Recuerdo un comentario de mi maestro, Domingo Ynduráin, a propósito del episodio de los galeotes de El Quijote. Don Quijote se encuentra una recua de hombres encadenados, pregunta quiénes son y recibe la famosa respuesta: «gente forzada del rey, que va a galeras». Don Quijote se asombra de que el rey pueda tener a «gente forzada». Su asombro es absurdo tomado de forma literal, ya que es evidente que en el sistema judicial de la época existían los trabajos forzados y cosas mucho peores aún, pero el asombro de Don Quijote tiene un significado simbólico. Porque cuando él piensa en el rey no piensa en el monarca de ese momento, sino en un rey ideal, el rey ideal y legendario de las historias caballerescas que tanto ama. Comentaba Ynduráin (si es que yo recuerdo bien) que este episodio nos daba una de las claves de la novela, ya que revela la nostalgia por el tiempo perdido. La nostalgia de «los buenos tiempos del emperador», decía Ynduráin.
Y es que los libros frecuentemente no reflejan lo que sucede, lo que existe, sino lo que no existe, lo que se añora.
Mi segundo ejemplo es más moderno. Se trata de una novela fantástica, El señor de los anillos. Tolkien se engolfó en la construcción de su mundo mágico lleno de elfos, trolls, duendes, ogros y enanos, hechiceros, ejércitos de muertos vivientes, magia y fantasía a su regreso de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Allí, en el barro y el frío y el miedo constante sufrió los efectos del gas mostaza y vio morir a amigos entre sus brazos. Pero su respuesta a los horrores de la guerra, eso que para muchos sería el epítome de lo que llaman «realidad» (y que, quien sabe por qué, siempre es algo odioso) no fue una novela de guerra, sino una novela de magia situada en un país remoto de un mundo sin conexión alguna con el nuestro. Sin embargo, el tema de El señor de los anillos es la guerra. Es una guerra donde distintas razas realizan una alianza (la «Comunidad del anillo») para luchar contra un poder oscuro que cuenta una historia, precisamente, llegada de Alemania. Ya que es bien sabido que la principal fuente de inspiración de Tolkien fue El anillo de los Nibelungos de Wagner.
He aquí nuestra segunda reflexión: con frecuencia los autores se ven obligados a recurrir a la fantasía o a la ciencia ficción para poder expresar con mayor exactitud la realidad.
El tercer ejemplo es aún más moderno. Creo que todos hemos leído El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Este es un maravilloso relato que habla de las tribulaciones de un adolescente que se escapa de su colegio para ir a la ciudad de Nueva York, de las relaciones con su hermana y de sus anhelos e ideales juveniles. Es un libro tocado con una gracia y un encanto especial, la gracia y el encanto de la adolescencia. Todos lo hemos leído pero pocos sabemos que Salinger lo escribió cuando estaba en la guerra, en en norte de Francia, y que la composición del libro se vio interrumpida por el desembarco de Normandía y los horrendos meses de carnicería que siguieron.
La tercera reflexión sería, pues, que muchas veces las personas que experimentan los aspectos más espantosos y horrendos de la existencia los evitan meticulosamente en su escritura.
¿Qué es la escritura, un espejo o una lámpara? ¿Un espejo que refleja o una lámpara que ilumina? Muchas veces no es más que esas canciones que cantamos cuando estamos en un lugar oscuro o amenazante, esas canciones que cantamos para no tener miedo.