Sólo una autopista separa Sandton de Alexandra. A un lado de la M-1, que atraviesa Johanesburgo de Norte a Sur, se alzan los lujosos apartamentos, hoteles y centros comerciales del principal centro de negocios de Sudáfrica. Casi no se ven negros si no es desempeñando trabajos poco cualificados. Al otro lado se extienden las decenas de miles de chabolas de madera y chapa metálica del township (gueto creado durante el régimen racista abolido en 1994). En las polvorientas calles de Alex, donde residen medio millón de personas, es aún más extraño tropezarse con un blanco.
La vecindad de ambos barrios es uno más de los brutales contrastes tan frecuentes en Sudáfrica, que según diversos estudios es el país con mayores desigualdades sociales del planeta, un dudoso honor que sólo le disputa Brasil. La brecha entre blancos-ricos y negros-pobres es hoy incluso mayor que durante el apartheid (separación, en lengua afrikaans). Mientras su subsuelo alberga inmensas riquezas naturales (es uno de los mayores productores de oro, diamantes y platino) y el PIB se duplicó entre 2000 y 2008, el 40% de sus 47 millones de habitantes son pobres, y un 15% viven en peor miseria.
Las cifras de la injusticia abruman: el 20% más rico de la población (casi todos blancos) acapara el 60% de la riqueza. El salario medio anual de un trabajador negro apenas supera los 1.000 euros mientras el de un blanco se acerca a los 7.000. Un 24% de los hogares carece de agua corriente y un 20% de electricidad. Con más de la mitad de los jóvenes en paro, los índices de criminalidad son también espectaculares: hay un asesinato cada 45 segundos y una violación cada 30.
La minoría blanca disfruta de uno de los niveles de vida más altos del globo rodeada de verjas electrificadas, guardias armados, alambres de espino y perros guardianes. “Sudáfrica es una mezcla del Primer y el Tercer Mundo, de pobreza y sofisticación”, señala Max du Preez, periodista sudafricano blanco que se distinguió en la lucha por la democracia.
Tras destacar que el país goza de “libertad y estabilidad, lo que es todo un tesoro en el continente”, se confiesa “profundamente decepcionado” por la gestión en el Gobierno del Congreso Nacional Africano (ANC), el movimiento negro antiapartheid al que apoyó, y cree “minado por la corrupción y las luchas intestinas”.
“No era realista esperar que todo cambiara tan rápidamente, aunque ha habido grandes logros económicos y sociales, como la extensión de la sanidad a toda la población”, opina John Allen, ex colaborador y biógrafo del que fuera uno de los artífices de la transición y premio Nobel de la Paz, el arzobispo Desmond Tutu. Allen coincide con Du Preez en diagnosticar la existencia de un nuevo “apartheid económico”. Lo que antes separaba la ley, hoy lo hace simplemente el acceso al dinero.
Se han hecho cosas, pero muchas menos de las esperadas: desde 1994 los chabolistas han pasado de diez a 7,8 millones y el agua llegado a siete millones de personas. “Pero construyó más viviendas para los pobres el régimen racista en los 60”, remarca Alfred Bosch, profesor de Historia de África en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Las mejoras para el grueso de la población han sido más formales que reales: tienen todos los derechos, pero escasas posibilidades de ejercerlos. Mientras, entre las élites gobernantes imperan el nepotismo y un enriquecimiento que exhiben sin pudor. La clase media negra apenas despunta, pero ya hay 10.000 millonarios negros, la mayoría bien avenidos con el ANC.
La frustración se palpa en los townships, una verdadera “bomba de relojería” según numerosos analistas. “Tengo 32 años, vivo aquí desde los dos, y nada ha cambiado”, dice Kwezi mientras paseamos entre las chabolas de Khayelitsha, el mayor suburbio de Ciudad del Cabo, donde malviven casi un millón de personas compartiendo una letrina cada tres familias y una fuente cada 10 o 12.
