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Un ayuno de 38 años. El representante saharaui en México y el Ramadán

Ahmed Mulay, anoche, comió un poco de ensalada y un huevo. Como estos días ha tenido mucho trabajo en la embajada no pudo salir a dar limosna a los mendigos de Polanco. Suele darles cinco pesos, en ocasiones veinte. Por la mañana, antes de la salida del sol, desayunó un plato de suhur (sopa con pedazos de carne, zanahoria, cebolla, lentejas) y desde entonces no ha probado bocado ni bebido líquido. Está celebrando el Ramadán.

 

Como mil quinientos millones de musulmanes en el mundo (y alrededor de 5.200 en México, de acuerdo con el Centro de Investigación y Docencia Económica), Ahmed Mulay se rige por el calendario de la tradición islámica, condicionado por los movimientos lunares. En el noveno mes se recuerda que Alá reveló los primeros versos del Corán a Mahoma. Durante estas fechas (que cada año se mueven once días, de manera que no siempre se desarrollan en los días largos y llenos de luz del verano), los musulmanes practican por un mes el ayuno desde el alba hasta la puesta del sol.

 

Ahmed Mulay nació en la República Árabe de Saharaui Democrática, al sur de Marruecos. Les llaman los hijos de las nubes: nómadas que viajan por el desierto buscando agua para sus camellos, enfundados en la derraá, una amplia túnica que alivia el calor y que, ceñida, protege del frío. Cuando encuentran una nube, construyen con piedras su mezquita, y con pelo de camello y cabra, sus jaimas, las tiendas donde viven. Si deben seguir moviéndose, las dejan atrás. Para los saharauis, Alá habita todos los rincones del desierto.

 

“Pero el Ramadán no es sólo no comer y no beber. Se trata de algo más profundo”, dice Ahmed Mulay, el embajador en México de la República Árabe de Saharaui Democrática, quien después de cenar, anoche, leyó algunos versos del Corán. Durante estos treinta días, los musulmanes no deben tener sexo, cultivar pensamientos eróticos ni perfumarse. “Todos los goces de la vida”, dice, “uno los aparta”.

 

¿Por qué los musulmanes renuncian a los placeres? El acceso al placer diferencia, marca límites: tú tienes los medios para disfrutarlo, tú no. El objetivo del Ramadán consiste en que, al menos por un mes, el ministro, el rey, el presidente y el pobre vivan en igualdad. “En la práctica ya no es verdad. Ahora no es así”, se lamenta Ahmed Mulay.

 

Su lamento guarda sangres antiguas. Desde hace tres décadas, el gobierno marroquí, Ramadán o no, mantiene un conjunto de muros (con un costo de tres millones de dólares al día) para separar a los saharauis de los saharauis. A lo largo de 2.700 kilómetros, con más 100.000 soldados desplegados de punta a punta, estas barreras descubren el reverso obsceno de la aldea mundial. Por encima de sus muros, rodeados de entre siete y ocho millones de minas antipersona, sólo pasan las nubes.

 

 

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La talha, el árbol simbólico del Sahara, ha sido utilizada por los saharauis para guarecerse de los rayos del sol mucho antes de que en el siglo XIX los franceses, los británicos, los ingleses, los alemanes, los portugueses, los belgas y los españoles se repartieran el continente africano e impusieran fronteras sobre un pedazo de papel. Después de la Segunda Guerra Mundial (o, por decirlo de otro modo, después del intento de los nazis de implantar en el corazón de Europa el modelo colonial), los países africanos comenzaron la ruta de la independencia; el Sahara Occidental, sin embargo, siguió bajo dominio español.

 

En 1954 nació Ahmed Mulay, en un pueblo muy cercano a El Aaiún, la capital de la hoy República Árabe Saharaui Democrática. Siete años más tarde, la dictadura franquista convirtió al Sahara Occidental en provincia española con el objetivo de esquivar la normativa de descolonización de la ONU. Los saharauis, que además hablan árabe y hasanía, son el único país hispanohablante del norte del continente africano y del mundo árabe.

 

A los cinco o seis años, Ahmed Mulay empezó a notar cómo los habitantes su pueblo natal, Hagunia, dejaban de comer con la luz del sol. Por las tardes, su padre le daba una moneda para que la entregara a algún pobre. “El Ramadán mueve en los musulmanes lo más bueno de ellos. Tienes que ser el más generoso”, dice. Al anochecer, después de la oración, recibía un plato de sopa y unos cuantos dátiles. Nadie conversaba. Alabar a Alá requiere silencio. 

