglo XX había terminado con el sitio de Sarajevo. Un siglo corto: había comenzado con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria-Hungría y de su esposa a manos del terrorista serbobosnio Gavrilo Princip en esa misma Sarajevo, lo que desencadenó la Primera Guerra Mundial, y terminaba con el cerco de una ciudad en Europa, unida, pero incapaz de poner término a la política de limpieza étnica y el fin de la delicada convivencia entre serbios, croatas y bosnios que Tito había logrado preservar en Yugoslavia.
No solo descubrí en Sarajevo que podía dominar mi propio miedo, y que para que los lectores se pusieran en la piel de los bosnios era más importante contar cómo sobrevivía la gente a diario que los episodios bélicos, sino también que el pacifismo a ultranza podía fácilmente convertirse en cómplice del crimen. Decretar que todos eran culpables en igual medida era como abonar la muerte. Defender la no intervención era permitir que los más fuertes acogotaran a sus víctimas, que triunfara el mal. Nadie parecía hacer caso de los teléfonos que se orinaban en Nueva York y en Bruselas. Como si no se pudiera hacer nada por una población inocente que estaba siendo martirizada. Por eso fui de los que celebraron la decisión del presidente Bill Clinton de bombardear las baterías serbias y poner así término al ignominioso cerco de Sarajevo en la Europa de las grandes palabras y los mercaderes. Pero la guerra duró tanto y provocó tantas víctimas y desplazamientos de población que cuando se firmó la paz en Dayton, Ohio, lo que quedaba de Bosnia-Herzegovina era un espectro de país, un vestigio.
Pensaba que la guerra en Bosnia, y sobre todo el cerco de Sarajevo, adonde viajé en tres ocasiones, me había vacunado contra el miedo y sobre todo contra el espanto. Fue otro error de apreciación. No podía comprender cómo el periódico más influyente de España apenas prestaba atención a África, y cómo guerras como la que desangraba Angola, mereciera un breve de vez en cuando, o que la información sobre las penurias de los habitantes de la única ex colonia española en África negra, sometidos a la férrea dictadura de Teodoro Obiang, cosecharan migajas de páginas y de pascuas a ramos. Entonces empezaron a llegar noticias pavorosas de un país del que apenas habíamos oído hablar: Ruanda.
Cuando aterrizamos en Kigali, la capital, era noche cerrada. Era un caos de reflectores de los que servían en las grandes guerras para rastrear el cielo en busca de aviones enemigos, estruendo de cañones cercanos y empleados de la ONU intentando evacuar a Nairobi a un grupo de huérfanos mientras nos gritaban a los reporteros recién desembarcados, perplejos, llenos de miedo: “¡Pero a qué vienen! ¿Están locos? ¡Esto es el infiero!”. Buscamos acomodo en las naves del aeropuerto, entre cascos azules y decenas de periodistas que habían llegado antes. Tuve que hacerme la cama junto a un gran búfalo disecado dentro de una vitrina y salí al exterior para tratar de orientar el satélite con el que por fin nos habían provisto para evitar los dispendios y el bochorno que pasábamos en Sarajevo cada vez que teníamos que transmitir. Era un trasto muy pesado y mientras daba la vuelta a la terminal, con miedo de las sombras impenetrables que lo rodeaban, sin saber si quienes acechaban era tutsis o hutus, se me acabó la batería. Tuve que volver dentro para encontrar un enchufe y recargarlo. Un soldado se apiadó de mi impericia, me ayudó con la brújula y por fin hice contacto con el satélite en la gran, hermosa, para mí inédita noche africana. Era mi primer viaje. Mientras deambulaba con mi satélite a cuestas buscando una respuesta se había celebrado un sorteo para ver qué periodistas acompañarían al día siguiente a un destacamento de la ONU que, fuertemente armado, se internaría en el país de las mil colinas. Un colega de la televisión portuguesa vino a darme la buena nueva de que había sido elegido. Pero enviados especiales belgas dijeron que era inadmisible que un periodista español, sin lazos por tanto con el colonialismo en la región de los Grandes Lagos, disfrutara de ese privilegio. Monté en cólera, pero no sirvió de nada. A la mañana siguiente vi cómo partía, sin mí, la