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AcordeónTres vidas de Chernóbil y una misma pregunta

Tres vidas de Chernóbil y una misma pregunta

La mañana del 26 de abril de 1986 empezó como tantas otras en la vida del ingeniero Alexey Breus. En la cocina de su casa de Prípiat, a dos kilómetros de Chernóbil, desayunó una taza de café y cogió el bus de las siete para llegar a la central nuclear, como hacía siempre. Sólo cuando estuvo delante del reactor número 4, destrozado y abierto en canal, se dio cuenta de la explosión de esa madrugada. Breus creyó que todo estaba perdido.

 

“Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?”, pensó.

 

La Unión Soviética movilizó a los liquidadores para mitigar los efectos de la catástrofe. Constantin Gonta era un militar especializado en contaminación química y atómica cuando lo destinaron a Chernóbil. Tenía 30 años y sintió que se le escapaba la vida. Lo que más miedo le daba era que su experiencia sexual se acabara de repente. El aparato genital es uno de los puntos más vulnerables a la radiación. 

 

“Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?”, pensó.

 

En la región bielorrusa de Buda-Koshelevo, a 150 kilómetros de Chernóbil, el cielo se tiñó de nubes oscuras, descargó tormentas magnéticas y arreció lluvia amarilla. La radiación apareció después y con ella la caravana de personas que se desplazaban desde las zonas más contaminadas. Valentina Smolnikova, pediatra local, pensó en seguir los pasos de sus compañeros y marcharse con sus dos hijos. Su conciencia y su deber profesional la frenaron. 

 

“Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?”, pensó.

 

Breus, Gonta y Smolnikova sintieron que no tenían otra salida, que no había más remedio. Tenían que trabajar para reducir los efectos de la explosión, para que la radiación no se extendiera, para curar a miles de niños enfermos.

 

Por eso Breus se enfundó un insuficiente traje blanco y un respirador, tomó una pastilla de yoduro de potasio e irrumpió en el reactor. “Sentí que la expresión tener los pelos de punta era mucho más que una metáfora”, recuerda. Superó cientos de escombros; pasó por salas inundadas y semidestruidas; caminó bajo bloques de hormigón que colgaban amenazantes del techo; esquivó el fuego, las cañerías rotas, los chorros de vapor hirviendo, los cables eléctricos. Respiró humo acre y polvo radioactivo con un único objetivo: llegar a la sala de control para enfriar el reactor. 

 

En el corazón del reactor resquebrajado encontró tanto silencio que podía escuchar el impacto de los zapatos de plástico con el suelo. De pronto le invadió una euforia excesiva, se creía capaz de todo, y sufrió una distorsión del tiempo: cada treinta minutos le parecían cuatro horas, pero la radiación y los esfuerzos vanos transformaron la euforia inicial en náuseas e impotencia.

 

Los trabajadores probaron todos los métodos para enfriar el reactor: abrir manualmente el flujo de agua, gastar las reservas de agua, usar el agua del río… Nada funcionó.

 

Tras ocho horas, Breus aceptó que el daño era irreversible y pulsó el botón del control remoto por última vez. Al quitarse el uniforme se fijó en su cuerpo bronceado, quemado por los 120 Roentgen (Rem) de radiación que había absorbido durante su turno. La Unión Soviética sólo permitía una exposición de 5 Rem al año. Una exposición de 100 Rem produce enfermedades por radiación aguda. A Breus no le pasó nada.

 

Tuvo mucha suerte. Por los efectos de aquel día murieron 31 trabajadores, entre bomberos, operarios y personal de rescate, la mayoría de ellos debido a la radiación. No le tocó a él.

 

Por eso Gonta trabajó dos meses y medio limpiando el reactor y midiendo la radiación de todas las máquinas técnicas y militares que entraban y salían del perímetro de 30 kilómetros de la central. Las unidades que rebasaban el nivel máximo, así como todos los objetos radioactivos, eran amontonadas y enterradas.

 

Durante ese tiempo vivió en una tienda de tela con tres compañeros. Ellos mismos se tuvieron que confeccionar sus colchones. Realizaban jornadas de dos horas y luego se reunían para hablar de sus vidas, de sus familias y de sus cosas. De todo excepto de Chernóbil.

 

“Como en la guerra, es mejor ver al enemigo. Pero no puedes ver la radiación, es invisible”, dice. Algunos de sus compañeros se olvidaban de ella y se quitaban las mascarillas, comían frutas y verduras de la zona o miel de colmenas salvajes. Luego caerían enfermos.

 

Cada día le sorprendía ver los pueblos vacíos y abandonados a la carrera, las ventanas tapadas, los animales campando a sus anchas en busca de comida. Le emocionaban los abuelos que, a pesar de todo, permanecían en sus casas. Ellos decían que no querían cambiar de vida, que si iban a morir pronto preferían hacerlo allí. A Gonta, por el contrario, no se le pasaba por la cabeza que fuera a volver a casa. Para él cada día era como un año interminable.

