I. El coche atraviesa el interminable bulevar bajo la luz mortecina de las farolas y los neones de Howard Beach. En el coche se habla de fútbol y de la época, nada lejana, en la que estas calles eran propiedad del mafioso John Gotti, que las cerraba a su antojo, que disolvía a rivales en ácido, que pagaba a políticos y polis y que todo lo demás que hacen los mafiosos de las películas basadas en hechos reales. Por aquí también vivió Woody Guthrie y, un poco más allá, pasó algunos días o noches Jack Kerouac escribiendo En el camino. Al otro lado de la ventanilla no se ve a nadie, sólo coches silenciosos, aparcamientos silenciosos y tiendas silenciosas con ofertas escandalosas. Los aviones despegan del JFK y pasan muy cerca y nos siguen impresionando y atronan, también en silencio, la vista del cielo de Brooklyn. En el restaurante, la iluminación tenue hace que todos parezcamos jóvenes y respetables emprendedores que pagan en negro a sus empleados y que, en cualquier momento, van a acribillarse a tiros por cualquier tontería y dejar las cortinas perdidas de fluidos. Nuestros movimientos, nuestras expresiones, parecen mimetizarse con el lugar y todas las miradas son duras y elegantes. Las bromas nos hacen reír, pero parecen retos, guantazos en la cara que exigen duelo con mosquetón y las risas son tensas y forzadas aunque se diluyan al segundo. La hija del dueño entra, camina el pasillo entre las mesas y un gran paréntesis perfumado se apodera de todos. La propina, cómo no, es abundante y al salir al bulevar uno mira a derecha e izquierda antes de encender el cigarrillo. Todo está bajo control, esta noche, que no se acabará nunca, es nuestra.
II. Una pareja sale de una discoteca y en una esquina discute qué hacer. Bueno, no es una discusión, es más bien un tratado de paz. Nada de aglomeraciones, nada de ruido, algo elegante y real. Él dice algo de jazz. Ella dice que perfecto. La pareja echa a andar, se intercambian comentarios más o menos brillantes sobre la ciudad, más o menos divertidos sobre todo lo demás. Caminan por las calles del Village y llegan hasta un local dónde el portero les asegura que todavía quedan dos horas de jam session. Pagan la entrada a mitad de precio, bajan las escaleras hacia el sótano, se sientan en un sofá a un metro del pianista y piden una cerveza belga y un vodka con zumo de alguna fruta tropical extraña de color rojo. Venir aquí ha sido más brillante que engañar a todas las tropas del Eje en el frente mediterráneo. El trompetista suda como un oficinista sin aire acondicionado, pero es el líder y el que tiene el poder de invitar a otros músicos a subir al escenario. Sube un japonés a tocar el saxo alto y es bueno. Sube otro japonés a tocar el violín y es muy bueno. Y sube un chico, que ha vacilado entre las sillas, y se sienta al piano y se convierte en imprescindible. Es ciego y toca como los ángeles y su manera de tocar, como sabemos que es ciego porque su amigo le ha traído hasta aquí y le espera entre el público con el bastón plegable –que yo había confundido con unas baquetas de baterista-, nos emociona a todos, porque todos pensamos que, de alguna u otra manera, la música está en él.
III. Estoy en el rascacielos McGraw-Hill de la calle 42 mirando al sur de Manhattan desde la planta 24. Son las diez post meridianum y unas enormes pantallas cuadradas en la fachada de enfrente cambian de color en ondulaciones sensibles al calor o algo así, como si el edificio estuviera infectado por el salvapantallas de un abuelo nostálgico de ácido. Un algoritmo de luz que devora el cemento y el acero y el cristal. El ángulo del encuadre me impide ver la calle y todos los gigantes agujereados flotan en el nivel intermedio de una ciudad sin cimientos anclada en el vacío del universo. La oficina está en silencio y a oscuras. Si no supiera que abajo están las calles y los buscavidas de Hell’s Kitchen con sus peleas y su dame un cigarrillo y sus latas de medio litro de cerveza y sus historias tristísimas y probablemente exageradamente reales y todo ese bochorno del demonio que ha hecho hoy, pensaría que estoy solo en este mundo y que, de alguna manera, ya no queda nada, ni nadie, sólo luz y silencio y un tipo que no sabe cómo ha llegado hasta aquí. Una civilización capaz de crear lo que estoy viendo no debería desaparecer nunca y por eso bajo a la calle y busco el metro y me doy cuenta de que no estoy solo y vuelvo a casa a seguir pensando en el golpe de fortuna que me espera a la vuelta de la esquina en la ciudad sueño.