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Tribulaciones de un español en China

 

Los antiguos chinos pensaban que la tierra era cuadrada y que estaba recubierta por una enorme bóveda celeste. Ellos eran, por tanto, y así se denominaban, “el país central”. Cualquier templo budista chino está custodiado por cuatro guardianes que exhiben sus armas y sus atributos con fiereza: el del Norte, el del Sur, el del Este y el del Oeste. Desde que los Zhou, después de las primeras dinastías difuminadas por la leyenda, condujeron a su pueblo hacia Oriente, los chinos se fueron aposentando, orgullosos, en su paraíso, los fértiles valles del río Amarillo y del Yangtsé. Brotaban centenares de fuentes en una inmensa y generosa llanura con abundantes árboles frutales y suaves colinas. Confucio, en los últimos años de los Zhou, formuló las reglas, preceptos y rituales que constituyen el sustrato de las costumbres y el germen de la cultura. Según los analistas, la principal seña de identidad del actual líder chino, Hu Jintao, es la vuelta al confucionismo como respuesta al equilibrio imposible entre el discurso comunista oficial y el frenético desarrollismo capitalista que exhibe el país.

 

La convivencia de estas dos fuerzas que se repelen o deberían repelerse es lo primero que intriga al viajero ocasional embarcado en un viaje turístico. Lo segundo es lo poco que conocemos de la milenaria civilización china, asentada y próspera cuando todavía Grecia no soñaba con la democracia. Un vistazo a la página en español dedicada a China de la Wikipedia resulta desolador y obliga a buscar otras fuentes y a fijarse mucho más en lo que ven los ojos.

 

Tras la llegada a Pekín (la RAE recomienda el término en vez del extendido Beijing), la primera escala obligada es la plaza de Tiananmen, la más grande del mundo, apuntan los guías, con 440.000 metros cuadrados de superficie, en realidad un enorme cuadrilátero de aspecto más soviético que chino aunque linda con la Ciudad Prohibida y con el mausoleo que contiene los restos embalsamados de Mao, una atracción muy visitada por los madrugadores chinos y apenas frecuentada por los occidentales. La plaza es conocida por las protestas (o la “matanza”) que tuvo lugar en junio de 1989 y causó un número indeterminado de víctimas que algunas fuentes de nuestro entorno sitúan entre 400 y 800 muertos, pero para los chinos que enseñan la plaza no sobrepasaron la veintena, la mayoría de ellos estudiantes que persistieron en la huelga de hambre. Precipitadamente se interpretó lo acontecido a finales de los ochenta en Tiananmen como el canto de cisne de otro régimen comunista. Pero China tiene sus propias claves y el insólito modelo político no solo sobrevivió sino que camino está, veintidós años después, de convertir al país en la primera potencia económica del mundo. No es el único error de apreciación desde el otro lado del mundo: los chinos comentan que cuando Hong Kong volvió a su soberanía, en 1997, la revista Time auguró que la ciudad estaba perdida, pero diez años después la misma revista tuvo que reconocer que, bien al contrario, había progresado.

 

En agosto de 2008, una ceremonia de exaltación de la tradición cultural china conducida por el cineasta Zhang Yimou inauguró los XXIX Juegos Olímpicos de la Era Moderna. China encabezó el medallero y presentó su candidatura para liderar el siglo XXI con su propio modelo económico. Las predicciones, según las cuales la libertad de comercio y el acceso al consumo de nuevas clases sociales comportan necesariamente una reivindicación de derechos y libertades individuales, fallaron una vez más, y la comunidad internacional se aprestó a aplaudir el desfile olímpico del gigante asiático sin fisuras. ¿Alguien se acuerda de  Taiwan?