columna de vehículos blindados con su colección de periodistas empotrados en su seno. Mientras daba rienda suelta a mi rabia observé cómo se organizaba otro convoy formado por aguerridos soldados italianos aprovechando los vehículos todo terreno y de gran cilindrada que la alta burguesía ruandesa y los expatriados –que habían podido aprovechar los últimos vuelos comerciales que despegaron de Kigali antes de que estallara la matanza- habían abandonado a su suerte. Los buzos italianos de La Spezia arrancaban las puertas de los vehículos y se colgaban como habían visto hacer en películas y acaso en sus entrenamientos. Hablé con el capitán del destacamento y le pedí permiso para acompañarles. Para mi sorpresa, accedió. Era el único reportero a bordo de una comitiva que observaba con ojos aterrados el aspecto de los controles levantados en la carretera por grupos de jóvenes hutus, muchos de ellos borrachos o drogados y vestidos de forma estrafalaria, con camisetas de equipos de fútbol, pelucas y un variopinto armamento en el que destacaban los amenazadores machetes importados masivamente desde China. El general canadiense Roméo Dallaire, que expiaría sus culpas y sus pesadillas en su libro Darle la mano al diablo, había dado cuenta en sus informes de la minuciosa preparación del genocidio y de la incautación de partidas de machetes. Pero ni el departamento de Misiones de Paz, que entonces dirigía un tal Kofi Annan, que más tarde sería nombrado, por sus méritos, secretario general de la organización creada a finales de la Segunda Guerra Mundial para evitar que el mundo fuera sometido de nuevo al flagelo de la guerra, ni el Consejo de Seguridad hicieron nada para atajar el exterminio sistemático: al contrario, redujeron el número de cascos azules, limitaron el alcance de la misión.
Los soldados italianos, con el dedo en el gatillo de sus ametralladoras, parecían ansiosos de disparar, pero mostraban tanto pavor como yo. Cuando alcanzamos nuestro destino, una aldea llamada Gíkoro, a unos cuarenta kilómetros de Kigali, ya era tarde. La explanada delante de la iglesia era un sembrado de cadáveres. Tantos que parecía que no se podían contar. Pero era peor si entrabas en el templo, sobre todo en junto al altar, donde habían ido a refugiarse en un último gesto de socorro hacia el Altísimo, o quién sabe. La matanza se había cometido el día anterior, cuando yo había puesto los pies por primera vez en África. Muchos cadáveres habían perdido los zapatos, aunque es posible que algunos vivos jamás los tuvieran. Los muertos a machetazos, cuchilladas, disparos… estaban esparcidos en posturas que dolían.
No suelo hacer fotos, no es mi oficio, pero estaba solo y llevaba mi vieja cámara y me puse a tomar fotografías de lo que veía con los ojos de quien pensaba que después de haber visto a los muertos de una granada de mortero en un mercado de Sarajevo, a los muertos a tiros mientras celebraban un funeral en el atiborrado cementerio de Sarajevo, a los muertos que a veces saturaban la morgue de Sarajevo, sabía a qué huelen, qué dicen. Por eso, cuando en medio de la pila de cadáveres vi el delgadísimo brazo de una muchacha que como una caña se movía haciendo un ángulo recto antes de volver a descender sentí como si desde algún lugar que no conozco me estuvieran haciendo una pregunta. Me dirigí al capitán y le dije que en medio de aquel lagar había una persona que parecía viva. No recuerdo qué palabras utilicé. Sí que pensé si se movería por simpatía, como un resto de voluntad infinitesimal. Como queriéndole quitar pólvora a aquella espoleta retardada que se había puesto a gritarme en una campana de silencio. La misma campana de los vecinos que, desde el otro de la calle, jóvenes en su mayor parte, pero no solo, contemplaban el espectáculo: de los muertos, pero sobre todo de los soldados italianos con ropa de camuflaje, grandes rifles y ametralladoras y cananas cruzándoles el pecho, y el de un presunto fotógrafo, todos blancos, todos como extrañas moscas que se sumaban a las otras que se les habían adelantado. El capitán me dijo que su misión era rescatar a dos sacerdotes católicos y eso era lo que iban a hacer. Volví a mi tarea, a deambular solo