En Venezuela es común describir a una persona o circunstancia como algo o alguien que “no moja, pero empapa”. Posiblemente un americanismo derivado del equivalente gringo, “when it rains it pours”, su uso lleva una connotación menos negativa que la del inglés, limitándose a calificar como exagerado el aspecto que se desea resaltar. En el fútbol, como en la vida, existen momentos en los que pareciera que todo se junta, que todo viene a la vez, y que si bien la vida misma no moja, pues sí que empapa.
El enfrentamiento de mañana contra el Chelsea de Londres y de Roberto DiMatteo tiene su propia historia, por supuesto: todos recordamos, casi a la fuerza, la infamia de Tom Henning Ovrebo, un árbitro incapaz de tomar una decisión, en aquella semifinal de 2009, en lo que sería el último partido entre los dos equipos hasta la fecha. De ella se recuerda más lo que no se pitó que lo que sucedió, y la imagen del gol de Iniesta que dio el pase al Barcelona en el último minuto del partido es casi tan inolvidable como la de Ballack corriendo toda la extensión del campo mientras escupía recriminaciones en el rostro del colegiado.
Y es que, a pesar de que la rivalidad entre ambos clubes es reciente, ha habido incidentes en prácticamente todas las ocasiones que han jugado. Por ejemplo, los octavos de final de la Champions de 2005, con Mourinho en el banquillo azul y Rijkaard en el blaugrana, el cual le costó la carrera a otro colegiado, Anders Frisk, tras recibir amenazas de muerte por expulsar a Didier Drogba en el partido de ida. El portugués ganaría aquel duelo, con un gol de John Terry en offside que serviría, al año siguiente, para justificar una expulsión rigurosa a Asier del Horno, también en octavos, que prácticamente le costaría la clasificación al Chelsea. Y es que, lo de las tarjetas rojas para los equipos de Mourinho cuando se enfrentan al Barca no se limita a la era de Pep.
Sin embargo, esta vez el partido entre el Chelsea y el Barcelona, en el Camp Nou, tiene una trascendencia, una significación, especial que va más allá de lo que está en juego. Tras derrotas consecutivas en los dos partidos más importantes hasta la fecha del Barcelona en la temporada corriente, el enfrentamiento del martes se convierte en una cita en la que el mundo entero estará a la espera de saber si, efectivamente, la dominancia del FC Barcelona sobre el resto de los clubes del mundo ha llegado a su final.
Si este Barcelona es o no el mejor equipo de todos los tiempos queda como tópico esencial de tertulias de taberna. Irrefutable, sin embargo, es la seguidilla de cinco semifinales y tres copas de Champions League en seis temporadas. Eso, además de las cuatro ligas domésticas, la Copa del Rey y los demás trofeos “menores” que, desde aquella victoria en París, se han sumado al gabinete de honores del club.
Pero no hacen falta mil palabras para decir que todo esto se ha visto ya en el pasado, y a Pep y sus chicos la historia les sabrá a poco el martes en la noche ante 90.000 de sus más acérrimos aficionados. Aún nada se ha decidido, ni estará, tampoco, escrito el veredicto, inclusive si el Barcelona llegara a perder contra un Chelsea que se sabe inferior. Lo único que sí es cierto es que por primera vez en varios años se le nota aprehensivo a un combinado que, hasta ahora, había mostrado un instinto absolutamente voraz. Y en la vida, como en el fútbol, el que resbala generalmente termina perdiendo.