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Twist

 

    La muerte me mantiene despierto

                                                                                                          Joseph Beuys

 

 

Cambalache, 1983

 

Afuera es de noche, merece que lo sea.

 

En las entrañas de la tierra siempre es de noche, es la hora de los topos en los dominios del topo. A quien vive bajo tierra, ¿ha de importarle la luz del día? No demasiado. Hace tiempo que eres uno con la tierra, y al principio te ha parecido que lo mejor que podías hacer era no moverte en absoluto. ¿Acaso no son la misma cosa tus entrañas y las de la tierra? Una voz telúrica te dice: abandona tus huesos para siempre, qué demonios. ¿Acaso no son los huesos palillos de tamborilero, flautas para los flautistas? ¿Tanto cariño le has tomado a ese par de húmeros y tibias que ya apenas servirían para golpear un timbal? ¿Cómo vas a estar mejor que tumbado? Miles de insomnes estarían de acuerdo: las mejores horas son las que uno pasa dormido. Pero estarse tantos años quieto no puede ser bueno. Quisieras poner a bailar esos miembros entumecidos, hacer que espabilen un poco las puntas de tus dedos. “¡Si solo pudiera liberar los huesos de mis dedos, y volverlos a unir con un chasquido!”. Tienes la sensación de que, en lugar de mejillas, llevas yeso del que usan los dentistas para hacer moldes; además te cuesta trabajo abrir los ojos, “no era muy hábil el tipo que me embalsamó”, un polvo blanco más seco que la tierra se ha apoderado de una parte de tu cerebro: desmemoria, magnesio, cal.

 

¿Cuánto tiempo necesita un cuerpo para corromperse? ¿Seis, ocho, diez años? Según los antropólogos forenses, depende del grado de humedad. ¿Hacemos la prueba? Mata un gato y déjalo al fresco en la ventana, ya verás.

 

No puedes recordar nada. Tienes la mente totalmente en blanco, como si te hubieran hecho tabla rasa. Pero el lavado de cerebro no ha sido tan completo. Hay una pequeña luz al final del túnel; toma entre tus dedos ese hilo de luz semejante al de una cerilla, y tira de la madeja poco a poco, con mucho tiento, no se te vaya a deshacer ese hilillo inaprensible. En realidad, algo sí que recuerdas: eres capaz de unir palabras y construir frases. Eres sintaxis. Pura gramática. Un montón de palabras sin identidad. Pronto recobrarás también la memoria. No sufres más que una amnesia algo profunda, quizá recibieras un golpe, quién sabe; tienes que desperezarte, ahuyentar la resaca tormentosa de quien se acaba de despertar, la severa resaca tras una borrachera de tequila; de tequila, o de cualquiera que fuese el veneno destilado que bebierais hace veintitantos años. No, ya te has dado cuenta: lo tuyo no será tan fácil como levantarse del prado, sacudirse las briznas de hierba de los pantalones y reanudar la marcha silbando.  

 

Te va a costar un triunfo salir al exterior.

 

Y afuera, ¿qué? ¿Tienes a alguien que te espera? Matas de espliego, pinos menudos, brezo por todas partes, hijuelos de higuera que aún no han crecido lo suficiente para dar fruto, árboles a los que un sol abrasador ha obligado a encorvarse en busca de amparo, recogidos sobre sí, árboles agazapados para darse sombra a sí mismos, y que parecen arrepentidos de haber nacido; retamas, zarzas sin moras, muchas zarzas, algún eucalipto en todo caso, abetos. Aparte de eso, el desierto. Cerca del mar, el olor de la tierra es más penetrante. Hace un calor sofocante, y en tu boca ansiosa pesa más el anhelo de agua dulce que la promesa del agua salada que trae esa brisa de gaviotas. Carreteras comarcales llenas de parches de galipote. El perfume de hierbas como el hinojo o la salvia al borde de la carretera, anís y arena. Ahí están también las agujas del romero, prestas a pinchar a quien acerque los dedos. Aunque no viene del mar, el viento sopla arremolinado, no la Tramontana sino el viento Sur, levantando isobaras de polvareda que toman vuelo y se estancan. Observa el insomnio de las lagartijas, cómo permanecen quietas sobre las rocas como imanes de nevera: “arriba las manos, esto es un atraco.” No es tan distinto de un desierto mexicano. Sólo que aquí no hace tanto bochorno, claro. Y los cactus no son tan llamativos, sino pequeños y dispersos.

