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Tres peruanos en una prisión de Camboya: “No arriesguen su vida por 4.000 dólares”

 

Los viajes organizados hacen de Camboya un creciente destino turístico. En ellos, el viajero esquiva la realidad de un país que chapotea entre las naciones con menos recursos del planeta. Por ello, el viaje desde Phnom Penh, su capital, hasta la prisión de Prey Sar, que sólo dista 12 kilómetros del centro de la ciudad, se convierte en un infierno que por supuesto no sale en las guías de Lonely Planet. Uno se pregunta adónde van los cientos de millones de dólares que recibe cada año un país en forma de cooperación internacional. Y la respuesta, al menos, aclara que en carreteras y cárceles se invierte poco. El asfalto, cuando lo había, lleno de agujeros, gravilla y charcas de agua putrefacta; y las maneras de conducir, absolutamente irritantes y por ello, peligrosísimas.

 

El hermoso paisaje, de campos infinitos y arrozales desordenados, ayudaba a menguar el incomodísimo trayecto que desembocó en la prisión de Prey Sar (literalmente, La jungla blanca) donde los funcionarios vestidos de manera desharrapada comenzaron a cobrar a todo aquel que quería entrar en el presidio a visitar a sus seres queridos. Por un par de dólares te comunicas cara a cara con una reja de por medio. Y por cinco dólares acceso a la misma prisión, a una zona habilitada donde las esposas y las madres de los presos abrazaban en impactante imagen a los suyos, vestidos con un triste pijama azul, en bastantes casos descolorido.

 

A los extranjeros les cobran más. Y a los reclusos que reciben la visita de sus familiares o amigos no se les permiten salir de sus celdas si no ofrecen algún billete al carcelero de turno. Por lo que podríamos decir que la subsistencia en la prisión de Prey Sar depende única y exclusivamente del dinero que uno tenga o pueda llegar a conseguir. Enrique Corro, de Arequipa, 54 años, es el primero en aparecer. De sonrisa contenida y extrema amabilidad, se suelta al hablar desde el primer instante. Sabe que los 25 años que le han caído por transportar cocaína podría haber sido el último viaje de su vida. “Mira, yo era taxista en Lima, con lo caro que sale alquilarse el coche. Trabajando muchas horas ganaba entre 150 y 200 dólares mensuales. Un día, una clienta me comentó la posibilidad de ganar dinero fácil. Y después de darle muchas vueltas acepté. Eran 5.000 dólares por viaje. Hice tres, hasta que en el cuarto me pillaron por ambicioso. Los dos últimos fueron demasiado seguidos”, me apuntó un Enrique que resaltó como uno de los mayores problemas la precaria alimentación que reciben los presos.

 

Enrique se trajo desde Caracas a Camboya vía Dubái tres kilos de cocaína escondidos en repuestos para coches. Una osadía si tenemos en cuenta que lo traía en su equipaje de mano; y que ya en Dubái, como él mismo me explicó, le llamaron por su nombre: “Me metieron en una habitación y me revisaron de arriba abajo. Por suerte no encontraron nada. Pero nada más aterrizar en Phnom Penh cuatro policías me estaban esperando directamente para detenerme sin mediar palabra. Luego encontraron la droga y aquí estoy. Nueve meses en este infierno que con el paso del tiempo se hace un poco más llevadero”. Le ha caído un cuarto de siglo de vida entre rejas. Que para un tipo que ya tiene 54 años es una clarísima amenaza de muerte. “Lo peor al llegar fue la picazón que sufría. No podía parar de rascarme todo mi cuerpo, que estaba lleno de sarpullidos. A todo esto, las medicinas eran inaccesibles por caras y, además, no te hacían nada”. Al contrario que en las cárceles latinoamericanas, donde las bandas se imponen por medio de los cuchillos y las peleas, la prisión de Prey Sar es una balsa de aceite donde todos se llevan bien con un peligro adyacente: la insalubridad de un centro penitenciario que cada año se lleva decenas de vidas por delante. La tuberculosis se impone en unas celdas donde sanos y enfermos conviven los unos encima de los otros, en algunos casos triplicando la capacidad de las celdas, donde no existe la ventilación y el agua sigue sin ser potable, por mucho que la Cruz Roja haya hecho un esfuerzo por conseguir lo contrario. “Siempre fui una cabra loca, pero ahora, viéndome aquí por primera vez en mi vida, y con 54 años, quisiera decir a todos los peruanos que reciban este tipo de ofertas que nunca las acepten, ya que acabarán tirando su vida a la mierda”. Enrique reconoce que hizo, por 10.000 dólares, el doble de dinero, viajes como mula a Singapur e Indonesia, donde si le hubieran pillado hubiera sido sentenciado a muerte. La auténtica ruleta rusa.

