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Un buen cerrojo

Todos tenemos nuestras manías, nadie se salva. Tampoco quien les escribe. Si hasta los perros las tienen, ¿por qué no iba a tenerlas yo? Eso sí, podéis estar tranquilos, entre mis manías no están el morder zapatos, ni calcetines. Tampoco salto encima de las visitas. Una cosa si me delata y es que no puedo ver un cuadro torcido sin correr a enderezarlo.

Reconozco además, que ahora desde que escribo más asiduamente he añadido un montón de manías nuevas a mi repertorio. Consciente que la inspiración puede venirme en cualquier momento, en cuanto una idea me asalta la cabeza, tengo que echar mano de mi libretita y apuntarlas a modo de esbozo ya sea en la calle o donde me pille. No será la primera vez que en plena clase de arte mientras me hablan de Giotto mi mente que a veces va por libre, empieza a imaginar una suerte de manos “giottinas” más elocuentes muchas veces que un montón de palabras; serpenteando en mi cabeza a sus anchas, danzarinas ellas, jugueteando a placer, por lo que antes que la inspiración se escape y aún a riesgo de parecer que estoy en Babia, tengo que anotarlas o adiós ideas.

En esto de las manías hay escritores que me llevan ventaja, y mucha. A fin de cuentas no dejo de ser una aficionada. Francesco Piccolo reunió en un libro titulado “Scrivere é un tic” las manías de un montón de escritores entre los que se encontraba Hemingway, Flaubert, Balzac…

El propio Hemingway narró como discurría su jornada de escritor durante su estancia en Paris, mientras se relacionaba con otros artistas igual de bohemios y estrafalarios, en las tertulias en la casa de Gertrude Stein. Eran los locos años 20, cualquier cosa valía con tal de olvidar los recuerdos de la guerra y él lo hacía del único modo que sabía, escribiendo sin parar. “Tú me perteneces y todo París me pertenece, y yo pertenezco a este cuaderno y a este lápiz”, se le oyó decir. Era pintoresco hasta en esto, escribía de pie sobre un mueble alto y conforme iba acabando los folios los iba dejando encima de una papelera o en el suelo. Escribía hasta que las ideas iban surgiendo, entonces dejaba de escribir; sabía que hasta el día siguiente no debía darle más vueltas a esa idea pues el subconsciente ya lo haría por él. Y salía a dar un paseo por el barrio de Saint-Germain, aprovechaba para leer, hacer gimnasia, retozar con su mujer que era la que más celebraba cada nueva idea de su marido. Enamorado solo enamorado se podían escribir las mejores líneas -recomendaba- y sobre todo bien “servido”.

Alberto Moravia no precisaba de apuntes para escribir sus novelas. Le bastaba contemplar a una mujer guapa para que su inspiración se despertara. Se sentaba y escribía lo que brotara en ese momento, sin notas, sin premeditaciones ni artilugios. Trabajaba todos los días, nunca por la noche, y por las tardes se entregaba a su labor de periodista. La que fue su mujer, la también escritora Elsa Morante le acompañaba en su labor, ella también escribía en grandes cuadernos, aplicada como una niña recién salida de la escuela. No necesitaba más que su imaginación para que las historias se abrieran paso en su cabeza, sin distracciones, sola con sus gatos desplegando sus palabras cargadas de silencio, un poco como fue su vida.

Famosa es también  la botella de whisky que acompañaba a Marguerite Duras mientras escribía. No son excentricidades mías, solo son manías…, solía decir. Lo mismo le ocurría a Bukowski que no empezaba a escribir hasta que no estaba lo suficiente bebido, solo así conseguía abrazar esa oscuridad que teñía sus textos más malditos.

Y yo… que queréis que os diga. A mí me encantaría ser como esos escritores de tinte bohemio, que sentados en cafés sacan su portátil y consiguen abstraerse del mundo, dejándose llevar por el barullo, arrullados por esas conversaciones ajenas que sin permiso toman prestadas. Pero no… como dijo Virginia Woolf necesito mi propia habitación y un buen cerrojo para impedir interrupciones, mis papeles y como no, una buena banda sonora que cree la atmosfera propicia para que las musas no se escapen. A pesar de todo tiendo a dispersarme por lo que no es raro verme con varios temas entre manos ajenos muchas veces a la escritura o procrastinando materia en la que también soy experta. ¿Quién no lo hace hoy día, con tantas distracciones a tu disposición?

Extravagancias y manías aparte, cada vez lo tengo más claro, para escribir no hace falta otra cosa más que eso: escribir y escribir… en cuadernos de colores, en bares, en la tranquilidad de tu casa o en el sótano aislado del mundo como Kafka… que luego ya vendrá el editor sacando lustre y barriendo por las esquinas de los renglones, también con sus manías y con sus tics, pero eso será ya otro cantar.

 

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Foto: Elsa Morante

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