 

Por si acaso, el problema de las posibles reivindicaciones o protestas está resuelto en la  plaza de Tiananmen de forma taxativa: está blindada. Para acceder hay que pasar controles policiales y se cierra tras la ceremonia del arriado de bandera, cuando se pone el sol, a la que asisten muchos curiosos. La visita a Pekín incluye un vistazo a los edificios más emblemáticos de las Olimpíadas de 2008: El Nido de Pájaro y El Cubo de Agua. El autobús busca la mejor perspectiva y se detiene para saciar el ansia fotográfica de los turistas ante la puerta del hotel Pangu, uno de los cuatro únicos y exclusivos establecimientos de siete estrellas repartidos por el mundo (los otros tres están en Dubai, las islas Fiji y el corazón de Milán). Ningún signo exterior delata su existencia (el lujo se repliega hacia dentro) y solo se aprecia a los operarios que colocan infatigables en las esquinas de la plaza las banderas rojas para conmemorar el aniversario del establecimiento de la República Popular China por parte de Mao Zedong el 1 de octubre de 1949. Coincide con otra fiesta, la de la Luna, que este año cae un día antes, por lo que los chinos se aprestan a disfrutar de un largo y merecido puente de ocho días. No se celebran desfiles ni discursos, como hace unos años. “Tenemos que concentrarnos en la economía: no podemos perder tiempo con la política”, dice un chino que trabajó en el consulado de Barcelona, una frase que suscribiría cualquier político español.

 

La Ciudad Prohibida, majestuosa, contrasta con la voluptuosidad del Palacio de Verano, a unos 12 kilómetros del centro, un extenso parque de 300 hectáreas construido a mediados del siglo XVIII. Está a orillas de un lago artificial en forma de melocotón (de nuevo la desmesura china) y era el refugio favorito de la legendaria emperatriz Cixi, que accedía por un canal, pero solo cuando los lotos estaban en flor para embriagarse con su perfume. Cixi, según cuentan, mandaba preparar noventa platos para olerlos y otros noventa para probar algún bocado. Es, en realidad, el último miembro de la estirpe de los emperadores, teniendo en cuenta el destino fatídico que le correspondió a su sobrino Guangxu y el trágico de Pu Yi. Este “jardín de los jardines”, como le denominan aquí, fue destruido y saqueado por las tropas expedicionarias francesas e inglesas durante la Segunda Guerra del Opio, en 1860, y de nuevo en 1900, durante la Guerra de los Boxers, con lo cual los chinos lo consideran un símbolo de la agresión extranjera.

 

La Gran Muralla se construyó en diferentes fases para aislar al “país central” de los codiciosos “demonios”, como denominaban a sus vecinos del norte y del este. Se conserva una tercera parte de los cerca de 9.000 kilómetros que llegó a tener (desde el desierto del Gobi hasta el mar) y los enclaves turísticos están atestados, sobre todo de visitantes locales, que buscan la sombra de las torres. Jamás fue eficaz en su función defensiva. “La robustez de una muralla”, dijo Gengis Khan, “depende del valor de quienes la defienden”. La Gran Muralla corona el más puro paisaje chino, serpenteando por las montañas de intensas tonalidades verdes. En contra de lo que se dice, no es visible desde la Luna, pero sí es la única obra humana que puede distinguirse desde el espacio.

 

Pese a su brevedad, la dinastía de los Quin (se pronuncia ‘chin’; de aquí proviene el nombre de China), tras el desmembramiento de los Zhou, fue fundamental para la evolución del país. Sanguinarios y crueles, los Quin impulsaron la Gran Muralla y lograron la unificación y consolidación del imperio. Establecieron la administración centralizada, la moneda y los caracteres de la escritura corriente; hasta la longitud del eje de las ruedas de los carros, esencial para el desarrollo de las comunicaciones. Los famosos guerreros de terracota de Xian custodian la tumba del primer emperador Quin, que murió en el año 210 a. C. Se conservan en su emplazamiento original, protegidos por una enorme nave que contiene más de 6.000 guerreros, una buena parte aún sin desenterrar ya que se quiere desarrollar alguna técnica que permita conservar los restos de policromía que se pierden por la oxidación al contacto con el aire. Cada uno de los guerreros (hay también oficiales, carros y caballos) tiene sus propios rasgos y se cree que eran representaciones de personas reales: un prodigioso retrato de la sociedad de la época.