 

A los dos meses y medio Gonta llegó a los 25 Rem de contaminación, el límite que podían consumir los liquidadores y con ello el billete de vuelta a Chisinau, con su familia. Él retornó siendo el mismo, tanto física como psicológicamente, pero la sociedad había cambiado.

 

Por eso Smolnikova se quedó con los casi mil niños enfermos de Buda-Koshelevo. Los visitaba en sus casas y los examinaba en clínicas móviles en horarios extremos y con recursos limitados. Ella lo resume así: “Una vez eres médico, siempre vas a ser médico”.

 

Cuando el reactor 4 explotó, el viento soplaba en dirección al norte, hacia Bielorrusia. Sólo en este país cayó entre el 60 y el 70% de los radionúclidos contaminando una quinta parte de los campos de este territorio especialmente agrícola.

 

La pediatra estaba tan ocupada que no podía pensar en nada más que en sus pacientes. “Los niños llegaban sin sus padres, sin sus tierras, sin sus casas, sin sus escuelas. Sin futuro. Sentí una gran aflicción, es difícil recordarlo”, dice.

 

Las primeras pruebas de sangre dieron resultados desoladores: todos los niños habían padecido cambios en la sangre debido a la radiación. Eso la deprimió. Tuvo que aprender a reconocer los síntomas y a diagnosticar las nuevas enfermedades, como el cáncer de huesos o de piel.

 

La vida de la pequeña región cambió. A la población se le hacía difícil acostumbrarse a las estrictas normas higiénicas. Tenían que cerrar las ventanas y recubrirlas con papel así como limpiar diariamente su ropa y sus zapatos. No podían comer las piezas de fruta y verdura que crecían en sus jardines, las que siempre habían comido. Los niños no podían estar mucho tiempo en la calle y estaba prohibido usar los objetos que estuvieran en el suelo. Todo eso no era normal, pero la vida en Buda-Koshelevo nunca ha vuelto a ser normal.

 

Como tampoco lo volvió a ser para Breus, Gonta y Smolnikova. La misma pregunta: ¿qué otra cosa podía hacer? Definió sus futuros hasta convertirlos en las personas que son hoy.

 

Desde el 26 de abril de 1986, Breus ha defendido las decisiones de los operarios enfrentándose a la historia oficial y a la censura. “No podía aguantar que el sistema de propaganda soviético culpara a los trabajadores. Eso es rotundamente falso”, explica.

 

El reactor había explotado a causa de un test en el que todo salió mal. La potencia del reactor aumentó extremadamente rápido y el núcleo del reactor se sobrecalentó hasta estallar.

 

Las responsabilidades aún no están claras, pero la versión oficial apunta a fallos humanos entre la cadena de hechos fatales. Gonta, por ejemplo, así lo cree. Breus lo niega y argumenta que las medidas que fallaron no habían sido correctamente instaladas. Hasta después de la catástrofe, dice, no se empezaron a poner en práctica de forma eficaz. Se trata del diseño perfeccionado de los botones de control y del reactor, las correcciones del dispositivo de margen de reactividad operativa o la velocidad de parada de emergencia del reactor.

 

Antes no pudo contarlo. La KGB le impidió revelar información sobre la explosión. El primer punto de la lista de tabúes era guardar silencio “acerca de las verdaderas causas del accidente de Chernóbil”. Los periódicos ucranianos no le dejaron cubrir este tema y una editorial le comunicó que estaba prohibido hablar sobre ello.

 

Breus se tomó un café por la mañana, se jugó la vida durante el día y se ha pasado treinta años defendiendo la inocencia de sus compañeros, que también es la suya.

 

Cuando Gonta llegó a casa con su mujer y sus dos hijos las cosas habían cambiado para siempre. “Mi esposa me preguntaba: ‘y qué, ¿ahora me vas a contaminar a mí?’. ‘No seas tonta, joder’, le respondía. ‘Yo he ingerido el polvo nuclear. No puedo contaminarte a ti’”, recuerda.

 

Pasaron varias discusiones, visitas a médicos, análisis clínicos. Un doctor dictaminó: ella no te va a entender jamás. Gonta y su mujer se divorciaron.

 

Gonta no osó confesar que había estado en Chernóbil a casi nadie. No quería portar esa etiqueta, ni ser señalado, ni dar lástima a nadie.

 

Como él, tantos otros. Aquellos héroes se convirtieron en víctimas de algo más injusto que la radiación: el ignorante rechazo social. “Una de cada tres familias de liquidadores de la central se rompió. Muchos compañeros perdieron toda esperanza y no pudieron rehacer sus vidas. Algunos de ellos, incluso, ahogaron sus penas en alcohol. Entre nosotros hablamos de estos problemas, pero normalmente no los contamos”, dice.