 

Ahmed Mulay practicó su primer Ramadán a los dieciséis años, el año en que la legión española mató a una docena de personas en una manifestación nacionalista pacífica en El Aaiún. Por la mañana se preparaba para el ayuno con la sopa de su madre: un caldo con pedacitos de cebolla, carne, tomate, zanahoria y lenteja. Y algo más. En los últimos cuarenta años, Ahmed Mulay no ha vuelto a percibir ese olor, un aroma que antes de la salida del sol se abría paso por todos los rincones de la jaima. 

 

“Lo que hace la mamá sólo lo hace la mamá”, dice en voz baja, sonriendo en español, en árabe y en hasanía.

 

En 1973, los dos movimientos nacionalistas del Sahara se reunieron en Mauritania y se creó el Frente Polisario, con el objetivo de obtener la independencia a través de la lucha armada contra la ocupación española. Al año siguiente, Ahmed Mulay se unió al movimiento. Una mañana salió a una de las juntas del Frente, a un barrio a unos quince minutos de casa. Le pidió a su hermana que le guardara un poco de cena.

 

—¿Dónde está Ahmed?

—Aquí estoy.

—Está buscándote el ejército español –le dijo un compañero saharaui.

 

Unos meses después, España firmará el Acuerdo Tripartito de Madrid, con el que entregará la administración de los terrenos del Sahara Occidental a Marruecos y a Mauritania. El Acuerdo Tripartito no será presentado a las cortes españolas ni será publicado en el Boletín Oficial. A la firma del papel seguirá la invasión: sangre por el norte, con Marruecos, y fuego por el sur, con Mauritania.

 

A Ahmed Mulay la guerra lo alcanzará fuera del país. Lo dejamos en una junta del Frente, a punto de salir de su lugar de origen. Cuando le avisan que el ejército español lo busca, sus compañeros lo meten en el maletero de un coche y lo sacan del Sahara. Sale con las manos vacías, sin despedirse de sus padres ni de sus hermanos, con la cena enfriándose en la mesa de la jaima durante las siguientes cuatro décadas.

 

 

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Para Ahmed Mulay, el Ramadán en el exilio huele a sopa de cebada sin sal, sin verduras ni carne. Huele también a las explosiones del napalm y de las bombas de racimo.

 

Mauritana abandona pronto su intento colonizador en el Sahara Occidental, pero Marruecos, pese al dictamen del Tribunal de La Haya de llevar a cabo un referéndum en la región, moviliza a 300.000 soldados en varias ciudades saharauis. El Frente Polisario, con un contingente de unos dos mil hombres, le opone resistencia. No tiene otra opción que la guerra de guerrillas. 

 

Desde Amgala, zona dominada por el Frente Polisario, Ahmed Mulay lucha en el frente. Entre sus primeras actividades se encuentra la de socorrer a sus compatriotas perdidos en el desierto, desperdigados por el ataque aéreo marroquí. Los niños extraviados vagan por un terreno sin fin. El desierto, lugar de profetas, se convierte en un cementerio anónimo. En los últimos años se han encontrado fosas comunes en el Sahara, la más grande de ellas con sesenta cadáveres de víctimas saharauis.

 

Cuando llega el Ramadán, Ahmed Mulay sigue caminando en el desierto en busca de sus compatriotas desplazados. Corta el ayuno con sopa de cebada, pero sin dátiles. A veces consigue latas de sardinas. Por lo regular no hay comida, y cuando la hay se destina a los huérfanos del campamento. El Corán establece que si las condiciones no son las adecuadas (en una situación de guerra, digamos), el Ramadán no debe llevarse a cabo.

 

“Lo que más sientes es que todo te lo ha hecho un país musulmán –dice–, un país que tiene la misma religión que tú, que habla la misma lengua que tú. Que te persigue con aviones militares, con pilotos musulmanes, que mata a las mujeres, que mata a los niños, que quiere borrar de la faz de la tierra al pueblo saharaui”. En la última noche del Ramadán, los seguidores del islam se reúnen en la mezquita, dan gracias a Alá por las bendiciones, se abrazan entre ellos y se piden perdón. Nada de eso sucede en ese momento en el Sahara. La sangre sigue hirviendo.