 

¿México? ¿Tequila? ¿A qué viene tanta alusión al otro lado del océano, güerito? ¡No mames, güey! ¡Si tú nunca has estado en México! Quizá se trate de alguna señal de tráfico de la memoria. Este narrador se busca a sí mismo: busco alguna pista que me aclare si he de hablarte de tú o de usted. Te hice tantas perrerías. No siempre me porté bien contigo, lo reconozco, podrías odiarme si estuvieras vivo. Estate atento, lector, incluso a los rastros en apariencia más incoherentes. Los cascotes de alguna botella rota, por ejemplo, el vago olor a madera quemada de la víspera, algún campamento de boy scouts de hace mucho al arrullo de una vieja guitarra hippy, canciones de fraternidad, “por qué perder las esperanzas de volverse a ver, por qué perder las esperanzas de volverse a ver”, gente que celebra futuros encuentros imposibles, duran tan poco y se extinguen tan deprisa esas amistades de verano, eternas durante dos semanas. Sigue, sigue adelante: hierbas altas de color verdoso, raras plantas de menta de envés brillante, olor a alcohol o brea, no tan característico como el de la gasolina, no tan profundamente nauseabundo. El del mar contaminado es más soportable que el olor a gasoil que impregna el aire de la carretera. El viento vuelve a levantar polvo, nadie aparece. Vaya, vaya… pero si llevabas puesta una camiseta del Mundial de Fútbol de México. ¡Así que era eso! Nunca has estado allí, pero llevabas puesta una camiseta del mundial de México cuando te conducían atado con esposas, arrastrando los zapatos con los pies atados (¿otra vez atado? Sí: dos, tres, cuatro veces atado y bien atado, demasiado, de tal forma que veinte años después aún te dolieran los tobillos, de manera que si contaras a alguien lo que te ha pasado también él se sintiera con los tobillos atados). Cuando te arrastraron por estas zarzas, quizá pensaste en las ventajas del peyote. “Si estuviera en una montaña rusa, o en un viaje lisérgico, ¡si todo esto no fuera más que un sueño!”. No, no lo creo… No parece que estuvieras vivo cuando te trajeron aquí. ¿O tal vez sí? ¿Te pegaron aquí mismo el tiro de gracia? ¿Te trajeron aquí muerto, cuerpo sin vida, párpados caídos? En tal caso, ¿no tuvieron necesidad de esposas quienes te trajeron? Pongamos que sí, supongamos que sucedió de esa manera: que te trajeron hasta aquí sin esposas, porque las esposas, sus números de serie, incluso pasados veinte años, pueden ser una pista para dar con los culpables. O quizá te trajeron vivo, pero con los ojos tapados, la boca tapada, las muñecas ligadas con jirones de sábana. Tus verdugos eran gente cruel e inteligente. A partir de cierto grado, es indispensable ser inteligente para dar otra vuelta de tuerca a la crueldad; nos guste o no, así son las cosas, bien lo sabe el Diablo.

 

¿Se oye el rumor del mar desde aquí? No. El mar está bastante cerca, pero no lo suficiente; hoy el Mediterráneo es un contenedor silencioso que promete mucho y no da nada. Y no os engañéis: para los muertos, el mar no es más que una invención.

 

Algunas zarzas y un claro. Y más zarzas, sin otra razón de ser que fastidiarnos y poner a prueba nuestra paciencia. Hay arena en los claros, lo cual produce la ilusión de que es posible caminar descalzo por ellos, aunque luego aparecen las piedras, la gravilla y lo que no es gravilla, rocas diminutas y otras no tan diminutas. El punto exacto en que deciden apartarse del sendero. Estas zarzas no son como las de la vertiente cantábrica: están más dispersas, sin hojas frescas, con todos sus verdes cubiertos de un blanco mate similar al envés de las hojas de menta, ahí, ahí y ahí, matorrales secos erguidos como varas o fustas, cercados levantados a base de apilar piedras planas; los hombres llegan con paso seguro, el deseo de terminar cuanto antes la tarea les ayuda a contener su nerviosismo. Quizá uno de ellos ya conociera el lugar. Quizá hubiera hecho antes algún trabajo sucio aquí. ¿Qué clase de trabajo sucio? Imposible saberlo. Solo o en compañía de otros. Solo o en compañía del barro. ¿Estamos lejos de la carretera? ¿A un kilómetro? ¿A kilómetro y medio? ¿Solo a kilómetro y medio? Tampoco hace falta alejarse tanto, basta apartarse tres pasos de la carretera, y ya se coloca uno lejos de los recorridos acostumbrados y los hábitos de la gente. Generalmente dos pasos son suficientes para alejarse de los caminos trillados y frecuentados. Basta un paso para caer por el borde del precipicio.

