Home Acordeón Turkana: la hambruna invisible

Turkana: la hambruna invisible

Turkana es una región semi-desértica del norte de Kenia. Situada en el valle del Rift, lucha por hacerse un hueco entre las desgracias que hay a su alrededor. A diferencia de sus vecinos somalíes y sudaneses del sur, no hay guerra y esa circunstancia parece que le resta visibilidad. Pero hay hambre, casi tanta como olvido. Si el olvido pudiera adoptar encarnadura humana, las gentes que habitan Turkana serían su máximo exponente. Olvidadas por los intereses económicos y políticos, los habitantes de Turkana son y siempre han sido aunténticos supervivientes. 

 

En el aeropuerto de Nairobi, momentos antes de subir al avión que me llevará a Lodwar, capital de Turkana, conozco por fortuna a miembros de la Croce Rossa italiana y me uno a ellos en el viaje que nos llevará a tierras inhóspitas.

 

El camino para llegar desde la capital, Lodwar, a los pueblos norteños, colindantes con Etiopía y Sudán del Sur por el norte y Uganda por el oeste, no es más que una pista de tierra llena de baches. Se tardan unas cuatro horas y media en recorrer 150 kilómetros. El paisaje es desolador. No hay agua, apenas hay árboles que proyecten sombra alguna y el calor es sofocante. Se puede llegar fácilmente a los 35º-45º a la sombra y, sin embargo, en esta remota región vive gente o, más bien, hay quien lucha por vivir y su vida es una oda a la supervivencia. Se estima que en Turkana viven alrededor de 500.000 personas de las cuales el 60% son nómadas, el 35% semi-nómadas y el 5% restante ocupan las orillas del lago Turkana. En su gran mayoría son pastores dedicados a la cría de camellos y cabras.

 

La primera parada es Kaikor, un pueblo con un pozo de agua que da sustento al millar de personas que viven en él. La Cruz Roja italiana tiene un proyecto que engloba la atención médica, la vacunación y la alimentación de Kaikor. El grupo de voluntarios lo forman un logista, un médico y dos enfermeras que han de atender las necesidades de siete aldeas diseminados en un radio de cientos de kilómetros. Cada mañana, cerca del amanecer, suena el despertador y antes de las 7 el equipo ya está preparado para iniciar otro duro, aunque agradecido, día de trabajo.

 

Casualmente, después de casi año y medio sin descargar, la lluvia hizo acto de presencia. Tanto llovió que en un par de salidas tuvimos que dar media vuelta cuando ya nos encontrábamos a pocos kilómetros de nuestro destino. Otra de las batidas tuvo que ser abortada cuando todavía no nos habíamos montado en el coche. Cuando llueve, las carreteras se vuelven impracticables y las pistas se transforman en lodazales que ni siquiera pueden salvar los vehículos todo-terreno que usa la Cruz Roja. Como consecuencia, los más necesitados se quedan sin alimentos, medicamentos y sin visitas médicas. Una desgracia más. ¿Será contraproducente la lluvia? A decir verdad, aunque no dejarara de llover durante un par de días seguiría siendo insuficiente para dar de beber a los pobladores de estas tierras y a su ganado. 

 

La Croce Rossa italiana también se encarga del hospital de Kaikor, un edificio de una planta destrozado por el paso del tiempo en el que hay dos habitaciones con dos camas, una sala de operaciones, un laboratorio y una farmacia. Una mujer con su hijo enfermo en brazos espera en la puerta del hospital a ser antendida, su hijo padece desnutrición severa, uno de los casos más comunes en la región.

 

En otra habitación, Morani espera al médico. Está afectado de Leishmaniosis, una enfermedad que transmite un mosquito y que en los países desarrollados sólo se contagia entre los perros. Morani no tiene ni madre ni padre. A ambos los perdió cuando tenía 8 años a manos de los pokok, una belicosa tribu del sur de Turkana. Sólo le queda su hermana, quien cuida de él. Ella y los vecinos más próximos se encargan de darles de comer porque Morani ya no puede por sí mismo, la enfermedad lo ha debilitado demasiado.

 

Después de una semana con el equipo del norte me dirijo a Lodwar y me uno al de la Cruz Roja keniana, que se divide en dos grupos: el del sur y el del este. Lodwar, capital de Turkana, tiene una población de 17.000 almas y durante la semana que paso allí no me cruzo con ningún mzungu, blanco en swahili. Hay pocas infraestructuras, por no decir ninguna. Un supermercado, una gasolinera y mucho polvo. 

 

Al día siguiente nos dirigimos a Lorengelup, un pueblo a 150 kilómetros de Lodwar. Tardamos cinco horas en llegar. Un pueblo sin pueblo. Casas diseminadas, sin aparente vida alrededor, sin árboles, sin sombra, sin agua, sin animales… y en medio de la nada, uno vuelve a preguntarse: “¿Qué comen? ¿Dónde consiguen el agua?”. Después de preguntar a los miembros de la Cruz Roja, entiendes que uno de los principales y más importantes trabajos al que dedican varias horas al día es recorrer largas distancias, a veces más de veinte kilómetros, para conseguir el preciado líquido, a menudo contaminado y otras veces extraído de un pequeño charco inventado en medio del desierto. Todo ello, inverosímil de por sí, parece otro mundo, lejos de la realidad de la mayoría de occidentales. Cuesta hacerse a la idea que haya gente que lleve viviendo así desde que nació, y que así seguirá durante mucho tiempo a pesar de la ayuda que reciben de organizaciones no gubernamentales y del gobierno, siempre insuficiente. En Lorengelup, en el mejor de los casos, el Gobierno keniano entrega a sus habitantes un kilo de harina al mes para cinco personas.

 

En una de las últimas salidas, a medio camino de Lokichar, otro pequeñísimo villorrio al sur de Lodwar, nos encontramos con una imagen que me dejó helado. Era un hombre (y digo “era”, porque dudo mucho que esta persona siga viviendo) cobijado en la sombra que proyectaba el árbol que estaba frente a su casa. Paramos el coche y uno de los chicos de la Cruz Roja bajó para darle unos sobres de comida deshidratada y un botellín de agua. Le pregunté que hacía ese hombre solo en medio de la nada y me respondió: “Este es un claro ejemplo de persona que se muere (literalmente) de hambre”. Cerró la puerta y seguimos con nuestro viaje. Me quedé de piedra. Así es la vida en la región de Turkana. Dura y llena de polvo.

 

 

Xavi Herrero es fotoperiodista, su blog: xaviherrero3.wordpress.com

 

 


Salir de la versión móvil