 

Ahmed Mulay conoce a Gazmula, su esposa, en uno de los campos de refugiados. Después de una noche (una fiesta frugal, con las privaciones propias del conflicto en los bordes), la dirección del Frente lo envía a una misión fija en otro de los campamentos. No regresa en un mes. Cuando vuelve a encontrarse con Gazmula llevan a cabo una de sus obligaciones para con la causa: tener hijos. La República Árabe Saharaui Democrática no rebasa el millón de personas. Si la guerra por la independencia aspira a cumplir con su objetivo, necesita futuro.

 

A principios de la década de los ochenta, Marruecos da inicio a la construcción de los muros para dividir los territorios administrados por el Frente Polisario de aquellos bajo control marroquí. La vieja historia: protegerse de los bárbaros. La (relativamente) nueva historia: explotar, a través de empresas multinacionales (muchas de ellas españolas), los yacimientos de fosfatos, petróleo y los grandes bancos de pesca de un territorio ocupado de manera ilegal. En medio de este movimiento de mercancías, que al año reporta a Marruecos un estimado de 300 millones de dólares, los desplazados saharauis ven más lejos el regreso.

 

Y, sin embargo, muchos de ellos conservan, en los bolsillos, las llaves de sus casas.

 

Los muros enturbian la voz de Ahmed Mulay hasta que en 1985 un habitante de la zona ocupada le da un número de teléfono. Le responde un policía marroquí.

 

—Salam aleykum. Hola.

—¿Tú eres Ahmed Mulay?

—Quisiera hablar con la señora Fatma.

—Eres tú. Muy bien. Hasta luego.

 

La comunicación se corta. Quien desee hablar a la zona ocupada deberá pasar antes por el centro de espionaje del ejército marroquí. Pero Ahmed Mulay insiste, una y otra vez, y en uno de esos intentos se encuentra con un policía que no lo reconoce. Al otro lado del teléfono habla su madre.

 

Han pasado diez años desde que salió del Sahara Occidental dentro de una cajuela. Desde entonces no se ha comunicado con nadie de su familia. La cena sigue enfriándose en la mesa de la jaima mientras su madre le habla de los camellos. Le habla de las cabras. Le habla de los cambios en la casa; le habla de los hijos de sus primos; le habla de las vidas de sus hermanos. Mucho por informar: muy pocas palabras para contener una década en apenas dos horas.

 

Y le habla, también, de la muerte de su padre hace nueve años. La llamada termina.

 

Marruecos y el Frente Polisario firman, impulsados por la ONU, un alto al fuego en 1991. Se programa para el año siguiente un referéndum de autodeterminación en el Sahara Occidental. El gobierno marroquí, no obstante, intenta incorporar a 120.000 personas al censo, de manera que el referéndum se aplaza cinco años. Y después otro. Y de nuevo otro. Hasta la fecha no se ha celebrado.

 

La guerra deja tras de sí quince años de sangre. Muchos animales desaparecen del desierto. La talha, usada por los saharauis para la elaboración de recetas médicas tradicionales, es carbonizada por el ejército de ocupación para cocinar alimentos. Se encuentra, por un tiempo, al borde de la extinción, calcinada por los invasores. Los árboles no olvidan la guerra. 

 

*     *     *

“¿Cuál es la relación de los muertos con lo que no ha ocurrido, con el futuro?”, se pregunta John Berger en Con la esperanza entre los dientes. “Todo el futuro es la construcción en que su imaginación se empeña”.

 

Dos historias de los nombres:

 

Mariem Hassan cantó sobre el pueblo saharaui hasta su último concierto, hace dos años, en el campo de refugiados de Dajla. Padecía cáncer terminal, y cuando terminó su presentación se levantó, ayudada por sus músicos, y se retiró a su jaima. Acababa de pedir perdón a sus compatriotas por si alguna vez les había fallado. “Tenemos que apoyar a los que resisten en los territorios ocupados, y una de las maneras es hacerlo a través de la música“, decía, “pues sabemos que allí escuchan nuestras canciones”. 