 

La cifra total de liquidadores se acerca a las 600.000 personas, un tercio de las cuales trabajaron en la central nuclear. Es una incógnita cuántos de ellos murieron por los efectos de la radiación, pero se cuentan por varios miles. Muchos más quedaron discapacitados.

 

Gonta decidió mirar hacia delante. “Estuve mal, pero yo no me quedo con los brazos cruzados. Hay que avanzar, moverse y no esperar a la muerte”.

 

Él ha rehecho su vida. Lleva 21 años casado con su mujer actual, con la que tiene un hijo. Los tres viven felizmente en Santander.

 

Mientras tanto, la población de Buda-Koshelevo sigue sufriendo los efectos de Chernóbil. Desde 1986, Smolnikova ha supervisado los cambios que se han producido en la salud de los niños en su región. En sus estudios destaca que actualmente sólo el 10% de los bebés nacen totalmente sanos, mientras que los problemas oncológicos han incrementado drásticamente, como el cáncer de tiroides, el renal o los tumores cerebrales. Asimismo han aumentado las anomalías congénitas, la leucemia, los problemas oculares, la hipertensión…

 

A pesar de vivir en un terreno contaminado, las parejas de Buda-Koshelevo deciden tener muchos hijos. Quién sabe cuántos se pondrán malos y no llegarán a viejos.

 

La pediatra hace todo lo posible por concienciar a estas familias, pero la gente está cansada de mirar atrás, de vivir con miedo. Prefieren ignorar los riesgos. Además, cada vez que intenta exponer su información choca contra el muro del Estado. “El gobierno tiene miedo de hablar de Chernóbil. Prefiere olvidar lo que pasó y silenciar lo que sucede”, explica.

 

Smolnikova envía niños de su provincia a pasar temporadas de salud en otros países. Una de las organizaciones de referencia es Osona amb els Nens. Esta ONG acoge a los que están bien, es decir, niños que no tienen ninguna enfermedad pero que en sus cuerpos albergan altos niveles de radiación: cesio, yodo y estroncio. En estancias de tres meses expulsan un 43% del cesio por la orina y el sudor. Al volver a Bielorrusia lo recuperan, aunque no en tanta cantidad.

 

Los niños están condenados a convivir con la radiación de su región contaminada. Por eso a Smolnikova le gustaría que nadie viviese en esta tierra de la que no crece nada puro. “Nunca podremos vivir como antes ni ser tan felices como lo fuimos”, lamenta. Sin embargo, ella sigue viviendo en Buda-Koshelevo, junto a los niños enfermos, expuesta a la contaminación que afecta a su organismo. ¿Qué otra cosa puede hacer?

 

Tras una vida marcada por la catástrofe nuclear, Breus, Gonta y Smolnikova, a pesar de tener opiniones distintas sobre la energía atómica, coinciden en que otro Chernóbil puede suceder.

 

Breus forma parte del grupo artístico Estroncio-90, que nació tras la catástrofe. Las obras pictóricas del ex ingeniero hacen hincapié en los peligros de la energía atómica con una mirada humanista y ecologista. De esta manera pinta su punto de vista: “La razón principal del desastre de Chernóbil es el desequilibrio entre la alta tecnología que la humanidad se esfuerza por dominar y el nivel de espiritualidad de las personas”.

 

Gonta ha continuado con su vida, pero cuando busca una palabra para definir sus recuerdos encuentra el término “amargo”. Desea que nadie, en ningún sitio, tenga que pasar por lo mismo que él ha pasado. Sin embargo, cree que la energía nuclear es buena, pero insiste que, sin control, puede volver a ocurrir una catástrofe similar.

 

Smolnikova apuesta por encontrar una vía distinta a la energía atómica y hace un llamamiento: “Me gustaría que, treinta años después, gente de otros países reflexionaran sobre el accidente que tanto nos ha afectado. Hay muchas centrales en Europa. Quiero que entiendan que también les puede pasar a ellos”. Desde su experiencia personal, concluye: “Sólo la guerra es peor que el impacto de esta energía”.

 

Entonces, si volviera a ocurrir, otras personas se plantarían ante una nueva catástrofe nuclear y se preguntarían: pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? Y sus vidas cambiarían para siempre.

 

 

 

 

Álvaro Palomo (Barcelona, 1992) se define como un periodista que intenta dedicarse al periodismo. Coordina publicaciones para el Institute for Cultural Relations Policy de Budapest. Anteriormente ha colaborado con La Vanguardia. En Fronterad ha publicado El sitio de la memoria. Los esfuerzos de Orbán por blanquear la historia de Hungría.

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