por el campo de muertos y por la iglesia llena de cadáveres. Pasó un camión lleno de asesinos, de interahamwes (los que cazan, los que matan juntos), de milicianos y soldados hutus, y uno de los soldados italianos dijo que seguramente allí iban los asesinos, y vi cómo se le crispaba el dedo índice sobre el gatillo. No era el único que pensó en vengar lo que tenía delante de los ojos. Volví a ver el brazo de la muchacha alzándose como una diminuta torre en medio de un aguacero silencioso y por segunda vez el capitán me explicó cuál era su cometido. Dimos por fin con los curas que, aterrados, se habían refugiado en los alrededores, y por ellos supe el nombre del pueblo, el número de los muertos (más de mil, todos tutsis), y que paradójicamente uno era esloveno y el otro croata, dos de las antiguas repúblicas yugoslavas que se habían independizado del “yugo” de Belgrado: los primeros sin disparar apenas un apenas un tiro, los segundos mediante un baño de sangre, que luego, cuando rompieron su alianza con los bosnios en Bosnia-Herzegovina, prolongaron. Fuimos a rescatar a otro sacerdote católico aislado en otra parroquia. Cuando al atardecer volvimos a pasar por Gíkoro vi que el brazo de la muchacha se había rendido, como un asta sin bandera, en medio de los muertos, que seguían sin enterrar, sin que nadie se ocupara de ellos.
Hubo muchos más cadáveres, sobre todo cuando, tres meses después, las tropas del Frente Patriótico Ruandés (FPR), encabezadas por Paul Kagame, pusieron fin al cabo de cien días a la guerra y al genocidio. Entonces se produjo un gigantesco éxodo de hutus a los países colindantes, el mayor hacia la República Democrática de Congo, el Zaire de Mobutu Sese Seko. Se levantaron ciudades instantáneas de centenares de miles de personas en un suelo de lava, se declaró una epidemia de cólera y los muertos se empezaron a contar por decenas, centenares, hasta el punto de que las tropas francesas allí desplegadas empezaron a servirse de excavadoras para enterrar a los muertos, que los deudos depositaban envueltos en esterillas a la orilla del camino, como mojones. Acudieron los mejores fotógrafos del mundo. Y la ayuda internacional, sacudida tal vez por la cicatería y la falta de reacción ante un genocidio que las Naciones Unidas se habían jurado que jamás se volvería a tolerar sobre la faz de la tierra. La conciencia es un animal extraño, pero todavía más si se trata de la conciencia política.
Lara García Reynes publicó en esta misma revista el pasado mes de enero parte de su tesis doctoral en Bellas Artes: Mirar Ruanda: un viaje de extrañamiento y enredo. En él escribe que “siguiendo los pasos de Alfredo Jaar, quien en el 1994 miraba al país africano a través de la prensa occidental (en el año 94 no existía internet como lo conocemos ahora)” realizó un dossier de prensa “que recogía los artículos publicados por The New York Times, Le Monde, The Times (de Londres) y El País, desde el 6 de abril, fecha del asesinato del presidente ruandés, Juvenal Habyarimana, y del presidente burundés, Cyprien Ntaryamira, hasta finales de julio del 94, cuando el Frente Patriótico Ruandés (FPR: formado en su mayoría por tutsis exiliados de Ruanda y refugiados en Uganda, donde se organizaron con la idea de hacer frente al gobierno hutu en el poder en Ruanda) controlaba la mayor parte del país, el gobierno interino había huido hacia el este y los tropas francesas llevaban a cabo la controvertida Operación Turquesa”. Dice que ese dossier –en el que figuraban algunos de los artículos que yo había publicado en El País– le permitió hacerse una idea “de la construcción visual que hizo la prensa del genocidio: desde la falta de atención inicial hasta que el cólera y la salida de refugiados de Ruanda convirtió el evento en un espectáculo mediático. La prensa describió el genocidio como una guerra entre dos etnias: hutus contra tutsis. De esta forma se reducía enormemente la complejidad social y política de Ruanda y situaba la responsabilidad occidental lejos, muy lejos de lo que estaba aconteciendo. Sin embargo, la historia de Ruanda desde finales del siglo XIX es una historia de colonización, de imposición y distorsión de significados”.
