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Tropezones shakespeareanos

 

Una de mis estudiantes se queja del papel que le he entregado: un fragmento de Hamlet, el famoso monólogo del Acto III sobre el ser o no ser, en la lograda traducción del poeta español Tomás Segovia*. «En la parte posterior está el texto original en inglés» le digo. Ella replica «No lo entiendo en ninguno de los dos idiomas». La miro incrédulo. Me hace una mueca que no sé si es de reverenda flojera intelectual o de trágico reconocimiento de sus limitaciones. 

 

«Tal vez es mi culpa» pienso ¿A quién se le ocurre darle Hamlet a mis estudiantes universitarios de español? Por un momento se me cruza la imagen del profesor José Luis Renique, quien hace unos días me daba su punto de vista sobre la tragicomedia de los estudiantes: «Les doy a leer un libro y me miran y me preguntan con la mayor frescura ‘¿Todo?’ Tienes que ver su cara cuando les digo ‘Y son cuatro más para este semestre'». Asi que insisto con Hamlet. «Sigan leyendo. Si no entienden alguna palabra me preguntan». La clase es sobre la vocación y las metas. En la última página del libro de texto se hace referencia a Cristina Saralegui, quien aconseja a los estudiantes trazarse metas de atrás para adelante: ¿Dónde quiero estar de acá a treinta años? A partir de esa meta a largo plazo, para conseguirla, se suceden pequeñas metas más cercanas en el tiempo: decisiones radicales para cambiar de campo de estudios, resoluciones que ordenan nuestras vidas, etc.

 

El monólogo de Hamlet era relevante ¿Cómo debemos enfrentar la vida? dice el indeciso príncipe. En el pizarrón hay dos preguntas: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? Voy de grupo en grupo tratando de hacerles ver las conexiones entre ambas palabras. ¿Vivimos pensando en la muerte? Incluso la decisión de «vivir al máximo como si fuera el último día de nuestras vidas» asume nuestra existencia amarrada con el fin de ella. Si a eso le añadimos en algún grado el elemento religioso: la fe en un más allá, se hace obvio que muchas de nuestras decisiones –incluyendo la de ser famoso o una buena madre– consideran el riesgo de un castigo o el deseo de una «recompensa».

 

La conversación comienza. Llegan algunos comentarios, más que nada se utilizan lugares comunes: la vida como un regalo, la necesidad de vivir sin pensar mucho en el futuro. «Son muy jóvenes» Yo tampoco pensaba demasiado en la muerte cuando tenía 19 años. Les cuento la anécdota del segundo en que estuve a punto de perder la vida en una calle en Curitiba. Después vuelvo a preguntar si han entendido el texto de Hamlet y me miran caras dudosas, indecisas.

 

Una alumna inteligente me confiesa que le cuesta mucho trabajo entender el texto en cualquiera de los dos idiomas. Procedo a explicárselo párrafo por párrafo. Esta explicación es más para mí que para ellos, pero creo que al lograr convencerme de los grandes temas del texto, ellos se interesan más. Veo signos de que algo está sucediendo en esos cerebros: ojos inquietos que se abren y se cierran.

 

Me emociona pensar que recordarán ese momento. Además, me sorprende darme cuenta de que es la primera vez que leo Shakespeare en español. Mi primer tropezón con Shakespeare sucedió en un aula de ENG 308 y desde ahí he vuelto y revuelto al texto y a la obra representada en inglés. Me hubiera gustado que en algún intervalo de las clases de literatura del colegio, tal vez en un espacio entre aquellos versos de Góngora con los que solía treparse con esfuerzo a su carpeta, el profesor Valiente hubiera camuflado una lectura del drama del indeciso danés. Se lo hubiera agradecido. Conocer a Shakespeare de viejo nos deja la sensación de habernos perdido de algo bueno durante demasiado tiempo.

 

Lo cierto es que ninguno de mis estudiantes parece inclinado al vicio de la lectura o la escritura. De Hamlet pasamos sin demora al texto de Saralegui (en el Caribe siempre nos sentiremos más relajados que en Dinamarca). Y después de escuchar con mucho interés como ellos imaginan su vida en función a metas y logros pequeños (un trabajo como asistenta social, una carrera como músico, una clínica veterinaria, el trabajo con niños en un hospital); leemos en grupo «Elogio de la lectura y la ficción», el discurso de Mario Vargas Llosa en Estocolmo, al aceptar el premio Nobel de Literatura. Y allí está el ejemplo perfecto de la importancia de una vocación temprana, el paradigma de un hombre mayor que ha conseguido una meta, agradeciéndole al hermano Justiniano, que a los cinco años le enseñó a leer.

 

Vargas Llosa da detalles acerca de esos libros que le cambiaron la vida y que yo creo que mis alumnos jamás han leído. Me impresionan cuando al escuchar el nombre de D’Artagnan dicen en inglés el título de Los tres mosqueteros. Una de ellas asiente cuando elaboro un poco sobre la trama de venganza del Conde de Montecristo; y cuando menciono la novela Los Miserables dos de ellas dicen recordar haberla visto en Broadway. Julio Verne sí ha sido olvidado. Ninguno reacciona cuando hablo de vueltas al mundo durante 80 días y de un Capitán Nemo que surcaba las profundidades de los océanos.

 

¿Ser o no ser?¿Empezar temprano o tarde? ¿La vida está en Nueva York o en otra parte? De eso se trata.

 

 

*El texto de Segovia está incluído en «El rey duerme. Crónica sobre Hamlet» dentro del libro de ensayos De eso se trata de Juan Villoro

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