 

Unos campesinos de la localidad, cavando un pozo para paliar la sequía, se dieron de bruces con la cabeza de un guerrero en la primavera de 1974. Echaron a correr gritando que habían despertado a los espíritus del infierno y que caería una gran maldición. En una de las tiendas de souvenirs del complejo arqueológico, el último superviviente de estos campesinos se esconde tras las gafas de sol o se tapa la cara ante la riada de turistas que le aplauden e intentan fotografiarle; mediante la entrega de un billete de veinte yuanes (unos 2,5 euros), posa resignado. Sin duda la peor maldición de los dioses.

 

Xian, sin embargo, es una ciudad próspera. Tiene ocho millones de habitantes y recibe, gracias a los guerreros, seis millones de visitantes al año. Como en otras ciudades chinas, en las afueras hay un enjambre de torres de viviendas en construcción. Se escuchan cifras contradictorias, pero el ascenso de una clase trabajadora urbana desde el campo es patente: puede ser ya de unos 400 millones de personas. Durante la década de los noventa, se construyó cada día un edificio de ocho pisos en China. Xian cuenta con un interesante barrio musulmán y una mezquita, vedados al turismo extranjero estos días por las protestas de los islamistas a propósito del vídeo contra Mahoma difundido en Estados Unidos. Es la constatación de que vivimos en una sociedad global donde cualquier suceso surte efectos inmediatos al otro lado del mundo, así como de la resolutiva actuación de las autoridades chinas.

 

Dando un respiro al consumo, la expedición recala en algunos refugios espirituales. El templo del Caballo Blanco (Baima Si), cerca de Louyang, es la cuna del budismo, que llegó desde la India a comienzos de la era cristiana. En el año 65 d. C., el emperador Ming, de la dinastía de los Han, según la leyenda soñó con un hombre de oro, al que se identificó como Buda. Destacaron una expedición, que volvió con distintos escritos y un retrato de Sakyamuni (el nombre chino de Buda) a lomos de un caballo blanco. La dinastía Han, que sucedió a la de los Qin, convirtió al país en una potencia oriental y rigió sus destinos durante más de cuatrocientos años. Pero la visita al templo del Caballo Blanco es rápida y precipitada; no así la del monasterio de Shaolin, que adoptó desde su fundación en el siglo V un decidido espíritu marcial muy evocador para los que crecimos viendo la serie Kung fu. Ni el desfile de las formaciones de jóvenes monjes postulantes ni el espectáculo turístico consiguen despertar más que una sonrisa, aunque es notable el único rincón que escapa al comercialismo: el bosque de pagodas que recuerda, según su altura, la virtud de los antiguos monjes. Sí es imprescindible, sin embargo, un paseo por las cuevas de Longmen, cerca de 2.000 grutas y más de 10.000 estatuas entre las que destaca una colosal figura de 17 metros que se modeló a partir de la efigie de la emperatriz de enigmática sonrisa Wu Zetian. El vandalismo y la Revolución Cultural acabaron con buena parte de este legado que ilustra la concepción china del budismo.

 

Todos estos lugares se extienden bajo la influencia del río Amarillo (de 5.500 kilómetros) y Louyang es su capital histórica. Es una ciudad con casas bajas y calles populosas sin atractivo especial para el turista pero en la que no puede dejar de evocarse al otro gran pensador chino, Lao-Tse, que fue bibliotecario de la corte; aquí se produjo su legendario encuentro con Confucio. Seguramente el taoísmo está mucho más incrustado en la conciencia de los chinos que muchas otras creencias. La vida es un camino y la desgracia del hombre proviene de su empeño por cambiar el devenir de las cosas. Hay que vivir sin aspiraciones, así vivió el maestro, que un día dejó sus labores y abandonó la corte para siempre. Un guardia le detuvo para interrogarle sobre su doctrina, por lo que Lao-Tse se instaló en ese lugar y redactó su libro del Tao. Al terminarlo, se alejó montado en una vaca gris.

