De 2022 a 2023
Sigo con la lectura de Dante Trujillo en Una historia breve, extraña y brutal. La voz del narrador conecta sus pesquisas, averigua por teléfono las fuentes de una novela sobre los Gutiérrez o la hija del Presidente Balta a punto de casarse el día del cuartelazo. El hermano de Balta, encargado del Real Felipe, entrega el Callao sin disparar una bala, probablemente confiando en que su hermano está detrás del intento de golpe.
Vemos un documental en Netflix sobre Pelé. Muchas imágenes que recuerdo haber visto de niño, en la fiebre de España 1982, cuando coleccionaba fascículos con la historia de los mundiales y miraba sin cansarme las fotos de Pelé haciéndole goles a los suecos en 1958 y cargado en hombros en el estadio Azteca en México 70.
Un poco decepcionante que el partido con Perú casi no ocupe espacio. Más se dedican a hablar de los rumanos, de los húngaros y del Portugal que eliminó a los brasileños del Mundial de Inglaterra en 1966.
Me voy a jugar tenis con mis hijos y nos encontramos con Peter y su familia –mitad británica, mitad de Miami– en la cancha. Mi hijo tira casi todas las pelotas fuera. Almorzamos en casa y nos vamos a Chappaqua a montar bicicleta.
Ya de noche, recibimos el año en una casa llena de niños. A las 12 siento su apretón. Una mirada enfrentada a mí. Celebramos con otros padres de familias numerosas, adelantándonos a la medianoche, mirando una grabación de la pelota que cae en Times Square, para que los más pequeños se vayan a dormir. Manejo de regreso por un camino lleno de neblina, la autopista 9, cruzando el puente Bear Mountain que atraviesa el Hudson. Llegamos a la casa un minuto antes de la medianoche ¡Feliz 2023!
De 2023 a 2024
En la mañana, desayunando en Saint Pete Beach, una gaviota arranca una lonja de tocino del plato de mi hijo. Su cara de sorpresa. Luego, más calmado, se pasea por el Boulevard manejando el control remoto de su Monstertruck. Mi esposa sigue emocionada porque ha visto a tres delfines nadando.
Camino con mi papá por la playa hasta el Hotel San César, de ida y de vuelta ¿Eso no es lo mejor del viaje, el objetivo original, disfrutar de tu padre que se ha recuperado de un modo casi magnífico –si no fuera por las subidas de la presión, de una operación difícil, con cierto riesgo y algunas complicaciones que hicieron la espera muy delicada y aumentaron la ansiedad en estos meses antes del viaje?
Me da por pensar en la farola de kerosene –la Petromax– de la casa de piedra con techo de paja donde pasaba los veranos de mi niñez con mi familia, en Silaca. Es la misma sensación de estar todos juntos bajo un mismo techo.
Por la tarde, sentado en una silla reclinable al lado del canal, empiezo a leer American Fictionary de la croata que recomendó Hinde Pomeraniec en el podcast Vidas prestadas. Alguien anuncia que quiere jugar al sapo y ahí vamos. Es una experiencia ver a mi papá pesar en la mano la pieza de cobre, para la buena suerte, antes de apuntar y lanzarla.
El resto de la tarde nos la pasamos esperando que se acerque la hora de la fiesta. Pasadas las 8 ya casi estamos listos. A las 9:30 estamos donde vamos a recibir el año: una casa antigua pero decorada con mucho gusto, de una sola planta, bastante cerca del Downtown de Saint Pete. Nuestros anfitriones y muchos de los invitados son mexicanos.
En el patio de la casa hay una fogata y un aparato portátil de karaoke. Mamá y papá se acomodan en unos sillones y cantan. Ella lo sigue mientras él entona (con una voz muy decente) Si vas para Chile. Tomamos y comemos de una mesa bien dispuesta en el centro de la sala. Mis hijos y el nieto del anfitrión se pierden en algún momento de la fiesta. Los encontramos escondidos en un armario, conversando muy tranquilos, sin haberse percatado de la ansiedad que generaron.
A la medianoche salimos y nos paramos en el patio delantero de la casa y reventamos los cohetes y encendemos las chispitas Mariposa de los niños. Después seguimos bailando. Hace mucho tiempo que no bailaba así. Me doblo a carcajadas cuando arrancamos a cantar rancheras improvisadas, en una competencia de hombres contra mujeres. La botella de Sotol casi está vacía cuando nos vamos a casa, pasadas las tres de la mañana
¡Feliz 2024!
De 2024 a 2025
Mi hermana se ha metido en contra del tráfico por uno de los pasajes estrechos entre las tiendas, en el centro de Saint Peterburg. Hemos salido tarde y es la única manera de llegar a tiempo. Estacionamos el auto unos minutos antes de la medianoche.
La amiga de mi hermana le roba una tarjeta del bolsillo del pantalón a mi cuñado y se escapa entre la gente que los mira, riendo como una loca. Mi hijo se ha dormido casi las dos horas que hemos estado en la casa de un pintor jugando bochas y tomando champagne desde la tarde. Mi otro hijo está vestido elegantísimo, con un terno rojo oscuro. Las calles del Downtown son una fiesta. Mi hermana saca –no sé de dónde– muchos vasos con 12 uvas para que pidamos nuestros deseos. Nos acomodamos mirando a la bahía donde pronto empezarán los fuegos artificiales. Una muchacha empieza a hacer el conteo de los segundos antes de las 12.
Brindamos todos. Mi papá se queda un buen rato con su vaso en la mano, apoyado contra la pared de una tienda mirando a la gente que pasa: raros, aspavientosos, sexis, fumados, borrachos, grupos de amigos, parejas, solitarios. Mi cuñado tiene que contener a un malcriado que pretende meterse a su tienda a pesar de que le dicen que están cerrando, que después del último helado servido ya cierran, que los trabajadores necesitan irse a su casa. El malcriado se sienta en una mesa cercana a mirarlo con odio.
Sobre la vereda al lado de nosotros hay un muchacho enamorado que mira embobado a otra muchacha mientras lambetea un helado. Hay una niña muy delgada que practica kung fu sobre la vereda del boulevard. Se escucha el ruido de la conversación de la gente, mucho barullo de la calle.
Luego de cruzar durante tres días varios estados–New Jersey, Pensilvania, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia– hemos llegado a esta ciudad de Florida para celebrar un 2024 no tan malo. Y esperar un 2025 que, siendo sinceros, no tiene mucha pinta de poder mejorarlo. Pero siempre hay que cruzar los dedos, comerse las uvas y pedir lo mejor.
El desayuno de esta mañana –uno al lado del otro frente a una mesa larga– no se puede mejorar: mis hijos desayunando con sus padres, sus tíos, sus abuelos y sus primos. O durante la última tarde 2024, juntos en la playa. No hacía tanto calor pero sí el suficiente para que mis hijos entraran al mar con su abuela y ella les enseñara que: si se sumergen de espaldas pueden salir del agua con el cabello pegado a la cabeza y la frente limpia. Ver ese momento no tiene precio.
Y las imágenes de la abuela abriendo su olla de regalo, o pidiéndole que me pruebe la camisa que me queda muy ajustada (¡claro!) porque después de la Navidad me ha salido panza. Y el abuelo comiéndose el maní que sus nietos le han regalado dentro de una bolsa roja, gigante como la de Papa Noel. Cerrar un año más así, con este cariño familiar que ya quisiera que no se acabara nunca. Ese que ninguna tarjeta de crédito podrá comprar jamás.
¡Feliz 2025!