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Un asmático debe aprender a respirar

 

 

Tengo fresco el recuerdo de la primera noche en que me quedé sin aire. Llevaba un rato dormido, con el pecho sibilante y el sueño ligero, cuando de pronto mis bronquios se taparon por completo. Fue un bloqueo abrupto, parecido a lo que pasa cuando el tubo de una aspiradora absorbe un trapo. Mis pulmones parecían estar vacíos. Segundos después, un espasmo brutal me hizo saltar de la cama con los brazos estirados, como si tratara de atrapar el último salvavidas de la Tierra. Tuve que sentarme para arras­trar algunas moléculas de oxígeno hasta mis pulmones. «Pensé que te morías», me dijo mi novia de entonces, ya en la sala de emergencias. Esa noche pasé un largo rato conectado a la mascarilla de un nebulizador, un aparato que recompone mi capacidad de respirar con un vapor medicinal. Fue un viaje cercano al centro del miedo: la idea de morir asfixiado siempre ha sido mi peor pesadilla. También fue un momento de revelación: la extrema fragilidad de la vida en toda su inmediatez. En mi caso está el agravante de que esta condición ya no depende de causas externas, sino de algo que antes yo no era y en lo que me he convertido: a partir de este episodio admití, derrotado por la evidencia, que soy asmático.

 

Pertenezco a lo que el poeta uruguayo Mario Benedetti —un asmático que ha provocado millones de suspi­ros— denomina la ‘masonería del fuelle’. «[Quienes] siempre han respirado a todo pulmón y a todo bronquio, no pueden ni por asomo imaginar el resguardo tribal que proporciona la condición de asmático», dice Benedet­ti en el cuento «El fin de la disnea». El protagonista de ese relato se precia de tener esta condición por un rasgo que nos diferencia de otros enfermos crónicos como los hipertensos o los diabéticos: mientras ellos padecen síntomas similares entre sí y se someten al mismo régimen que otros pacientes de su condición, cada asmático es un universo propio, con alergias distintas, cuidados distintos, crisis distintas. Yo reacciono ante los olores muy fuertes y las bebidas muy frías. Otros colapsan después de ingerir ciertos alimentos. Mi hermano menor fue asmático de niño y no podía comer chocolates ni estar cerca de los insecticidas. Somos una comunidad de distintos que se definen por la conciencia de que, en este planeta que se calienta, el aire es el primer recurso natural vinculado a un peligro de extinción: la nuestra.

 

Una persona normal respira en promedio veintiún mil veces en un día. Un acto que repetimos quince veces por minuto sin parar. Nadie es consciente de la constancia de ese acto reflejo, de la precisión y regularidad que demanda, hasta que le falta el aire como a nosotros, los asmáticos. Cuando uno entra en crisis, asume cada respiro como una pequeña prórroga del saldo de su vida, como un ligero dribleo a la muerte, una burla que siempre puede ser la última. En cierto sentido, la condición de asmático es un enigma cósmico: en la tradición judeocristiana, la vida surge del aliento de Dios; el libro sagrado más antiguo del hinduismo, el Rig Veda, incluye la palabra Prana, que en sánscrito significa ‘respiración’, como sinónimo de vida. «Cuando respiramos estimu­lamos nuestro cuerpo con la energía del universo», dice Deepak Chopra, el gurú de la medicina alternativa, en un video en que enseña a sus seguidores a captar la energía del aire a través de las fosas nasales. Si la naturaleza de los asmáticos sigue un camino inverso, ¿significa que somos seres marginales en el plan de la creación? Sería una buena pregunta para Maimónides, el gran teólogo y médico judío de la Edad Media, quien escribió un Tra­tado sobre el asma.

 

Según Maimónides, un asmático debía evitar las medicinas fuertes y los desbandes sexuales, dormir mucho y tomar sopa de pollo. Para mí el mejor remedio es tener a mano mi inhalador. No siempre lo necesito, pero funciona como los amuletos para los supersticiosos: me ayuda a creer que regresaré a casa sano y salvo. Por el contrario, cuando lo olvido me siento como un aviador sin paracaídas. He tenido que aprender a vivir con eso. He tenido que aprender a respirar. Significa que en todo momento soy consciente de lo que dejo entrar a mis pulmones: hasta hace poco rehuía el humo del cigarro como si fuera un arma biológica, y evito pasar por encima de las rejillas de ventilación que botan el aliento impuro de los edificios a la calle; si detecto un olor desconocido, mi reacción natural es contener la respiración hasta evaluar si puede hacerme daño. Pero es imposible hacerlo miles de veces al día. «Hay que luchar por cada bocanada de aire y mandar la muerte al carajo», dice el Che Guevara de la película Diarios de motocicleta. Estoy de acuerdo. Sólo espero que entre mis pertrechos de guerra nunca falte un frasco de salbutamol. 

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