 

Porque es de noche. La ocasión merece que sea de noche, y lo es. La carretera no es de las principales. “Ese hijo de puta ni siquiera merece que lo escondamos bien”, piensa alguien. “Perro descarriado, tendríamos que dejarlo colgado de una farola, como escarmiento para quien se dé por aludido, merece que lo dejemos reventado en la carretera como una rata, es lo que hicieron con Trota, hacerlo reventar en una cuneta; que también a él se lo encuentren con las moscas rondándole la boca unos turistas ingleses que han parado a vomitar.”

 

Pero la cuestión no es lo que te mereces.

 

Esto no tiene nada que ver con lo que tú mereces, sino con lo que ellos quieren ocultar. Una coartada oportuna y sólida, mantener la propia piel a resguardo y sobre seguro, lo mismo ahora que dentro de veinte años, las manos y el expediente inmaculados. Al menos mientras prescriban la ley y el castigo y la memoria, estar seguros. Se nos fue la mano. Se les fue la mano, y aún no la han recobrado. La mano. ¿Dónde?

 

Aquí.

 

Puede que te trajeran hasta aquí en coche, quizá te trajeron a hombros, amarga paradoja, aquellas almas mezquinas avanzando mientras te llevaban a hombros, tralará. ¿Cómo era aquella canción de lucha? “Si tu hermano cae, échatelo al hombro, y sigue adelante, tralará.” Pero ¿quién es el mezquino, y de quién es la mezquindad? Quizá los comprendieras, deberías de comprenderlos, ser capaz de ponerte en su pellejo. Si estuvieras en su lugar serías igual que ellos, igual que ellos y su circunstancia. “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.” Suele olvidarse siempre la segunda parte de la frase del conocido filósofo, vaya usted a saber por qué. Pero ya nadie se pone en el pellejo de nadie, ¿verdad? Bastante trabajo nos cuesta soportar nuestra propia piel para que se nos ocurra meternos en la de otro. La diferencia es que tú ahora estás en tus huesos, y no en tu propio pellejo.

 

De golpe se abre el maletero del coche. O quizá se trata de una furgoneta. Una furgoneta de los ochenta, una Ebro de suspensión insuficiente y –debido a las gomas gastadas– limpiaparabrisas deficientes y chirriantes que provocan dentera. El vehículo se tambalea allí donde se unen el polvo y la arena. El cadáver del maletero se mueve, a la luz de una linterna se ve una cabeza inerte con una profunda herida en la ceja. Enseguida te cubren con una manta pardusca, una segunda piel.  

 

–Sí, me doy perfecta cuenta. Por el momento me resisto a la tentación y te hablo de tú, no sé por qué, me sale así con los muertos.

 

Los muertos son muchos, y siempre agradecen un poco de entretenimiento.

 

Aquí. Estamos en la década de los ochenta. En el estado español, de cada diez personas en edad de trabajar, dos están en el paro, siempre según datos oficiales; el tenista sueco Björn Borg se retira este año, Martina Navratilova gana Flushing Meadows; en la base Vostock de la Antártida se alcanzan los 89,2º C bajo cero, la temperatura más baja registrada nunca en la Tierra; se cumplen seis años desde la muerte de Elvis Presley, he ahí otro hombre que debería despertar algún día; en el hospital Bellvitge de Barcelona se lleva a cabo el primer trasplante de hígado del estado, no todo es escabechina cuando abre la carne el escalpelo; el 8 de marzo, coincidiendo con el día de la mujer, Ronald Reagan declara que la Unión Soviética es “el imperio del mal”; el primero de septiembre cazas soviéticos derriban un avión comercial surcoreano, debido a un lamentable error, provocando lamentablemente 269 muertos lamentables. Es el año de la muerte de Tennessee Williams, “Deseo” es el nombre de un barrio de Nueva Orleáns. Hay también quien ha corregido las malas acciones de sus antepasados, tarde, es cierto, pero algo es algo –no perdáis la esperanza, brujos coetáneos que empezáis ya a arder bajo la nueva inquisición, ¡resistid!–; hoy es 9 de mayo, y Juan Pablo II, el Papa que allá donde va se postra y besa el suelo, el mismo que el sicario turco Mehmet Ali Agca estuvo a punto de matar por encargo de los servicios secretos búlgaros y de la KGB hace dos años, ha retirado la condena contra Galileo, las cosas de palazzo, ya se sabe, piano-piano, pero al fin lontano. Como hace tiempo que te espero, nunca estoy sola, podría ser una frase de Galileo, pero es también el título del libro publicado este año por Arantxa Urretabizkaia; Margaret Thatcher gana las elecciones en Gran Bretaña y, ay, las gana de calle; han pasado seis años desde la última vez que guillotinaron a alguien, solamente dos desde que el Elíseo abolió la guillotina (la mort de la mort), aunque el 62 % de los franceses estuviera en contra, aunque al 61 % de los franceses le pareciera mal la liberación de 5.000 presos con la que Mitterrand celebró su victoria, aunque y a pesar de que, por tanto y por lo demás, porque los políticos aún son líderes y el carisma puede más que las encuestas.