El espíritu de Mandela
El 11 de febrero de 1990, un hombre abandonaba a pie, de la mano de su esposa, la prisión Victor Verster, cerca de Ciudad del Cabo. Los ojos de todo el planeta estaban puestos en Nelson Mandela, el preso político más antiguo del mundo, que ese día recobraba la libertad después de 27 años de reclusión. Tras largos años de revueltas callejeras se ponía fin a cuatro décadas de apartheid -culminación de siglos de racismo menos explícito- y la mayoría negra, el 80% de la población, alcanzaba por primera vez la igualdad legal con sus conciudadanos blancos, mestizos y asiáticos.
El apartheid (1948-1994) clasificó a los sudafricanos en cuatro grandes grupos raciales y concedió a cada uno distintos derechos y deberes, con los blancos en la cúspide del sistema. “Para distinguir a un coloured (mestizo) como yo de un negro te pasaban un peine por el pelo. Si se enganchaba, eras negro. Aquel peine podía cambiar tu vida para siempre”, recuerda el empresario Owen Jinka, que acudió hace veinte años a recibir a Mandela a la Grand Parade, la principal plaza de Ciudad del Cabo.
Las leyes prohibían casarse y mantener relaciones sexuales con miembros de otros grupos. Éstos vivían en barrios segregados y usaban diferentes accesos a los edificios públicos, distintos autobuses y trenes, restaurantes, lavabos, piscinas e incluso cabinas telefónicas. El país se llenó de señales de sólo para blancos. El Museo del Apartheid de Johanesburgo reproduce la experiencia al repartir aleatoriamente a los visitantes entradas blancas y negras. Personas que llegan juntas deben acceder al recinto por diferentes puertas y hacer parte del recorrido por separado.
Incluso en la cárcel -las había para blancos y no blancos, claro- cada grupo recibía raciones de comida diferenciadas. Como era de esperar, las más escasas eran las de los negros, explica Sipho Nkosi, ex preso político que hace de guía en la isla de Robben, frente a Ciudad del Cabo, donde él pasó cinco años y Mandela, 18.
Decenas de miles de familias quedaron oficialmente divididas. La ley permitía recurrir la clasificación pero, entre 11 millones de personas, sólo se registraron un puñado de camaleones, como se nombró a los que se dejó cambiar de color. Unos pocos mestizos y asiáticos lograron ascender a blancos. Y también algunos blancos perdieron la categoría.
Tras su liberación, la capacidad de diálogo de Mandela evitó la guerra civil abierta que todo el mundo vaticinaba -aunque no faltó la violencia: hubo 20.000 muertos-. Madiba, como le llama cariñosamente la gente (es el nombre de su clan de la etnia xhosa), consiguió reconciliar a blancos y negros y crear de la nada una identidad nacional. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación cerró una parte de las viejas heridas, y el país, que aprobó en 1994 una de las constituciones más avanzadas del mundo, celebró ese mismo año sus primeras elecciones democráticas. Ante los sudafricanos, bautizados por Tutu como la nación del arco iris, se abría un horizonte que parecía no tener límites.
Política por economía
Alfred Bosch, quien asistió como periodista y estudioso a aquel proceso, afirma que la transición sudafricana se basó en un acuerdo tácito: “los blancos cedieron a los negros el poder político a cambio de que éstos les dejaran conservar el poder económico. Y así siguen hasta ahora».
Con el sucesor de Mandela, Thabo Mbeki, el ANC empezó a perder el espíritu del Madiba. Dos décadas después de la transición, “puede verse el vaso medio vacío o medio lleno. Yo prefiero verlo medio lleno: Sudáfrica es un país en paz y una democracia consolidada, un Estado de Derecho que funciona, algo que nadie podía imaginar en 1990”, opina el periodista John Carlin, corresponsal allí en aquellos años y autor de El factor humano, el relato de los hechos llevado recientemente al cine por Clint Eastwood con el filme Invictus.
Hay datos para la esperanza: pese a la segregación y la enorme diversidad étnica y cultural -existen 11 idiomas oficiales-, no han prosperado movimientos nacionalistas y menos aún separatistas. Y los grupos antidemocráticos -como la extrema derecha neonazi, cuyo líder histórico, Eugene Terreblanche, fue asesinado el 3 de abril por motivos no políticos- han quedado arrinconados. En Sudáfrica, los valores democráticos y ciudadanos están ampliamente extendidos.