 

A mi derecha, y escuchando la conversación con Enrique, tomó el testigo Helder Martel, de 31 años, natural de Tingo María, que también era taxista cuando decidió viajar cargado con 900 gramos de cocaína dentro de su cuerpo. “Te la comes un día antes de partir y rezas para que no se te abra en el estómago. Habría muerto”, apuntó un Helder que echa tanto de menos a su mujer y sus dos hijos que nuestro enlace, otro peruano residente en Camboya, le tuvo que traer una foto de su familia que se había bajado de la página de Facebook de su esposa. Por pasar la foto, otro dólar para el funcionario corrupto, que esta vez no dejó meter el pollo crudo por culpa de los crecientes casos de gripe aviar que ya han quitado la vida a siete ciudadanos camboyanos. Lo que nadie cuenta es que las enfermedades venéreas y la conjuntivitis son dos de las mayores dolencias en una cárcel donde bastantes homosexuales venden su cuerpo a cambio de unos dólares, esenciales para su supervivencia. Los profilácticos no existen. “La comida es pésima. Un poco de arroz hervido con tropezones de verdura. Incomestible. Yo le tengo que cocinar a los ricos para sacarme algo de plata y poder así comprar mercancía de calidad”, me dijo un Helder que, muy orgulloso, me repetía constantemente: “Soy de la selva”. “Ni a mi peor enemigo le desearía estar aquí. Éste ha sido el mayor error de mi vida”, sentenció un Helder al que se le humedecían sus ojos viendo la foto de su familia que, pasada de estraperlo, le valdrá para navegar con menos pena una larga travesía. En su caso le quedan todavía doce años de penurias. “Me sentenciaron a veinte años y ya llevo casi ocho. Espero que me reduzcan un año por una amnistía. La pena es que nadie nos apoya desde fuera: ni nuestros abogados ni las autoridades peruanas”. Luego me apuntó que una misionera peruana los visita una vez al mes, para darles ánimo y algo de comida. Lamentablemente esa señora acaba de ser destinada a otro país lejos de Camboya, por lo que los tres presos peruanos acaban de perder un excelente hilo conductor con una vida un poco más llevadera.

 

Perú no posee embajada en Camboya. Aunque sí la tenga en Tailandia, país fronterizo, la que les corresponde a estos peruanos encarcelados en la antigua Kampuchea es la de Malasia. Según Helder, “vienen una vez al año. Envían a un secretario que nos pregunta cómo estamos y nos hace muchas promesas. Pero luego no lo volvemos a ver hasta al año siguiente. La última vez que vino nos dio 100 dólares a cada uno, que nos ayudaron mucho para nuestra alimentación y aseo personal, pero no es suficiente”. La realidad es que el cuerpo diplomático peruano en Kuala Lumpur, capital de Malasia, tras conversación telefónica, me informó de que “la escasez de presupuesto hace imposible una ayuda más profunda”. Ese día del año en donde el empleado de la embajada peruana en Malasia y los tres presos se encuentran es el anterior o posterior al día 9 de noviembre, día en el que Camboya celebra su Día de la Independencia y los cuerpos diplomáticos correspondientes rinden pleitesía a la Casa Real y al gobierno de Hun Sen. “Nos gustaría que se preocuparan un poco más por nosotros. Sin ayuda estamos vendidos. Ellos sí pueden mediar con el Ministerio del Interior camboyano para que nos mejoren las condiciones, nos rebajen la pena o nos manden el resto de años que nos restan a nuestro país”, me dijo un Helder al que se le quebraba la voz al narrarme sus aspiraciones.

 

En una cárcel donde todo se compra –aparte del acceso al alcohol y a las drogas los más afortunados (y acaudalados) pasan los domingos con sus señoras en habitáculos privados que les preparan los corrompidos funcionarios– no podían faltar los teléfonos móviles que salvan algunos de los muchos momentos depresivos de unos reclusos que por medio dólar tiene un minuto en llamadas. “Si el teléfono es moderno lo podemos utilizar para enviar y recibir correos electrónicos”, me apunta Helder, obnubilado con la foto doblada de su familia –mi enlace tuvo que guardarla en el bolsillo trasero de su pantalón para pasar al presidio con la de connivencia de uno de los guardias–. “Si finalmente tengo que estar aquí la totalidad de los 20 años no veré crecer a mis hijos”, sentenció.

