Palmela, viernes, 11 de octubre
Si hubiera de quedarme con un instante mencionaría el extraordinario Adagio molto espressivo de la Sonata Primavera, de Ludwig van Beethoven: porque el tempo, el pianísimo, la transparencia, la complicidad, el caudal controlado de técnica, experiencia y emoción que tocar algo así exige da la medida de lo que un virtuoso es y puede ser, pero sobre todo si supera la condición de virtuoso para no escucharse, para no caer en el manierismo, para que esa expresividad se entregue con todas sus consecuencias al público. Aunque escaso, estuvo atento como si le fuera la vida en ello en el tiempo y el espacio encerrados, pero palpitantes gracias a la devoción y generosidad de muchos en el Cine-Teatro São João de Palmela, al sur de Lisboa, tras dejar a la espalda el Tajo.
Hubo otro ingrediente en ese instante y en los otros dos movimientos convocados al pianoforte de Olga Pashchenko y el violín de Lina Tur Bonet, con quienes tuvimos después la dicha de compartir la cena. Como si algún vecino sordo, tosco, impaciente (o un niño aconsejado por el diablo) estuviera jugando con las hojas de una puerta cuando ellas estaban invocando a Beethoven en medio de un huracán en harapos. Fueron los coletazos de una tormenta romántica y racional como todos los asombrosos fenómenos atmosféricos que iluminan o inquietan nuestras vidas. Me recordó a las sirenas y el sordo rumor del tráfico y de la vida de Nueva York en Vania en la calle 42, que André Gregory montó de forma magistral para el teatro y Luis Malle rodó en estado de gracia, y que para mí siguen siendo quintaesencia de lo que el arte y la vida pueden llegar a ensamblar.
El rumor de esas puertas que se hacían sordo eco de lo que los elementos decían a las puertas del teatro y sobre los largos, calles, tejados, alamedas y vidas de Palmela, eran el recordatorio sutil de nuestros privilegios, de nuestra conciencia, de cómo Clara Schumann, Joseph Joachim y Pauline Viardot, con Brahms de generosa propina, nos brindaron gracias a la imaginación, inspiración, técnica y trabajo destilados por alguien como Lina Tur Bonet, que creo que no voy a olvidar nunca, y la rusa Olga Tashchenko (de quien hablé de su malbaratado país natal por las calles anochecidas de Palmela).
Lina se mueve como una bailarina, se apoya en su vientre y respira sobre las cuerdas porque sabe qué es lo que hizo Dios para que el barro cobrara vida. Así habla la música y ella, que primero fue gimnasta y luego bailó, encontró en un violín el instrumento para ser ella, y que no sepamos en qué mano hay un dedo de menos para verla sonreír mientras toca, salvo cuando, como un mascarón de proa, acomete un scherzo de Brahms. Olga no sonríe salvo cuando saluda al terminar, o cena, ya lejos del escenario. Ataca las piezas sin darse tiempo a acomodar el cuerpo o aclararse la garganta, no nos deja dudar, sino atender asombrados a su pericia. Ella ya ha hecho que el pianoforte desembuche todo lo que encierra con una limpieza que es al tiempo un matrimonio y un sistema de riego sanguíneo.
Hermosas, precisas, preciosas, ligeras y profundas, juguetonas y serias, líricas, pero conscientes de lo que componer y ser una mujer significa… Lina Tur Bonet y Olga Paschenko hicieron palpable qué nos regala la música en el curso de la vida. Esta noche en Palmela, azotada por el viento y la lluvia, nos hicieron breve y sucintamente mejores, y convirtieron la Mostra España y su coloquio Sobre viajeros de aquí y allá (portugueses como Patrícia Portela hablando de Miguel de Unamuno o Bruno Vieira Amaral de Julio Llamazares; españoles como Ramón Reboiras hablando de Agustina Bessa-Luís y Nuria Barros de Miguel Torga) algo que recordar en las noches futuras, cuando nos vayamos quedando ineluctablemente sordos y solos como Beethoven.