

No todo es flamenco en el folclor español. Hay otras danzas y músicas tradicionales que hibridan bien con lo contemporáneo. Y no hay mejor ejemplo de lo anterior que Txalaparta de Kukai Dantza que se ha podido ver en el Centro Danza Matadero de Madrid.
Una coreografía de Jesús Rubio Gamo que en esta producción comparte la dirección artística con el director de esta compañía, Jon Maya Sein. En la que el sonido tradicional de la txalaparta, instrumento que consiste en tablas de maderas golpeadas por otras maderas, se une a la música ambiental y electrónica de Aitor Etxebarria. Y los pasos de baile de los dantzaris a las formas y maneras repetitivas mesmerizantes de Jesús Rubio Gamo.
La mezcla, que podía ser explosiva, en el sentido de que pareciese un Cristo con dos pistolas, resulta. Eso significa que lo que sucede en escena es interesantemente bello. Atrapa la atención de un público muy variopinto, del que es difícil de clasificar en una tendencia, movimiento, edad o género. Al menos en Madrid.
Y lo hace con un comienzo que poco o nada podría tener que ver con una propuesta de danza. Pues empieza con los bailarines tocando la txalaparta. Una música enérgica que suena potente en la sala. Con el buen criterio de tocar sin ensordecer, que tiene dos consecuencias. La primera, la de poder apreciar la música y, al hacerlo, que a uno le den ganas de bailar.
Por eso da un poco de bajona, cuando esta música parece reducirse al mínimo para que una de las bailarinas, desnuda, ocupe el centro y baile al estilo de Jesús Rubio Gamo. Una especie de frenazo o gatillazo. No es que esté mal. Pues en el conjunto parece tener una función.
Algo así como transmitir que un espectáculo de danza es cuerpo, tan solo cuerpo, en movimiento, haya o no música. Y en un movimiento extraño, por poco habitual. Movimientos que el cuerpo puede hacer, pues los hace, pero que normalmente no adopta.
Pues bien, es esa naturalización de los movimientos extraños, ya sean de nueva creación o tradicionales, la que consiguen el escenario y la música. Y la que aprovechan tanto el coreógrafo como la dirección artística de este espectáculo para atrapar la atención del público mediante la repetición desde distintos puntos de vista de los mismos pasos a dos, bailes de grupo y variaciones.
No es lo único, porque el espacio negro gracias a la iluminación juega un papel relevante. Creando puntos de interés, focalizando la mirada, y a la vez poniendo límites al propio espacio que debe estar lo más libre posible para impedir lo menos posible el movimiento.
Un movimiento que en este caso es fluido tanto en el baile, como en las entradas y en las salidas de los bailarines en escena o en las partes de conjunto. Que paran con una abrumadora sencillez ya sea para salir del escenario o para moverse y retomar el baile en otro punto. Como si ese tipo de parar fuera normal, al menos en esta coreografía, en el sentido de que no resulte extraño, sino suave y fluido. Uno de los aciertos del espectáculo.
La misma fluidez y suavidad que tiene las transiciones musicales entre la composición hecha para txalaparta por Aitor Beltrán y la música ambiental creada por Aitor Etxebarria. Que, gracias a sus nombres, se podría decir que las transiciones son como en el juego de la oca: de Aitor a Aitor y bailo porque me toca.
Quizás lo más confuso sea el uso del vestuario de colores neutros que parece diseñado para un video de Bill Viola. En el sentido que no se entiende, al menos desde la butaca, la necesidad de ir vestidos y, en algunos momentos, ir con menos ropa. Sin camisetas o en calzoncillos largos o cortos. No se ve un criterio, y si es estético tampoco se comprende en el conjunto de la pieza.
Aunque puede que los bailarines lo agradezcan, pues, para cuando esto se produce, llevan un buen rato bailando y sudando y aligerarse de ropa no viene mal. Aunque es un recurso, el de desnudar a los bailarines, que ya usase Jesús Rubio Gamo con más fortuna en Gran bolero.
Unos bailarines a los que se les ve entusiasmo por lo que hacen. Alegría por moverse en escena con otros. Solo hay que fijarse en la energía con la que ejecutan el salto típico de los dantzaris. Catalizando en el escenario el deseo de bailar que coreografías como esta suelen provocar en el público. Dejándoles la sensación de que los que han bailado son ellos y no los bailarines de esta compañía.