 

Este año, 1983, sale a la calle el exitoso Thriller, de Michael Jackson; ve la luz el disco de Imanol Iratze okre geldiak (“Helechos ocres e inmóviles”); Anjel Lertxundi publica Hamaseigarrenean aidanez (“Parece que a la de dieciséis”), Madonna canta “Holiday” ya con el ombligo al aire; el actor Christopher Reeve filma la tercera parte de Superman: esta vez se volverá malvado, y luego, por supuesto, tornará a ser bueno otra vez; hace un año que Felipe González llegó a presidente de España con el lema “Por el cambio”, y la única palabra que pronunciaba en el spot de televisión era “Adelante”; hace ya tres años que guerrilleros argentinos asesinaron a Somoza, dictador de Nicaragua en el exilio, sucedió en la avenida Francisco Franco, en Asunción (Paraguay): el cuerpo quedó calcinado, pero el motor del Mercedes siguió en marcha, “de un coche alemán, puedes fiarte.”

 

La RDA no es ninguna broma ni un parque temático, faltan seis años para que caiga el muro de Berlín, solo uno para que los disciplinados y hormonados atletas rumanos ganen un porrón de medallas en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, y otro tanto para que conozcamos a Carl Lewis, “El Hijo del Viento.” El negocio de las franquicias, y los guardias de seguridad que llegarán con ellas, aún no se han generalizado; a los guardias jurados sólo los conocemos en los furgones blindados, inspiran un cierto glamour de film noir, y no la lástima mileurista de veinticinco años después. Los niños únicamente conocen las pizzas por las películas; las fotocopias son casi un lujo cósmico, no es tan fácil copiar las cosas y multiplicarlas, no es tan fácil, no es fácil para nada, todavía se usan las multicopistas, la toxina de la tinta es más intensa; escribimos a máquina, y cuando lo hacemos colocamos bajo el folio una hoja de papel carbón, para conservar en papel cebolla copias de calco de los documentos más importantes, benditas hojas de calco; aunque ya lo haya escrito, aún no hemos leído a Borges que los espejos y la cópula son abominables, o a Benedetti que lo grave no es el pecado original, sino las fotocopias; predominan las ventanas de madera, todavía no se conocen el PVC y el doble acristalamiento, el titanio es ciencia ficción, en el ánimo popular la aleación con más prestigio es aún el aluminio, en los hornos de las fundiciones se utiliza el amianto como si fuera bizcocho; para marcar un número de teléfono se ha de meter el dedo en el disco, el computador más sofisticado que hay en la mayoría de las casas es una calculadora que extrae la raíz cuadrada; marketing es una palabra demasiado moderna, los escaparates no son más que oscuros almacenes soviéticos donde se apila el género, hay que pasar al otro lado de la muga para ver un escaparate de verdad, una vitrina elegante y luminosa, decorada con gusto, a las galerías Lafayette y otras similares (no te olvides del pasaporte); en el país vasco-francés, en el otro lado los supermercados parecen joyerías a nuestros ojos, porque Europa aún rezuma hiel, entre fronteras y alambradas. Porque el contrabando aún es algo más que un grito de rebeldía contra los bandos, aún es un oficio vivo, y conlleva riesgo de cárcel.