Hace unos días, Lara García Reyne me hizo llegar un apéndice a ese texto: Las palabras son contenedores elásticos. Un recorrido por dispositivos del arte que se implican en el genocidio de Ruanda de 1994. Arranca con un proverbio ruandés: “Entre el corazón y la lengua hay un enigma”. Ella, como le escribí, tiene la virtud de obligarme a volver a pensar, a revisar lo que vi, hice y escribí aquellos días, a sopesar lo que escribí para el periódico y en mi diario, tanto en los días de Sarajevo como en los de Ruanda. Dedica una parte de su apéndice al fotógrafo francés Gilles Peress, a quien conocí con Gervasio Sánchez en la localidad bosnia de Vitez, donde nos robaron el coche a punta de pistola y pasamos una velada hablando sobre la fotografía y la guerra, aunque no recuerdo en qué términos. Peress dedicó a Ruanda un libro titulado The Silence, que compré cuando salió y que he visto creo que dos veces. No tiene palabras, solo una separata con una cronología de Ruanda escrita por Alison Des Forges: ella trabajaba en 1994 para Human Rights Watch, y dirigió el voluminoso volumen titulado Que nadie quede para contar la historia, y que recoge los informes realizados por la organización humanitaria sobre el genocidio ruandés. En el capítulo ‘Leer The Silence’, escribe García Reyne que Peress se sitúa, por su propia boca, “en el entre” que dista del fotoperiodista y del artista, y que lo que le interesa “es impredecible”, lo que pasa “en tierra de nadie, entre categorías conocidas, es decir; entre arte y fotoperiodismo, entre fotografía y literatura, entre fotografía y cine”, y concluye diciendo: “me interesa investigar lo que hay en esa área gris”. Tras explicar que compró el libro en una librería de Nueva York y cómo lo hizo y cómo lo llevó a su casa y cómo lo abrió, escribe: “The Silence no es un libro de fotografías para mirar; es, en todo caso, un libro para tener. Al intentar mirar las fotografías, la violencia de lo que se muestra varía de una página a otra: una fotografía me grita, otra me deja detenerme un poco más, otra me lanza hacia atrás, otra me hace preguntas: ¿Cómo miras lo que ves? ¿Por qué lo miras? ¿Desde dónde? ¿Cómo leer The Silence? No tiene ningún sentido describir lo que veo, la manera en la que los rostros de las personas retratadas aparecen descubiertos y anónimos me desubica. ¿Qué derecho tengo yo, fuerte en la distancia, de mirarte a ti, débil también a distancia? Algunas de las fotografías me obligan a levantar los ojos hacia la ventana. Mantengo el libro abierto preguntándome si tengo algún motivo para seguir mirando. ¿Me muestran estas fotografías algo que se me había escapado? ¿Mirarlas es una forma de solidarizar mi implicación? ¿De mostrar respeto? ¿De declarar mi intención de no ‘mirar hacia otro lado’? ¿De aumentar la rabia que siento al verlas?”. Poco después dice que el libro de Peress “arde en el momento en que se abre, y quema. El riesgo de tanto fuego consiste en colmar la mirada y no ver nada, en lugar de hacernos conscientes de todo lo que no vemos en ella”. No cita a Susan Sontag, pero en cierta medida sus palabras recuerdan las reflexiones de la autora de Sobre la fotografía acerca del peligro de la exposición a imágenes atroces, que acaba anestesiándonos, dejándonos sin compasión. De ahí a la fatiga de la piedad solo hay un paso. Una idea que al final de sus días acabó desechando con el argumento de que mientras siga existiendo el horror no podemos ignorar las imágenes que dan cuenta de él. Pero de qué manera. Vuelvo a las palabras de Lara García Reyne que me han de llevar hasta la playa de Nueva York, hasta la zona cero de Manhattan, donde el próximo 11 de septiembre se celebra la primera década del atentado que destruyó las Torres Gemelas: “el lector de estas imágenes podrá pensar: ‘no quiero ver nada más porque he visto en las fotografías el límite de lo que soy capaz de mirar’, porque las fotografías me han colmado los ojos. En este sentido, una imagen que vela es una imagen que nos expulsa de su superficie o que nos atrapa y no nos deja salir. Una imagen que revela es una imagen que nos da la sensación de lo mucho que perdemos, nos deja espacio para movernos y nos empuja a buscar otra imagen, a cambiar de posición, a no dejar de mirar, a seguir haciendo preguntas”.