 

Del norte al sur, Guillin es la explosión de la naturaleza. Remontar el río Li es sumergirse en un grabado chino. Los bosques de bambú, los cormoranes que se emplean en la pesca y, sobre todo, los macizos kársticos tan característicos confieren a este paisaje una enorme belleza y trasmiten quietud y armonía, como si el mundo estuviera dispuesto según los parámetros del feng shui. Es la tierra también de las minorías étnicas (algo más de cincuenta, pero apenas un 7% de la población) y de las especies en extinción, como el oso panda. Por algún resquicio al turista le parece percibir que el desarrollo aquí es menor, y también la fiebre consumista; un vistazo a una aldea descubrirá las precarias condiciones de vida de la población rural. La limitación de un solo hijo por pareja (dos si el primero es una niña, aunque solo en la población rural) no se aplica para las minorías étnicas. Esta medida demográfica, clave para entender el boom económico chino de las últimas décadas, está cambiando, sobre todo por la imposibilidad de atender a los mayores (y cotizar para ellos), y ya se permite tener un segundo hijo aunque solo en el caso de que los dos integrantes de la pareja sean hijos únicos. Los mayores (aquí se jubilan los hombres con 60 años y las mujeres con 55) parecen felices desplegando todo tipo de actividades en los atestados parques: bailar, tocar la armónica o hacer punto. Se han ganado sus excentricidades después de una vida de entrega y sacrificio.

 

Hangzhou, en la próspera desembocadura del río Yangtsé (el segundo más largo del mundo, tras el Amazonas), nos devuelve a la frenética actividad económica. Prosperó con otra de las grandes proezas chinas, comparable a la Gran Muralla, el Gran Canal, 1.900 kilómetros navegables que conectan Pekín con Hangzhou. Pero fue a partir de que la dinastía Song convirtiese a la ciudad en su capital en el siglo XII cuando se erigió en un gran centro comercial y mercantil a través del comercio fluvial y marítimo. Destino predilecto de los cada vez más numerosos visitantes nacionales, está enclavada a orillas de un lago y su paisaje es frondoso y fragante. Tres pequeñas pagodas se elevan sobre las aguas y el paseo turístico en barco es muy reconfortante, a pesar de que te sobresalta desde la orilla la música de una orquesta melódica que se activa al paso de los barcos. Zhang Yimou, el ideólogo estético del poder chico durante las Olimpíadas, presenta en uno de los lagos un delicado espectáculo de luz y sonido en el que los actores parecen bailar y volar sobre las aguas.

 

Hay extensos parques y campos de té y, aunque Mao descansó aquí alguna vez (lo que se recuerda mucho), era el refugio preferido de Deng Xiaoping, el líder del milagro económico chino. Hombre pequeño y sonriente, como le veían los americanos, escapó por los pelos de la Revolución Cultural y fue luego su deshacedor. Por más que pregunta el turista curioso no acaba de obtener una respuesta convincente. Los ingenuos dirán que China está en un periodo de excepción y tras situarse a la cabeza económica del mundo volverá a la esencia comunista y al reparto equitativo de la riqueza; los jóvenes creen que el modelo fracasará porque los ricos no dan oportunidades ni están dispuestos a pagar impuestos y se irán cuando se les presione; los más realistas opinan que están inmensos en un capitalismo vertiginoso en el que el Estado detenta las claves de la economía (suelo, infraestructuras, bancos) e intenta regular la presión desarrollista privada. Podría añadirse que algo así como los escasos guardias de tráfico que se ven en las ciudades, impotentes, ajenos al caos circundante. El conductor del autobús comenta que los chinos han cambiado demasiado rápido la bicicleta por el coche, pero piensan que cabe por los mismos sitios.