 

Abdrabo visitó a Ahmed Mulay en uno de los campos de refugiados cuando recibió quince días de vacaciones de la región militar. Como estaba soltero, quería buscar una esposa, aportar hijos a la causa. Acordaron, en sus próximas vacaciones, llevarlo a conocer chicas. Unos días después del regreso, Adbrabo cayó en combate.

 

Mariem y Abdrabo son los nombres de dos de los siete hijos de Ahmed Mulay. En la República Árabe Saharaui Democrática, los niños suelen ser llamados como los mártires. De este modo, vivos y muertos comparten la misma esfera; sus actos y su memoria se funden en el futuro. 

 

 

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Estamos en Ramadán. Esta mañana, Ahmed Mulay desayunó la sopa que hacía su madre. Sus dátiles los consiguió en la Central de Abastos; ahí los toca, compara su tamaño, los huele, y después de un rato compra una caja. Durante el día lleva a cabo sus actividades de embajador, por las que no recibe ningún sueldo. Cuando se enroló en el Frente Polisario, se comprometió a entregar su trabajo a la búsquedaa de la independencia. Nada de eso ha cambiado.

 

Antes de que salga el sol, le gusta tomar un poco de té (el saharaui tiene un sabor, en principio, ligeramente más amargo, si bien deja una sensación de dulzura al atravesar la garganta). Mucho té, mucho cuscús: se necesita poco más para organizar una gran fiesta en el Sahara.

 

Ahmed Mulay atravesó el conjunto de muros marroquíes en 2013, 38 años después de haber salida de su país natal en el maletero de un carro. Protegido por la seguridad de la ONU, pudo regresar gracias a que el gobierno de Marruecos permitió la vuelta de algunos desplazados saharauis. Pero lo permitió, únicamente, por espacio de cinco días.

 

Viajó con sus hijos, casi todos ellos nacidos en los campos de refugiados. Ninguno conocía su país. Por primera vez en su vida plantaron los pies en el Sahara ocupado, viajaron por la capital, se bañaron en las playas con el agua del Atlántico. Pese al enorme valor simbólico de estos días, en todo momento se percataron de que ésa todavía no es su tierra: los destacamentos marroquíes, con la contundencia del colonizador, dejaban marcas de su presencia en todo el territorio detrás de los muros.

 

Y la cena, aquella que esperó a Ahmed Mulay durante 38 años, fue acompañada por té, cuscús, por su madre y su hermana y sus tres hermanos y una familia que en cuatro décadas no había parado de crecer. Durante una semana, él vivió la rutina saharaui, durmió en la jaima donde había crecido, atendió a las cabras, bebió leche de camello. Y después de cinco días, cuando debió volver, los muros recuperaron su solidez.

 

“Cuando llega Ramadán se abren las puertas de la misericordia, se cierran las del Infierno, se encadenan los demonios y se abren las puertas del Paraíso”, reza un hadiz (relato transmitido oralmente) de Mahoma. El ayuno de estos días, las lecturas del Corán, el olor de la sopa que lo ha acompañado desde la infancia conectan a Ahmed Mulay con sus muertos. La independencia, cuando se logre, anclará sus bases en ellos.   

 

Cuando esto suceda, Ahmed Mulay piensa regresar a su país. Le gustaría participar en la construcción de la primera universidad en Al Aaiún. Para los saharauis, la transmisión del conocimiento articula la memoria colectiva (¿y qué debería ser una universidad sino el depósito de la memoria colectiva?). Tienen, incluso, un dicho: Educa a un hombre, educas a una persona; educa a una mujer, educas a cinco personas.   

 

La injusticia, dicen en el desierto, es un espejismo que se diluirá con el tiempo. Marruecos sigue aplazando el referéndum de autodeterminación del Sahara Occidental, pero Ahmed Mulay confía en que éste llegará. Con la independencia comenzará el proceso de reconciliación: nuestro problema, dice, es con el rey, no con el pueblo marroquí; con ellos buscará tomar un poco de té, conversar en árabe en una jaima, descansar después de una larga noche y olvidar, juntos, el pasado.

 

 

 

Gerardo Juárez Vázquez es reportero en Ciudad de México. Ha colaborado en Lo Político y Chicago Deportivo, entre otros. Estudió en la UNAM Maestría en Estudios Latinoamericanos, donde se tituló con un trabajo sobre la crónica periodística de la región. En su trabajo intenta unir la formación recibida en la academia y en el periodismo.   

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