Suena Be here now,
de Ray LaMontagne
Que yo sepa, la situación, en relación a cuestiones bien distintas, tan solo les ocurre a los médicos. Es algo que sucede a veces, cuando de repente alguien te hace el típico comentario, normalmente respetuoso, raras veces irónico, siempre inocente, en el que te dice: “tú que sabes de cine…”. Y a partir de entonces surgen toda una serie de cuestiones que van más allá de lo que se supone qué significa o implica “saber de cine”. ¿Hasta que punto debe tomarse en serio ese comentario que seguramente está hecho como un bienintencionado cumplido? Cabe cuestionarse su procedencia, eso está claro y, por lo tanto, conviene valorar el poder meritorio que pueda tener que se dirijan a uno con semejante consideración. El asunto, de buenas a primeras deja de ser baladí sin que el emisor sea consciente de ello. Tú eres el que sabe de cine y punto. Pero, ¿qué pensar si el comentario proviene de alguien que afirma que una de sus películas favoritas es, por ejemplo, El paciente inglés (The english patient, 1996) –debo tenerle manía porque siempre recurro a ella para estos casos-?
¿Qué significa para el elogiador “saber de cine”? Esa misma persona seguramente podría decirle a más de una persona que conozco lo mismo; y aquí no se trata de discutir lo que saben ellos y lo que pueda saber yo, si es que sabemos algo. Con la misma decisión, con el mismo respeto seguramente, le diría “tú que sabes de cine…” a aquel consumado cinéfilo que recuerda todos los títulos de películas, con sus respectivos directores e intérpretes, o a aquel que conoce un montón de anécdotas, sobretodo del Hollywood clásico, y las cuenta de forma amena para diversión de sus interlocutores. Sin duda, esas personas y yo no sabemos lo mismo de cine. ¿Sabe más uno que ha visto la filmografía completa de William Wyler o Vincente Minelli pero desconoce el cine de Béla Tarr o Terence Davies? ¿Sabe más alguien que ha ido a ver American Beauty (ídem, 1999) al cine cinco veces o alguien que con la primera tuvo suficiente? –siempre recuerdo las palabras de Miguel Marías aconsejándome que para “ver” bien una película uno debía hacerlo tres veces seguidas-.
“Tú que sabes mucho de cine” dicen y se quedan tan anchos. Y lo que se supone que debe hacer sentirte con cierta satisfacción, incluso con algo de orgullo, puede acabar convertido en un dolor de cabeza dada semejante responsabilidad. Cuando no se le da la vuelta al asunto y quedas en evidencia. Como en el caso en que alguien pronuncia esas mismas palabras y lo hace incluso con cierta admiración y un ligero complejo hacía sí misma, dándote a entender que en cuanto a ti el cine como tema de conversación está vetado. Entonces tú procuras mostrarte accesible y con cierta falsa modestia –porque en el fondo sabes a ciencia cierta que su cinefilia se encuentra bajo mínimos en relación a la tuya; tú que acabas de ver la última propuesta de Hong Sang-soo y has recuperado la última joya de Mike Leigh-. Hablas sobre gustos, sobre lo relativos que resultan los juicios y las valoraciones en estos casos, que no solo se trata de las experiencias cinematográficas, y que como espectadores estamos abiertos a todo, a la vida en general, y antes de ponerte demasiado pesado le preguntas algo que no deberías hacer: “¿qué películas te gustan?”. Y te contesta algo así como: “me gustó mucho una película… La culpa fue de Fidel, ¿la conoces?, ¿la has visto?”- Tú, por supuesto, no recuerdas haber oído hablar de ella y, obviamente, no la has visto. No hay margen de maniobra para consultar internet y acudir a alguna de las nuevas biblias cinéfilas. Solo te queda la sensación de quedarte cara a cara con tu ignorancia. Tal vez piense que, en el fondo, eres un pedante. Datos puede que no le falten.
Tengo la fortuna de conocer a gente que “sabe de cine”, cada uno a su muy distinta manera, eso sí. Algunos con un saber enciclopédico y una memoria envidiables, unos con escaso sedimento cinéfilo pero con una extraordinaria capacidad para ver películas, otros con una increíble sensibilidad especial con la que suplen sobradamente su falta de conocimientos, etc. Sin embargo, para mí, si hay alguien que en realidad sabe de cine ese es mi amigo Javier Flores. En él hay algo que no encuentro en el resto, un motivo especial, un detalle imperceptible dada su discreción y su absoluta falta de pretensiones, algo que va más allá del hecho de que sea un extraordinario cinéfilo, y que no encuentra dificultades en su moderada facultad para argumentar. Él tiene una capacidad intuitiva que no posee el resto, una loable capacidad para saber ver películas y valorar en su justa medida aquello que al final el tiempo sabrá poner en su sitio correspondiente.
Recuerdo la primera vez que hablamos. Yo con apenas veinte años iba descubriendo lo poco que sabía y lo mucho que nunca llegaría a aprender. Por aquel entonces había descubierto a Wim Wenders –una debilidad que compartimos-. Yo le hablé de Paris, Texas (Idem, 1984) y de Hasta el fin del mundo (Until the end of the world, 1991) y él lo hizo de En el curso del tiempo (Im lauf deir zeit, 1975), El estado de las cosas (Der stand der dinge, 1982) y, sobre todo, de El amigo americano (Der amerikanische freund, 1977) –poco después me enviaría una reproducción del cartel de la película-. Wenders nos llevó a Jean-Pierre Melville. Gracias al amigo Flores descubriría a Chabrol. Después vendría Jean Eustache y esa cinta en VHS enviada desde Barcelona con una copia de la película La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973).
Pero no es esa cariñosa influencia la que hace para mí que el camarada Flores sea quien de verdad sabe de cine. No. En él veo ese don que a lo largo de los años me doy cuenta que la experiencia no me ha concedido. Su pericia para advertir sobre algunas película que fácilmente caerán en el olvido a pesar de los iniciales y repentinos entusiasmos; su habilidad, imperceptible, para desenmascarar a cineastas que son inmediatos aspirantes a formar parte del olimpo cinéfilo. No se le escapa nada. Posee a la vez ese movimiento ligero y aleatorio del flaneûr y ese olfato detectivesco. Él me dijo que siempre me anduviera con cuidado con gente como Michael Haneke o Lars von Trier; me afirmó que ese traumatizado enfant-terrible que era Todd Solondz, cuando todo le veían como un cruce mal sano de Woody Allen y John Waters, no valía la pena. Él no se creyó ni por un instante a Julio Medem y su impostada poesía. La lista podría ser infinita.
Pensarán que jugar a la contra resulta fácil. Pero Flores actúa en un sentido y en el contrario –todavía tengo pendientes algunas de sus últimas recomendaciones-. Porque ese don lleva implícito la capacidad de poder ver lo que a la mayoría se nos pasa por alto, descubriendo uno u otro detalle, aquello que tu ceguera te ha impedido observar. A posteriori, en un nuevo visionado, o en la película siguiente, lo descubres sin que para ello hayas sido sugestionado porque no es el suyo un discurso que se imponga, sino que simplemente surge de la conversación más distendida, a veces incluso trivial. Sin embargo, provoca que te ubiques, recapacites y te cuestiones a ti mismo. Y te entran ganas de decirle: “tú que sabes de cine…”.