Apenas la brumosa figuración de imágenes remotas, el vaivén fugaz, al tiempo rapidísimo y lento como la eternidad, de ciertos recuerdos que me taladran la mente. Viví tres años en Michigan. Tres arduos y difíciles difícil años. Mejor hacer lo que sea con tal de no abismarse en las profundidades de la nostalgia. Pero es fama que la memoria se manda sola, en un minuto vuelvo a recorrer la autopista que conduce del sur al norte del estado de Michigan, el largo camino entre Detroit y la Upper Peninsula, siete horas de camino que desembocan en una visión de esplendor y delirio, el puente MacKinac, cinco millas de suspenso que conectan dos inmensas masas de tierra en lo que le parece al visitante nada menos que el fin del mundo.
Son caprichosas, accidentadas, incontenibles (la imagen necesaria es la de un río, un río desbordado), las formas en que recordamos.
Michigan es el tercer estado en la Unión Americana más agobiado por el COVID-19. Su gobernadora, la demócrata Gretchen Whitmer y posible candidata al cargo de vice-presidenta en la boleta con Joe Biden, decidió hacer uso de sus poderes excepcionales para cerrar el estado y meterlo todo en cuarentena. Quien haya recorrido en automóvil —no hay otro medio posible— el infinito tejido vial que conecta punto por punto a las ciudades y pueblos del estado, sabe de qué estoy hablando.
Michigan es un estado clave para la relación económica entre Estados Unidos y México. No importa que sea también el más lejano, comparado con Texas y California, las cadenas de producción funcionan, al menos en tiempos normales, como un transmisor súper bien aceitado.
De hecho, una buena parte de la fuerza laboral que participa en ese intercambio bestial y multi-millonario de autopartes, manufacturas, maquinaria, etcétera, estuvo plenamente representada en los cuerpos de milicianos que cercaron la sede del Poder legislativo el pasado jueves. No faltaron las svásticas ni las banderas confederadas. Estos rufianes, armados hasta los dientes como si fueran a librar la tercera guerra mundial, pretendieron cancelar la emergencia sanitaria y ser “liberados” del yugo opresor de la gobernadora Gretchen Whitmer. Alucinante: Estados Unidos puede ser nada menos que surrealista.
O quizás también ultra decadente, ultra fascista y criminal.
Algo parecido a una violenta avalancha política y social, a una sangrienta batalla a escala nacional en la que los blancos persiguen y aniquilan a mujeres, negros, asiáticos y por supuesto a mexicanos.
Algo parecido a una democracia que termina como si se tratara de un capítulo más de La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, una novela que mucho debe a Borges, pero también a Augusto Monterroso.
Al mirar las extrañas imágenes de demenciales soldados libertarios —en verdad tipos cualquiera, miembros de la clase trabajadora, es decir una sub-clase— obstruir el paso a la cámara legislativa del estado y momentos más tarde ocupar la tribuna y los pasillos del recinto legislativo, casi volví sobre mis propios pasos al leer en los diarios que las hordas del Michigan profundo habían tomado por asalto el Capitolio en esa ciudad que solamente Borges pudo celebrar en algún poema.
Me refiero a Lansing, donde gasté suficientes horas de ocio haciendo antesalas varias.
Nunca me desplacé tanto a bordo de un automóvil como en esos tres años transcurridos en Michigan. Nunca antes había vivido, en mis temporadas en Estados Unidos, la realidad suburbana de ese país.
Horas y horas de autopista, gasolineras y farmacias, las mismas franquicias que se repiten en la mirada hasta dibujar una suerte de grisáceo y monótono paisaje soviético. El tipo de realidad, créanmelo, que no le deseo a nadie; un lugar de tinieblas, en palabras de Hannah Arendt, que el ojo humano no puede penetrar con certidumbre.