Cuando Catalina Luca de Tena me ofreció convertirme en corresponsal de ABC en Nueva York lo que más me hizo dudar no fue tanto el salto de El País a ABC como abandonar África por Nueva York. Lo sentí como una traición, que acabó consumándose porque: a) después de un mes hablando con el director (me preguntó qué quería a cambio de quedarme, yo le respondí: “ser de verdad corresponsal para África”. Después de cinco años viajando al continente con relativa frecuencia empezaba a saber algo, a tener contactos, a equivocarme menos) concluyó que no éramos Le Monde o The New York Times para tener “una persona dedicada a África”; b) un redactor jefe me dijo: “a ti que tanto te gustan los negros vas a ir una de las pocas ciudades del mundo en la que los negros entran por la puerta grande: la ONU”; c) la mayoría de mis amigos me dijeron que era una oportunidad única que no podía desaprovechar; y d) un amigo me dijo que en Nueva York y en Washington se tomaban las decisiones que marcaban buena parte de la vida y el porvenir de África.
En su ensayo, Lara García Reyne cita una frase de Paul Valery que al parecer David Levi Strauss, un profesor de la School of Visual Arts de Nueva York, no deja de repetir: “los ojos son órganos de hacer preguntas”. No sospechaba, como luego diría mi madre, la hija de Emilia, que el espectro de la guerra me iba a perseguir hasta Manhattan. Entre lo mucho que leí para escribir Nueva York, el deseo y la quimera, el proyecto en el que me embarcó Arcadi Espada bajo un señuelo agónico de “escribir un libro de verdad sobre la verdad”, que me persiguió durante años, hasta el punto de que no pude terminarlo hasta que no puse el punto final a mi relación de amor y odio con la ciudad, figura un artículo de George Alagiah, periodista de la BBC, titulado ‘Sacudiendo los cimientos’, e incluido en La BBC informa sobre América, sus aliados y enemigos, y el contraataque contra el terrorismo. La cita es larga y pertenece a mi libro, y si la traigo a colación es porque no creo que pudiera ser capaz de decirlo mejor ahora con palabras distintas. Primero escribe Alagiah: “el martes, 11 de septiembre, con su limpio, eficaz ejercicio de maldad, fue más allá de cualquier noción aceptada de lo que es un conflicto contemporáneo. Aviones y rascacielos –tan familiares y reconfortantes en nuestra versión de lo que representa la civilización- habían sido transformados en símbolos de muerte y destrucción. Lo cotidiano se había convertido en peligroso, ese fue el mensaje subliminal de todas las imágenes transmitidas por la televisión. Y es por eso por lo que, al igual que muchos otros padres, sentí temor por nuestros hijos”. A lo que añadí en Nueva York, el deseo y la quimera: “El terror está en el patio trasero. Fue la gran diferencia para alguien también acostumbrado (más o menos, menos que más) a cubrir guerras lejos de casa, no en el mismo lugar donde vives con tu familia. ¿Ningún lugar a salvo, donde dejar atrás los recuerdos de otros lugares y otras muertes? Como Ruanda, por ejemplo, donde la gente moría sin que nadie les prestara atención, donde nadie hizo nada para parar las matanzas, ni siquiera, durante mucho tiempo, se le quiso dar nombre a lo que ocurría: genocidio. Pero sigamos el razonamiento de Alagiah: ‘Yo había cubierto ambas crisis [Somalia y Ruanda]. Las muertes habían continuado durante semanas y meses. Qué diferente fue el 11 de septiembre, cuando los atentados sucedieron tan de prisa y cuando virtualmente todo el mundo estaba siendo testigo de lo que ocurría a través de la televisión. En Somalia y Ruanda la cuestión de si debíamos contemplar el sufrimiento de millones dependía de las decisiones de los redactores jefes, de enviar equipos de televisión o no. Las muertes ocurren en África ocultas en las sombras, detrás de las convenientes y sacrosantas fronteras nacionales; en América ocurrieron bajo