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Tres notas en torno a Heinrich von Kleist

 

Los platos rotos.

El paraíso está disperso por toda la tierra y por eso no lo reconocemos ya. Es necesario reunir sus trazos esparcidos; esto pensaba Novalis.

En su Origen y epílogo de la filosofía Ortega y Gasset desgrana una sustanciosa parábola que parece salida de la pluma de otro romántico alemán, Heinrich von Kleist : «Diríase  – comenta Ortega – que la razón se hizo añicos antes de comenzar el hombre a pensar, y por eso tiene que recoger uno a uno los pedazos y juntarlos».

A continuación, transmite una bella historia relatada por Georg Simmel: a finales del siglo XIX, un grupo de amigos creó en Alemania una Sociedad del Plato Roto. A los postres de un banquete, rompieron un plato y repartieron los pedazos con el compromiso de que cada uno entregara el suyo a otro socio antes de morir. El último superviviente sería el encargado de reconstruir el plato o, si se quiere, al menos tratar de restaurarlo.

Admitamos que es una bella historia, pero también que, lo que va de Novalis a la Sociedad del Plato Roto de fines del siglo XIX, traza el camino en que la nostalgia cósmica de absoluto acaba por desembocar en prosaica identificación burguesa y notarial en la forma de un inocuo interiorismo estilo Biedermeier. O lo que es lo mismo: del paraíso despiezado a un plato roto.

Novalis (1799), retrato de Franz Gareis.

 

Cortar los párpados.

Jan Vermeer, Vista de Delft, ca. 1660

Lo que va de la Vista de Delft de Vermeer al Monje mirando al mar de Friedrich es, acaso, el nacimiento de la angustia. Una forma de vida cobijada y sencilla, limitada – hubo incluso quien creyó que podría vivir en esa perfección mínima que desplegaba un pequeño muro amarillo de pintura – se ha abierto ahora, como sello apocalíptico, a un infinito desierto natural, marino. Kleist lo vio claro: “Nada puede haber más triste y más desasosegado que esta posición en el mundo: el único destello de vida en el ancho reino de la muerte, el centro solitario en el solitario círculo”. “Se tiene la impresión al contemplar el cuadro – concluyó- de que le hubieran cortado a uno los párpados”.

Este sentimiento penetrante y contumaz, reincidente, intransigente y doloroso: el de la desprotección suma en la naturaleza, como última naturaleza, eso es la angustia, flor corrompida de la reflexión, al decir de Paul Ricoeur (Filosofía de la voluntad). Le debemos a la generación de Friedrich y Kleist habérnosla presentado. Vino aquí para quedarse.

Caspar David Friedrich, Monje mirando al mar, 1810.

 

Dioses y marionetas.

«La gracia se presenta a la vez con su máxima pureza en la figura humana que no posee conciencia alguna o en la que la tiene infinita, es decir, en el muñeco articulado o en el dios. » (Heinrich von Kleist)

Lo que en Kleist supone una osada hipótesis que lo conduce a elaborar una fascinante teoría – teológica – del conocimiento, la tradición – tan antigua – de los cristos articulados parecía ya haberlo asumido con una naturalidad ciertamente pasmosa.

Cristo articulado portugués del siglo XVII.
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