Claro que sí, tienes razón; hay muchísimas formas de leer La casa limón, de ir haciendo un patrón de bordado sobre fondo de color, como los que estos días me ha enseñado mi madre que hacía en el colegio. Discúlpame la rima interna, me la permito cuando ando juguetona, y es el caso.
Pero a lo que iba: mira, toma bastidor, aguja e hilo y marca tres puntos amarillos en forma de triángulo: arriba, para empezar, das una puntada en La casa limón, esta primera novela de Corina Oproae de la que te quiero hablar; otra punzada la das sobre Iris Wolff (la escritora alemana de origen rumano de la que te he estoy hablando tanto últimamente; ¿se animará alguien a traducirla al castellano?); en el tercero, marcas nuestro Léxico familiar, de Natalia Ginzburg. ¿El color del hilo? ¿Gris, negro? El color de esa sombra que sirve de trasfondo en cada una de ellas: la de Ceaușescu en las dos primeras, la de Mussolini en la tercera. El gris de esas “cajas de cerillas” a las que se muda la familia cuando el monstruo devora su casa limón.
El monstruo, sí. Así aparece el régimen en la novela de esa niña a quien el exterior llega en ráfagas de miedo, susurros, palabras entredichas y silencios, y que se condensa en esa escena en que ella observa perpleja junto a sus padres cómo una excavadora derriba su casa, cómo “el monstruo devora su casa limón” (pintada del color del cítrico) para llevarlos a “una caja de cerillas”, uno de los nuevos bloques de edificios de la arquitectura filosoviética. El monstruo devora la casa. El régimen devora la individualidad. Sí, qué buena memoria, también Wolff lo representa así en su obra, aunque no exactamente como un monstruo, o tal vez sí si los dragones son eso: en Wolff se huelen los restos del fuego de un dragón, se sienten los coletazos o se percibe la sombra de la bestia voladora (como en las ilustraciones de esa joya de Shaun Tan que es Inmigrantes, cierto). Me cautiva la precisión de esa alegoría para retratar lo abyecto.
Te puedo contar La casa limón también dando punzadas en su lenguaje familiar, sus silencios, susurros y entredichos: lo ominoso alrededor de la palabra Securitate, las palabras del padre incomprensibles para la niña: “es porque todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros”; las palabras aborto, embarazo o resistencia, la palabra soplón, la palabra locura, la palabra tristeza que todo lo empapa como un caldo aguado e insípido en el que solo se flota con la imaginación. Puntada en el silencio en el que se va sumiendo el padre. Sí, yo también pensé que podía pensarse en una relación causa-efecto entre su disidencia y su demencia, pero este bordado es demasiado complejo para la línea recta. En fin, puedes dar punzadas en cada uno de los términos de ese lenguaje familiar: estás a salvo mientras no sepas lo que significa Securitate, igual que cuando las cosas se ponen feas en la familia de Ginzburg, la palabra clave es “comprometedor”. Palabras como pistas para trazar el camino hacia la aprehensión de lo exterior.
Puedes hacer puntadas y patrones cruzados, porque en esta novela en pasado imperfecto las circunstancias se superponen como las olas se absorben o los animales se agarran de la cola para darse la vuelta, en un tiempo que no corre en paralelo al de los adultos. El tiempo de la casa limón es el tiempo de la infancia, de la memoria y del recuerdo, caprichoso y trompicónico (permíteme la acuñación, dale). En esta Bildungsroman la niña atraviesa ritos iniciáticos como el de adentrarse sola en el camino del campo desde la casa de los abuelos a la del tío, en una variación de la entrada en el bosque de la niña púber; el descubrimiento del deseo y la adherencia de un desasosiego viscoso; o el de cada uno de los juegos con el padre antes de empezar este a perderse en el bosque oscuro de su mente (¿hay juego más hermoso e íntimo que el de adivinar los pensamientos de otro y acertar?).
Podría contarte la historia también como en un juego triste de la oca, tirando el dado de muerte en muerte: de la primera a la última; con cada pérdida, un paso más cerca de la madurez. O podríamos jugar a una oca rota de color violeta: por cada casilla dedicada a un embarazo no deseado y su aborto clandestino, levantaríamos el puño y pondríamos las dos manos juntas en alto, juntando los pulgares y los índices en forma de matriz. Sí, haz otro patrón que una las vidas destrozadas de mujeres sometidas a operaciones insalubres y despiadadas. Otro hilo morado que recorre el tapiz.
La última frase de Die Unschärfe der Welt, la novela de Iris Wolff que tanto me gusta, dice “la mirada del mago es la mirada del público”. Allí donde el mago dirige su mirada, allá nos hace mirar a todos, y hace sus trucos de manos en un lugar alejado de aquel donde toda esa fuerza se concentra. Pues bien, la mirada de Oproae en La casa limón te dirige claramente a la imaginación fértil de esa niña que está dejando de serlo; te lleva de la mano de su pensamiento mágico y poético y no puedes quitar los ojos de ese terreno fértil y exuberante. Leemos la vida a través de sus trances o raptos, que se convierten en visiones de una belleza y un vuelo lírico solo comparables a los poemarios anteriores de la poeta Oproae, y que nos sumen en el más puro gozo estético.
Y claro, creemos a pie juntillas en la verdad de sus visiones y sus sueños, que encapsulan la realidad y la dibujan en ese inconsciente desbordante de explosiones líricas. Miramos ahí, hipnotizados, hacia ese pensamiento mágico que genera la convicción de que la fuerza del pensamiento puede provocar cambios en el exterior, curar y provocar enfermedades, como la del propio padre. Solo a medida que va creciendo y desprendiéndose de este pensamiento mágico vamos sabiendo que esos trances infantiles, esas explosiones líricas, esos raptos visionarios, son en realidad el producto de una reacción alérgica o de un exceso de fiebre. Por eso arriesgaba contigo aquella noche que tal vez el talento para la poesía consista en no sustituir ese pensamiento mágico, prelógico, por ese otro lógico y científico, sino en ser capaz de fluir entre esos dos sistemas porosos, que en lo más alto acaban tocándose.
¿El padre? Sí, de nuevo el padre. Sí, de veras. Es que la relación padre-hija en la novela es un estudio en profundidad de lo libre y lo íntimo. Él encarna el juego y el librepensamiento, y al mismo tiempo la muerte de todo ello a manos de un sistema que lo achata todo con su épica hueca. No pude evitar pensar en el padre de Marguerite Yourcenar, de Aurora Leigh, de Maria Tsvetáyeva a través de la mirada de ellas, en las muchas manifestaciones de esa presencia clave en la infancia de mujeres de letras. Este padre que es pura presencia y va tornándose ausencia; que pasa de saberlo todo a no ser capaz de nombrar los objetos cotidianos; de ver el régimen desde fuera a ser absorbido por él.
En fin, sí, tienes razón, muchos patrones entrecruzados, pero voy al principal, claro: ese castillo de libros bajo la mesa del salón en su “caja de cerillas”. Ese lugar que es refugio y símbolo de la cavidad en la que se aloja el arte con su capacidad de salvarnos del monstruo y de lo gris, del olvido y los silencios, de la violencia omnipresente y de la angustia de la vida. Ese refugio donde una niña como nosotras cultiva su imaginación de futura estudiosa de filología y, tal vez, de escritora. Pero esa será tal vez, como diría Michael Ende, otra historia.
La casa limón, de Corina Oproae,ha sido publicada en España por Tusquets.