la plena y penetrante mirada de las cámaras. Incluso muchas de las imágenes más llamativas del ataque y de lo que ocurrió inmediatamente después fueron grabadas por gente del público, por aficionados. Pero el término parece por completo irrelevante ahora’. Todos, a mayor o menor distancia, en directo o a través del ojo electrónico, fuimos testigos. El mismo menú para todos. Y en tiempo real. ‘Muy pronto, las cadenas de televisión tuvieron acceso a mensajes telefónicos dejados por los pasajeros de los aviones condenados. En sus últimos aterradores y frenéticos minutos pronunciaron palabras para sus seres queridos. Otra vez, en mi forzada espera en el aeropuerto [a la espera de que se abriera el espacio aéreo estadounidense para volar a Nueva York, prosigue el reportero de la BBC], no podía sino comparar esas autoproclamadas noticias de muerte –pronunciadas en privado, oídas en público- con las miles de silenciosas, a menudo aquiescentes víctimas del terror que habían poblado mis reportajes desde lejanas y olvidadas esquinas del mundo. Desde Afganistán a Zaire, había visto a gente columpiándose en el filo de la vida, como si su muerte no importara. ¿A quién le importa? ¿Quién está escuchando? Eran las preguntas sin respuesta que sentía en sus ojos vacíos. Algunos incluso daban la sensación de recibir como una bendición ese hueco de la muerte como una forma de dejar atrás las tribulaciones de vivir en un mundo revuelto e injusto. No así para los pasajeros de los aviones secuestrados. Ellos dejaron sus mensajes con la certeza de que serían escuchados, convencidos de que serían echados de menos. Y sus voces fueron oídas –no sólo por las familias a las que estaban dirigidas, sino por los hombres que tienen el poder de actuar-. Aquel día de asesinato masivo en Nueva York galvanizó a los políticos para que actuaran. Como millones de seres alrededor del mundo, sintieron que ese ultraje no podía quedar sin respuesta. Y de hecho fueron incluso más allá, calificando los ataques contra las Torres Gemelas como un asalto contra la civilización. La gente empezó a decir que esas muertes habían cambiado todo, que el mundo nunca podría seguir siendo el mismo. Lo que querían decir, por supuesto, es que la vida en el rico mundo occidental nunca volvería a ser la misma. Esa simple equiparación del destino del mundo rico con el de toda la condición humana forma parte de la arrogancia contra la que muchos de los pobres del mundo se rebelan, y continuarán haciéndolo. Para la mayoría del mundo, para los millones de desdichados, la vida no ha cambiado mucho. Sigue siendo tan precaria y cruel como siempre ha sido’”.
Vuelvo a retomar mi lectura de Nueva York en aquel libro, una lectura que me sirve para la cifra redonda, el primer gran aniversario, la primera década después del suceso: “En los días que siguieron al 11 de septiembre, y sobre todo ante las jornadas de luto, las incontables páginas de periódicos y revistas, las horas de emisiones de radio y televisión, análisis, homenajes, conmemoraciones, como en el primer y en el segundo aniversarios, a menudo me vinieron a la cabeza esas mismas ideas y sensaciones. Como si hubiera muertos de primera y de segunda y de tercera y de ínfima categoría. Porque el 11 de septiembre no cambió ni la vida ni el destino de los vecinos de Gíkoro, en Ruanda, ni los de Inhambane, en Mozambique, y si lo hizo en muchos lugares, tal vez no precisamente en esos dos países que han dejado guerras civiles atrás, me temo que ha sido para peor. El hecho de que la mayoría del pueblo estadounidense tenga una ignorancia abismal sobre los actos y las responsabilidades de sus gobiernos no les exime completamente de culpa ni les convierte en absolutos inocentes: conocer esa parte turbia de su historia les ayudaría a responderse a esa pregunta que con tan sorprendente ingenuidad se hacían y todavía se hacen: ¿por qué tantos nos odian? Jeremy Rifkin se preguntaba también en ‘La guerra que hay detrás de la guerra’ (publicado en septiembre de 2001 en El País) el porqué de la elección de las Torres Gemelas: ‘Aunque la mayoría de los estadounidenses cree que el comercio mundial es la mayor esperanza de mejorar la suerte de los pueblos de todo el mundo, hay muchos otros que han sufrido el lado oscuro de la globalización y que consideraban las Torres Gemelas como un símbolo del mal. De hecho, la globalización tiene un lado siniestro, y negarse a reconocerlo y a hacer algo al respecto sólo puede polarizar más aún a la comunidad mundial y dar nuevos ímpetus a los movimientos extremistas en todas partes. Sí, la globalización ha mejorado las perspectivas de muchos. Pero también es cierto que muchos otros han sido las víctimas de la globalización: mano de obra infantil, de la que se abusa y a la que se explota en fábricas dickensianas en todo el Tercer Mundo; millones de personas desarraigadas de sus tierras ancestrales para dejar sitio al negocio agrario; concentraciones de población cada vez mayores en las zonas urbanas, sin empleo y a menudo sin hogar; espacios naturales que se han esquilmado hasta dejarlos desnudos e incapaces de mantener siquiera la existencia humana más rudimentaria. Las estadísticas a menudo son insensibles y difíciles de entender para la mayoría de los que vivimos una vida privilegiada en los mundos desarrollados del Norte. Consideremos, por ejemplo, el hecho de que las 365 personas más ricas del mundo disfrutan de una riqueza colectiva que excede a la renta anual del 40 por ciento de la humanidad. Mientras hablamos con entusiasmo de la globalización, del comercio electrónico y de la revolución de las telecomunicaciones, el 60 por ciento de las personas del mundo no ha hecho nunca una sola llamada telefónica y una tercera parte de la humanidad no tiene electricidad. En esta nueva era, en la que hay más conexiones económicas globales, cerca de 1.000 millones de personas permanecen sin empleo o subempleadas, 850 millones de personas están desnutridas y cientos de millones de personas carecen de agua potable adecuada, o de combustible suficiente para calentar sus hogares. La mitad de la población del mundo está completamente excluida de la economía formal, obligada a trabajar en la economía extraoficial del trueque y la subsistencia. Otros consiguen llegar a fin de mes en el mercado negro o con el crimen organizado. Por último, está el ataque implacable de la globalización a la diversidad e identidad cultural. Segmentos enteros de la humanidad sienten que sus historias irrepetibles y los valores que rigen sus comunidades están siendo pisoteados por las empresas globales. Ellos perciben una pérdida de coherencia y de significado en un mundo cada día más dominado por la producción cultural, los logotipos y los tipos de vida corporativos. Tienen miedo, y con razón, de que se les imponga un tipo de vida empresarial o una especie de homogeneidad de pensamiento y actividad, y les preocupa que en este nuevo mundo se pierda la esencia misma de quienes son en nombre del comercio y del beneficio de empresa. Ésta es la triste realidad a la que nos enfrentamos en el mundo de hoy, y aunque nosotros los estadounidenses no estamos en este momento de humor para hablar de estas otras realidades de la vida, está claro que, si no lo hacemos, los extremistas seguirán proliferando. La marginación y la pobreza abyecta conducen a la desesperación, y ésta es, en última instancia, el caldo de cultivo de los movimientos extremistas, tanto si son de naturaleza religiosa, [como] étnica o política’”. Si hay que pedir disculpas por la extensión de una cita y por la obscenidad de una auto-cita (aunque la mayor parte de las palabras pertenezcan a otros) aquí es el lugar. Mis disculpas. Pero creo que era necesario. Al menos para mí.
