Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo una rosa blanca.
José Martí
Se estremeció de repente, pero todavía siguió nadando un rato; desconocía la textura de sus propios huesos, tan consistentes en otros tiempos, y hasta creyó —por alguna razón extraña— que había dejado de ser el mismo. Más tarde salió de la playa, corrió hasta al departamento que alquilaba en Mar del Plata y se duchó con agua fría para intentar reanimarse y sacarse el sudor. Se puso un perfume caro que su novia le había regalado, pero olía a flores marchitas, hediondas, sin color. La llamó varias veces, le envió mensajes de texto que tampoco respondió: no se pudieron comunicar. Cenó tallarines con salsa bolognesa y vio una película en un canal de cable. Tomó el celular nuevamente, algo preocupado, y nada. Entonces fumó varios cigarrillos rubios, confiando en lo último que ella le había dicho: que llegaría al día siguiente. Durmió con la ventana entreabierta, que daba a un cielo con pocas estrellas.
Se despertó cerca del mediodía, salió a pie del departamento y se acomodó frente al mar en una reposera con sombrilla, un libro y provisiones. Soplaba un viento tibio y se veían, a lo lejos, algunas embarcaciones. Se zambulló un buen rato en el agua helada hasta acostumbrar sus huesos a ese recipiente inmenso. Almorzó con la tranquilidad de quien veranea en soledad y continuó la lectura de la “Odisea” hasta que se encendieron las luces blancas que bordeaban la costanera. Al caminar notó que empezaba a dolerle una de las rodillas, cerca de donde tenía una cicatriz.
Volvió con una cuota razonable de sal en el cuerpo y también de arena en la ropa y en algunos lugares recónditos de su humanidad. En el camino rumiaba un episodio de lo que había leído: cuando Ulises y sus compañeros recibieron de Eolo el odre de cuero de buey (contenía los vientos que podrían impedirles el regreso a la isla de Ítaca, su tierra natal). En un momento, vencido por el sueño, Ulises descuidó la vigilancia del regalo que había recibido; entonces sus compañeros, que curiosa y codiciosamente querían conocer su contenido, lo abrieron:
Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis compañeros: desataron el odre y todos los vientos se precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los arrebataba un huracán y los llevó llorando de nuevo al ponto lejos de la patria. Entonces desperté yo y me puse a cavilar en mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para perecer en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre los vivientes.
Después de bañarse rápido, puso un cd de Eros Ramazzotti a un volumen bien alto; se sentó en el balcón, en boxer y con las piernas cruzadas, y sacó un cigarrillo. Mientras fumaba con ansiedad, un avión de pasajeros sobrevoló el departamento, acercándose al aeropuerto. El viento soplaba y enfriaba tanto el ambiente que tuvo que entrar y vestirse.
Miró el celular y se dijo que ya era hora de que viniera. Encima, ella seguía sin responderle los llamados ni los mensajes: se sentía ante una situación odiosa.
—¿Dónde estás? —murmuró.
Se acercó nuevamente al balcón, para ver si la veía llegar; al rato, cuando sintió que esperaba inútilmente, volvió a entrar y puso su celular en el microondas. A partir de esa noche, nadie lo vio salir más en mucho tiempo. Eso sí: cada mañana, a través de una pequeña ventana, miraba hacia el mar, porque en el fondo de su corazón aún la esperaba llegar.
Pagaba en regla el alquiler y encargaba las compras de la semana a un vecino —a quien solía saludar durante su vida pública—. Este hombre, además, todos los días le dejaba debajo de la puerta dos periódicos nacionales. Así pasaron los meses.
* * *
Veinte veranos más tarde, el 28 de enero, la puerta del departamento se abrió sin que estuviera su vecino llevándole algo del otro lado. Salió a la calle con un sombrero negro carcomido por polillas, una joroba tenue y la piel muy pálida. Caminaba en tiempo real, pero era como si lo hiciera en cámara lenta: sus pasos de cuero marrón, cortos pero ruidosos, prácticamente no lo dejaban avanzar. Una hora y media hora después compró dos docenas de rosas blancas en una florería que encontró en su camino.
—Acá es —dijo más tarde, al llegar.
Su voz, un susurro forzado, se desvaneció en la explanada de la parroquia Nuestra Señora de los Dolores. Ingresó por el costado izquierdo del templo y se detuvo detrás de la multitud. A su turno, dejó en medio de un colchón de flores casi todas las que llevaba —se guardó una sola— y se acercó al féretro. Lo observó desde diferentes ángulos, luego miró hacia las baldosas, de nuevo el rostro de la mujer y finalmente se alejó con la vista puesta en el suelo. Tocó con la yema de sus dedos huesudos un poco de agua bendita que había en la entrada pero luego negó con la cabeza y se secó con un pañuelo.
Realizó el recorrido inverso, esta vez por calles algo más oscuras, ya que anochecía inevitablemente. Llaveó la puerta principal y estuvo a punto de arrojar la llave al inodoro, pero se contuvo. Después caminó hacia el comedor, donde buscó algo que simulara ser un florero.
Antes de poner la rosa blanca en un vaso largo de vidrio, acarició las últimas espinas que le quedaban, observando también los pétalos inmaculados. Tomó de nuevo la llave y recorrió por última vez esa habitación. Dejó la puerta entreabierta y salió rumbo a la playa, que vibraba con uno de esos recitales masivos de verano. Abriéndose paso entre los vivientes, primero se descalzó y luego caminó hacia el horizonte, donde la luz del sol desaparecía. Lo hizo sin detenerse mientras el agua helaba sus huesos por última vez.