 

El último testigo lo tomó Rodolfo Otero, de Piura, 35 años, que lleva preso el mismo tiempo que Helmer Martel. “A él lo cogieron con los 900 gramos en el aeropuerto mientras yo lo esperaba con mi novia tailandesa en el hotel. El juez repartió la carga entre los tres y nos metió a cada uno 20 años. ¡Pero yo nunca tuve la droga encima!”. Rodolfo, conocido entre los suyos como Renzo, aparte de perder a su novia, que hace cosa de un año salió para Tailandia a terminar de cumplir su parte del castigo, sufrió un durísimo varapalo: su madre le visitó hace cuatro años con la idea de sacarlo de allí convencida de su inocencia. Pero lo que ocurrió fue que las trabas administrativas camboyanas, junto con la cantidad de dinero invertido entre funcionarios corruptos y abogados nefastos, casi la arruinan. Hoy, en Piura, espera desengañada a que la condena se cumpla –restan algo más de 12 años– y que su hijo Rodolfo vuelva a casa sano y salvo. “Yo era marino mercante en El Callao y mira dónde estoy ahora”. Rodolfo niega cualquier relación con la droga; y que aquel reparto del juez ha hundido su vida y la de su madre. Se queja: “Sólo salimos al patio un par de horas por la mañana y otro par por la tarde”. El resto del día lo pasa dentro de la celda, donde para ver la tele hace falta que alguno de los compañeros haya conseguido comprar una y meterla, además de sobornar al guardia para que no te corte la electricidad. “La comida es pésima. Comemos carne una vez por semana y algunos dicen que es perro. Por eso es necesario tener plata. Si no es muy difícil sobrevivir”.

 

La mesa que nos une también deja sitio para otros presos camboyanos y sus familiares. Los pájaros trinan y el sol aprieta de lo lindo. Entonces Enrique, el mayor en edad, aunque el que menos tiempo lleva en prisión, advierte con cara de preocupación: “Ya vuelve el calor extremo. Y eso quiere decir que la época de lluvias está al caer. Los mosquitos nos comerán –el dengue y la malaria son riesgos cotidianos–, las celdas se encharcarán, y no nos dejarán salir a pasear”. Porque cuando llueve, y en Camboya es usual, los presos se mantienen hacinados durante días hasta que escampa, en lo que debe ser lo más parecido a la claustrofobia continua.

 

Una de las mayores preocupaciones de Enrique, Helmer y Rodolfo son las horas muertas. Mientras en muchas cárceles del primer mundo el tiempo recluido se intenta utilizar para reconducir vidas, estudiando carreras, leyendo libros o trabajando, en Prey Sar, La jungla blanca, no hay acceso a ningún tipo de divertimento. “A veces jugamos al ajedrez o vemos la tele. Pero nos aburrimos muchísimo. Yo he aprendido inglés y algo de tailandés, hablando con otros presos nigerianos y de Tailandia. Pero el tiempo se nos hace larguísimo”, apuntó un Helmer, que tras estrechar mi mano, se despidió por orden del funcionario que nos avisó de que ya habíamos cumplido nuestra media hora de visita. Evidentemente, y a cambio de unos dólares, la podríamos haber extendido durante todo el resto del día.

 

Seis barras de pan, una bolsa de papa seca y un par de paquetes de ají molido –aparte del pollo que finalmente tuvieron que cocinar en un negocio cercano a la prisión para poderlo meter en ella– fueron el obsequio que mi enlace y yo les dejamos, intentando que ese infierno se les haga un poco menos doloroso. Mientras, esperan que sus penas se revisen, se rebajen o se conmuten por años en un presidio peruano donde sus familiares podrían proveerles del aliento, el dinero y los abogados necesarios que en Camboya directamente son una entelequia. “Fuimos engañados por ignorantes. Si pudiera, volvería atrás en el tiempo. Quiero ser una persona normal”, remató Renzo, que se perdió entre la nube de presos que volvían a sus atestadas celdas bajo un sol de justicia en una cárcel donde la injusticia es el pan nuestro de cada día.

 

 

 

 

Joaquín Campos (Málaga, 1974) lleva residiendo en Asia desde 2007: primero China y ahora Camboya. Escribe, cocina y viaja. En FronteraD ha publicado Poipet: Pequeño apocalipsis jemer. El golpe de Estado en Camboya provoca un éxodo camboyanoSam Rainsy, bombero pirómano: “Existen posibilidades realies de una guerra civil en Camboya”La ayi de mis sueños, lo sueños de mi ayi china y Srey Pech, actualización camboyana del arca de Noé, mantiene el blog Aspersor, un ídolo de masas, y la novela por entregas Doble ictus. En Twitter: @JoaquinCamposR 

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