 

Afortunadamente el viajero ha llevado consigo una lectura, sabiamente recomendada, en la que enjuagar sus tribulaciones. En La vida y la muerte me están desgastando, Mo Yan (galardonado este año con el Nobel, por fin se podrán encontrar sus libros sin largas búsquedas) describe la Revolución Cultural y sus efectos a través de su personaje, Ximen Nao, que se reencarnará sucesivamente en burro, cerdo, perro y mono. El devenir del poblado surge a través de estas miradas, en las que se cuela un personaje petulante y ridículo, el propio Mo Yan, al que el cerdo define así: “Había nacido en una familia pobre y soñaba con convertirse en un hombre rico y famoso. Aunque era feo como los pecados, buscaba la compañía de chicas hermosas. Normalmente estaba mal informado, pero se consideraba a sí mismo un entendido académico. Y a pesar de eso consiguió salir adelante como escritor, llegó a ser alguien que cenaba cada noche en los mejores restaurantes de Pekín”. En una de las reencarnaciones, un perro llega a la siguiente conclusión: “…la gente en los años cincuenta era inocente, en los años sesenta era fanática, en los setenta tenía miedo de su  propia sombra, en los ochenta sopesaba meticulosamente las palabras y los actos de los demás y en los noventa simplemente era mala”.

 

Mientras por estos lares se debate si Mo Yan (seudónimo que significa No hables) es un autor más o menos cercano al régimen (que se critica pero donde todos corren a hacer negocios), la sociedad china parece tensarse buscando sus propias respuestas. En contra de lo que se lee a propósito del Nobel, no parece un autor en la línea del realismo mágico suramericano ni del experimentalismo de Joyce o de Kafka. A quien recuerda, al menos en este libro, es a Günter Grass y su Tambor de hojalata o al payaso de Henriech Böll en una época en la que los escritores alemanes buscaban la identidad de su país a través de la ironía.

 

Queda todavía la traca final. Si China es un arco y el Yangtsé la flecha, Shanghái es la punta de la flecha. Todo aquí es desmedido. Hay 6.000 edificios de más de veinte pisos, y apuntan muchos más, entre ellos una torre a medio construir que superará con  mucho los cien pisos; el año pasado el puerto movió 31 millones de contenedores; a mediados de los noventa no había metro en Shanghái y hoy hay once líneas con más de 400 kilómetros; la población supera ya los 23 millones de habitantes… La ciudad conserva vestigios de su pasado, como la concesión francesa, donde el local en el que se fundó el Partido Comunista Chino por parte de un puñado de visionarios no despierta la mínima curiosidad de los viandantes. Julio Verne, en una de esas lecturas juveniles inolvidables, Tribulaciones de un chino en China, escribió que era (a finales del XIX) “una ciudad poco envidiable para habitación, pero de gran importancia comercial”.

 

Los edificios del Bund evocan la presencia occidental; enfrente, en Pudong, florecen los rascacielos en un barrio hace pocos años marginal: el poder chino. Es la impresión que quieren dejar en la retina del visitante las autoridades turísticas (transportes, hoteles y guías pertenecen a la organización estatal), que ofrecen, con pocas variaciones, un recorrido básico: Pekín, Xian, Guillin, Hangzhou y Shanghái. La llegada al aeropuerto, a más de 400 kilómetros por hora a bordo del tren bala, deja una última instantánea en la cámara de los visitantes y un gran número de interrogantes en el curioso. La Organización Mundial del Turismo estima que en el año 2020 China será el destino turístico más popular del planeta.

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos: Pero, ¿dónde está el ‘Titanic’?, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico y Góngora frente a Velázquez

 

 

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