 

Los hombres que te han traído a este lugar cercano al Mediterráneo y a los cotos de caza privados no han tenido que sufrir la demanda, la necesidad y la obligación de las academias de inglés para alcanzar su puesto de trabajo. Por no saber, ni saben aún qué   significan las palabras X marks the spot, en nuestro país –¿nuestro?– no se subtitulan las películas, en su lugar contamos con un magnífico ejército de tachadores –les llaman dobladores–, ejército que borra con voz de feriante las palabras de cualquiera; a los policías educados en el lenguaje de la leña en grises academias les costaría imaginarse los coloridos escaparates y las gigantescas galerías comerciales de las afueras de los años noventa; aquí el ancho de vía es diferente porque así lo decidió el dictador que murió en su cama hace ocho años; ¿por qué? Para que, desde más allá de la frontera francesa, no fueran a venir trenes extranjeros llenos de conservas extranjeras con etiqueta extranjera e ideas extranjeras y yogures Danone extranjeros de esos supermercados que parecen más bien joyerías, para que no llegaran hasta el meollo de su pequeña dictadura, por eso; esos hombres apresurados que levantan arena con sus botas son obedientes servidores de una institución caduca en un país caduco, mosqueteros de un estado que en dos años ingresará en la OTAN, que en tres años entrará en la Comunidad Económica Europea; ellos querían ser espadachines, pero les tocó nacer demasiado tarde, una pena, quel dommage!; trabajan en el turno de noche, doce horas, a veces se les va la mano, es comprensible –tendrían que atarse un sedal en torno al pulgar, para recuperarla; para volver a pescar esa mano que se les escapa–. Vienen de una dictadura y de sus reglas. Quien dice reglas dice también entrañas. Ahí lo van a enterrar. En el agujero. Ahí, ahí y ahí. Solo ellos saben dónde. En las entrañas de la tierra.

 

–Tienen un aspecto lamentable, no podemos dejarlos así: que desaparezcan.

–Cuanto menos gente lo sepa, mejor.

 

Si las paredes oyen, las zarzas tienen ojos. Tres pueden guardar un secreto, si dos de ellos están muertos. Pero no nos desviemos. ¿Dónde habíamos quedado?

 

Aquí. X marks the spot. Han empezado a cavar como quien busca un tesoro. No, miento: han empezado a cavar como quienes saben que no encontrarán ningún tesoro. Son dos, o quizá tres. Visten de calle –de paisano– y no es fácil distinguir al oficial al cargo. Pero el que parece serlo no hace más que dar órdenes. Hacen lo que hacen sin pensar demasiado en lo que hacen. Mecánicamente, pero con el agravante del escalofrío que puede darte tener a un muerto mirándote al cogote. Es miedo. Es prisa. Es desasosiego. La mirada del cadáver en la nuca. Aunque el muerto esté bien muerto, aunque lo cubra una manta pardusca a modo de piel, aunque no se vean sus ojos. Aunque no te vean los ojos. No hay luna, gracias a dios. La noche es tranquila, se oyen grillos y chicharras cuando el sonido de las palas deja de cavar esa tierra neutra con aspecto de arena, de polvo, de sequedad. Son adanes armados: al parecer Adán fue el primero que trabajó la tierra en su jardín, por eso se dice que, si una pala puede considerarse un arma, Adán fue tal vez el primer hombre armado. A saber, que de jardinero a enterrador no hay apenas diferencia: ambos sucesores de Adán, ambos seres armados. Cuando al hombre obediente se le empieza a humedecer la espalda por el sudor, cava que te cava, calcula el centro de algo cada vez que la punta metálica agujerea la tierra, rogando y con el mazo dando: “que al menos no aparezca una piedra justo aquí, por lo que más quieras.” Pero ¿a quién ruega? A la noche, sigue rogando a la noche y a los seres nocturnos.

 

Ha refrescado, el trozo de noche que consiguen alumbrar con su aliento es minúsculo. 

 

 

 

Este texto es un fragmento del primer capítulo del libro Twist, que la editorial Seix Barral acaba de publicar.

 

 

 

Harkaitz Cano (Lasarte, Guipúzcoa, 1975) trabaja como guionista de radio, audiovisuales y cómic. Ha publicado libros de poesía: Dardaren interpretazioa/ Interpretación de los temblores, 2004; de cuentos: Telefono kaiolatua (1997; Enseres de ortopedia inútil, 2002) y novelas: Beluna Jazz (1996; Jazz y Alaska en la misma frase, 2004), y Belarraren ahoa/El filo de la hierba (2006, Premio Euskadi).

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