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Frontera DigitalTurquerías

Turquerías

Turquerías. Cosas de turcos, o, mejor dicho, cosas de El Turco, como se llamaba a los otomanos en la España que libró un pulso secular en el Mediterráneo con aquel Imperio que, aunque en sus dominios sí se ponía el sol, estos se extendían por tres continentes. Aquel pulsó duró hasta el siglo XVIII, cuando ambos imperios entraron en decadencia, paradójicamente al mismo tiempo, tras dos siglos pugnando por la supremacía en el Mediterráneo, el mare internum en el que España, sobre todo a partir del Tratado de Utrecht y la pérdida de las posesiones italianas, fue cayendo en la irrelevancia absoluta.
Los enfrentamientos militares, sobre todo navales, combates y saqueos con galeras, apresamiento mutuo de esclavos, intercambio de cautivos, galeotes cristianos en las galeras otomanas, galeotes islámicos ―junto con delincuentes comunes ― en las españolas, fueron cesando paulatinamente. El Turco se empezó a considerar como una representación lejana, del otro confín del Mediterráneo de la otredad. Y la guerra continuó, como se dice ahora en los sesudos análisis estratégicos, by proxy, es decir, “por delegación”. España, eso sí, que se lo pregunten a Blas de Lezo, el almirante patapalo, mantuvo su pulso secular con los reinos berberiscos del Norte de África, ya muy desvinculados del Imperio otomano.
La sangría demográfica y económica de la expulsión de los moriscos fue algo que tuvo duraderas y lastimosas consecuencias; pero desde el punto de vista cultural también se produjo una enorme pérdida: la que supuso para nuestra patria la pérdida de contacto con las vibrantes tradiciones culturales islámicas y con la lengua árabe, que fue borrada completamente de nuestras tierras, después de una fecunda presencia secular.
El mundo de los Baños de Argel fue quedándose en los anaqueles de la literatura, en particular en nuestro maximus opus, El Quijote, y todas aquellas historias de cautivos fueron quedando como un reservorio, hontanar o venero de exotismo. Aunque en nuestra lengua se quedaron palabras y expresiones que a veces nos encontramos en las novelas de galeras de El Capitán Alatriste: chusma (los remeros de una galera), cómitre (el contramaestre de los remeros), arráez (del árabe rais, el capítan de un bajel o galera), o un “traje de cuero”, para referirse a una tanda de latigazos.
Nuestro interés por aquellas tierras fue mantenido por epopeyas dignas de Marco Polo o Ibn Battuta, como la de Domingo Badía, conocido por aquellos pagos como Ali Bey, y otros viajeros, muy poco conocidos, a los que se dedicó, por fin, atención, en una exposición y su catálogo, ambos memorables: La aventura española en Oriente (1166-2006).
Pero El Turco, “lo turco”, “las turquerías”, en suma, acabó relegado en el imaginario hispano como la expresión de ese “otro” que habitaba en el otro confín del Mediterráneo.
De Algeciras a Estambul como dice la canción que siempre nos acompañará. El estrecho del Bósforo de “La Canción del Pirata”, Asia a un lado, al otro, Europa, /y allá a su frente Estambul. O aquello de Amarrado al duro banco de una galera turquesa, palabra que pasó a denominar a la piedra que acabó identificándose con su color, el turquesa, la pierre turqueise (en francés) o el lapis turquesius, “la piedra de Turquía”.
Pero “las turquerías”, donde realmente arrasaron fue en la Europa, en la transición entre los siglos XVIII y XIX; pero como género musical, en especial las “turquerías mozartianas”, directamente inspiradas en la música de las bandas militares de los jenízaros (me está sucediendo como a L. García Berlanga con la palabra “austro-húngaro”: si no meto esta palabra en un artículo siento que queda cojo…), los invictos regimientos (buenos, invictos hasta que dejaron de serlo) de la Guardia Personal del Sultán otomano.
Y aquella música fue especialmente popular en Viena, la ciudad que le había visto muy de cerca las orejas al lobo, mejor dicho, al turco, pues de no mediar la providencial intervención del Rey de Polonia Jan III Sobieski, “El león de Lechistán (Polonia en turco otomano) y sus húsares alados entre el 11 y el 12 de septiembre de 1683, Viena hubiera caído en manos de los otomanos. A partir de ese momento comenzó de modo progresivo la decadencia del antaño glorioso e invicto Imperio otomano.
Los vieneses se encontraron en las tiendas del abandonado campamento del ejército que les asediaba muchos tesoros: sobre todo sacos de café (turco) que les permitieron abrir uno de los primeros cafés de Europa y un despojo musical de una enorme importancia: los bombos, flautín, triángulos y platillos de sus bandas militares. De ahí surgieron las turquerías de Wolfgang Amadeus Mozart, que tanto les gustaban a los vieneses (como el café y el croissant, un recuerdo de los estandartes otomanos). Y aquellos instrumentos acabaron incorporándose de modo natural a los instrumentos de la orquesta sinfónica.
La moda alla turca nos legó entre sus principales exponentes la Marcha turca de la Sonata 11 de Mozart, o el concierto nº 5 para violín, o incluso una ópera incluso de tema alla turca: El rapto en el serrallo, de 1782. ¿Y qué decir de Ludwing Van Beethoven? Pues además de Las ruinas de Atenas nos dejó la parte “jenizára” del final de la 9ª Sinfonía, an die Freude, el himno a la alegría basado en el poema de Schiller de 1785, que debería haber sido, pero era una palabra demasiado grave en aquellos tiempos vieneses, con sarpullido a todo lo que sonara a revolución, “a la libertad” (an die Freiheit).

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