Pero cada comunidad sigue encerrada en su mundo, y los prejuicios continúan muy vivos. “Aquí nunca vienen sudafricanos blancos. Siguen con el apartheid en sus cabezas, y eso jamás cambiará”, considera Freedo Vukela, que enseña a los visitantes la pequeña casa de Soweto (el mayor township del país, cerca de Johanesburgo) donde vivió Nelson Mandela hasta su captura en 1962 (y unas pocas semanas tras su liberación). “Hay gente que prefiere vivir así en lugar de trabajar”, nos espeta con menosprecio Sidney Govender, un vecino indio, al pasar junto a un barrio de chabolas de negros cerca de Durban.
El indio pasa por alto que, aunque la economía crece a buen ritmo, no se crea apenas empleo. El paro es oficialmente del 25%, aunque, como todo en el país, mal repartido: es del 5,1% entre los blancos y del 41,2% entre los negros. Los economistas lo atribuyen a las carencias educativas que, como herencia del antiguo régimen, aún arrastran estos últimos impidiéndoles integrarse en una economía moderna y competitiva que representa el 25% del PIB de toda África (aunque éste supone apenas el 1% del mundial).
La teórica prosperidad ha atraído a millones de inmigrantes de todo el continente. Algunos han caído bajo las garras de los leones del inmenso Parque Nacional Kruger, que se extiende por la frontera con Mozambique. Los que llegan a las ciudades se apiñan en los townships, donde sufren las iras xenófobas, a menudo violentas, de los autóctonos pobres. Más de 2.000 zimbabuenses, fugitivos del caos provocado por Robert Mugabe, se hacinan desde hace años en la Iglesia Metodista Central de Johanesburgo.
1.000 muertes al día
Pero, sin duda alguna, el problema más grave al que hace frente Sudáfrica es el sida. Con casi seis millones de seropositivos, se trata del país más afectado del mundo. Los dos mandatos de Thabo Mbeki (1999-2008) fueron desastrosos para la lucha contra el virus, cuya existencia negaba increíblemente. Dejaron de distribuirse antirretrovirales a los afectados, lo que extendió la infección y causó la muerte de decenas, tal vez cientos de miles de personas.
Mbeki tuvo que dimitir tras probarse que conspiró con malas artes contra su rival en el partido, el actual presidente Jacob Zuma, quien cambió la estrategia oficial. “Ahora el Gobierno colabora plenamente con nosotros, distribuye los medicamentos y en pocos años se ha pasado de 400 clínicas especializadas a 4.000”, se felicita el belga Gilles van Cutsen, coordinador de Médicos sin Fronteras en Khayelitsha.
Pese a los avances en la prevención, y debido en gran parte a los prejuicios masculinos contra el preservativo, la enfermedad avanza. Aún mata a 1.000 sudafricanos al día. Aunque defiende en sus discursos el lema oficial ‘abstención, fidelidad o condón’, el ejemplo de Zuma no ayuda: oficialmente polígamo (tiene tres esposas, es viudo de otra y se divorció de una quinta), fue acusado de violación y mantiene frecuentes aventuras extraconyugales. Fruto de todo ello ha reconocido hasta ahora a veinte hijos.
En este contexto, el país ha acogido la Copa del Mundo de Fútbol 2010, el mayor acontecimiento jamás organizado en África. Entre no pocas críticas y protestas, se han construido espectaculares estadios y modernas infraestructuras de transporte y comunicaciones, que han ocupado temporalmente a decenas de miles de trabajadores.
Sudáfrica quería demostrar al mundo su capacidad e invirtió más de 5.500 millones de euros en el evento (la mayor parte, dinero público). Según las previsiones oficiales, el Mundial había de aportar más de 9.300 millones y hacer crecer por sí solo el PIB un 0,5%. Pero debido a la crisis y al exagerado incremento de los precios, pronto se rebajó de 450.000 a 200.000 el número de visitantes esperados. La locura que inundó durante meses a un país convencido de que el Mundial sería la panacea de todos sus males empezó a enfriarse en cuanto el balón empezó a rodar. Hoy todo el mundo teme que la Sudáfrica posmundialista se parezca demasiado a la de antes del torneo.