Ahora se cumplen diez años de la destrucción de las torres iguales, y en FronteraD no hemos querido ignorar esa fecha redonda, esos aniversarios que tan bien vienen a los periódicos, y a las emisoras de radio, y a las cadenas de televisión, y a las páginas web para llenar su tiempo, sin dejar de pensar en que además del homenaje a los decapitados tiene de cultura del recuerdo y de la muerte. Hay en todo ello una legitimidad, un gesto piadoso, y una perversión. Por eso no quería dejar de contraponer, sin ánimo pedagógico, sino con el que emplea Lara García Reyne al leer las fotografías de Gilles Peress, los 100 días del genocidio ruandés en el que fueron eliminadas 800.000 tutsis y hutus moderados, casi todo cometido en la penumbra, y los 102 minutos que duró el espectáculo (los terroristas conocían a la perfección cómo funciona nuestra cultura) del atentado contra las torres ante todos los ojos virtuales y reales del mundo. Pero, paradójicamente, se ocultaron los cadáveres. Y salvo las imágenes de los que saltaron al vacío de una de las torres –que pronto dejaron de emitirse- fueron extraídos del relato del horror. No hacía falta. De los 2.750 muertos que se cobró el atentado contra las Torres Gemelas, la mayor parte se desintegró. De ahí que para muchos fuera tan arduo cerrar el duelo: sin un resto al que abrazarse. Porque un cadáver es a fin de cuentas también una certeza. Cadáveres incontables expuestos a la mirada de Peress (y de la mía, y de tantos fotógrafos) en Ruanda. Cadáveres invisibles, pero contados uno a uno en Ruanda. Todos merecen el mismo trato, pero desde los medios de comunicación de masas la liturgia que se les da no es la misma. El culto es tan distinto…
Como trabajo para el International Center of Photography, el fotógrafo Pepe Rubio Larrauri quiso investigar “las consecuencias que tuvo el ataque contra las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York”. Empezó el proyecto, que tituló New York Fear Inc. en septiembre de 2010 y lo terminó en julio pasado. Son las imágenes que acompañan este largo texto con el que sigo haciéndome más preguntas que proponiendo respuestas, y acaso pagar así parte de la traición de abandonar África por Nueva York. Uno de los objetivos de esta revista digital que está a punto de cumplir dos años (no somos ajenos a las contradicciones: como todos los seres vivos, los aniversarios nos entretienen hasta el aniversario final) es prestar atención hacia lo que pasa inadvertido, volver los ojos hacia los grandes espacios en penumbra. Como si en medio de la sociedad del espectáculo, de los medios y de las ciudades engalanadas por la publicidad, por el fervor de la luz eléctrica, fuera más difícil hacer lo que proponía Paul Valery: no dejar de utilizar el órgano de las preguntas, los ojos. Pero también el resto de los sentidos, y con una razón que no se conforme con los lugares comunes, con la idea podrida de que no hay nada que hacer para cambiar el estado de las cosas. El enigma entre el corazón y la lengua.
Alfonso Armada es editor de FronteraD. En la revista ha publicado, entre otros, Sombras sobre Kapuscinski y Adiós a Matiora
Pepe Rubio Larrauri es fotógrafo. Tras una cita de Farnk Furedi (“el único miedo que hay que tener es a la cultura del miedo en sí misma”), explica así su proyecto New York Fear Inc.: “El brutal atentado contra las torres gemelas supuso el inicio de la llamada guerra contra el terror. En nombre de la democracia y la libertad George W. Bush extendió un mantra del que había que asumir los daños colaterales: un recorte de las libertades individuales en países occidentales. Bin Laden era el hombre a encontrar. El hombre que puede vivir en la puerta de enfrente, el que atiende la panadería o pasea su perro por el parque sobre el que nos sentamos a leer el periódico. Bin está entre nosotros y arde en deseos de volver a atentar. El gobierno se coló en nuestros pisos y subió el volumen del televisor para que no olvidáramos que debíamos mantener el nivel de alerta y terror en lo más alto de la programación. La mejor manera de mantener a los individuos unidos es enfrentándoles a un enemigo común. Este miedo ha alimentado el recorte de las libertades individuales en países occidentales y un enriquecimiento de las corporaciones que velan por nuestra seguridad. Cámaras de vigilancia en calles, protección privada, Blackwater, subcontratas en el gasto destinado a la guerra, reconstrucción de los países destruidos… Carne fresca que engorda nuestros miedos. Mayo de 2011, Bin Laden es capturado y ejecutado. Barack Obama, en el discurso posterior a la muerte de Bin Laden, afirma que el mundo es un lugar más seguro. Pero la alerta contra un futuro atentado sigue destrozando nuestros tímpanos. ¿Hasta cuándo? Y si acaso: ¿sabremos volver a vivir apartados de nuestros miedos?”.