Decía Hölderlin que “sólo merecen el nombre de arte las obras capaces de expresar la experiencia del dolor”. Siguiendo esta máxima Leila Slimani habría alumbrado con su segunda novela una obra de arte auténtica, un artefacto capaz de penetrar en esa llaga inflamada y mostrarnos la oscuridad reflectante que allí habita. ¿Pero qué clase de dolor es el que empuja a una persona a acabar con la vida de dos criaturas inocentes y de intentar (“No supo morir. Solo dar muerte”) quitarse a sí misma la vida? Si todo mal proviene de una privación, qué clase de carencia atraviesa a la protagonista de Canción dulce que la impulsa a transgredir toda ley moral? ¿La pobreza? ¿Una vida de agravios y calamidades? ¿La certidumbre de un futuro sin expectativas? Otros tantos sufren vejaciones semejantes y no matan, ¿por qué Louise sí? ¿Acaso es sencillamente la víctima de una enfermedad mental?
Vayamos un poco más despacio.
Myriam y Paul son una joven pareja parisina cuya vida recuerda a la de tantas otras parejas protagonistas del cine francés de las dos últimas décadas a las que Houllebecq lleva no menos tiempo escarneciendo: pequeños burgueses individualistas, ambiciosos y plenamente insatisfechos que viven en un diminuto apartamento decorado con motivos étnicos del distrito 10 de París: en uno de esos edificios “donde los vecinos, sin conocerse, se saludan con calidez” . Myriam estudió derecho, pero no ejerce. Lo abandonó todo, hasta a sí misma, para ser madre. Paul, por su parte, intenta pasar todo el tiempo que puede fuera de casa trabajando en un estudio de grabación. Desea triunfar. Pero también estar lo más lejos posible de esa atmósfera doméstica que lo asfixia. Mala madre atormentada y marido extrovertido con síndrome de Peter Pan. Hasta aquí, todo bastante convencional.
El punto de inflexión se produce cuando Myriam decide reemprender su carrera. Ella, que siempre se había negado a admitir que los niños fuesen un obstáculo a su éxito, a su libertad, decide aprovechar esa salida que se le presenta de improviso cuando coincide con un viejo compañero de facultad que regenta ahora un bufente de abogados. El problema es qué hacer con los críos. Se impone la necesidad de encontrar a una niñera. Que tenga papeles, “que no sea demasiado mayor, que no lleve pañuelo y que no fume”. Ah, añade Myriam (Charfa de apellido), y que no sea magrebí. “Siempre ha desconfiado de lo que ella llama la solidaridad entre inmigrantes.” Tras algún tropiezo, no tarda en aparecer.
Blanca como la porcelana, pequeña pero enérgica, con referencias inmejorables, Louise supera la selección y pronto se convierte en una presencia “invisible e indispensable”. Louise-Visnú, “la divinidad nutricia, celosa y protectora” que otea el apartamento “con el aplomo de un general ante una tierra que se dispone a conquistar”, toma la casa en apenas unas semanas y convierte la administración de ese caos doméstico en su mejor obra. Mientras Myriam y Paul aprovechan el tiempo liberado para progresar en sus carreras, vemos en unas rápidas secuencias cómo “la loba a cuyos pechos ellos acuden a beber, la fuente infalible de la felicidad del hogar”, asienta su nido en mitad de la casa. En realidad, sobre una falla, pues toda esta narración que cabalga a ritmo de thriller se apoya en dos frases esculpidas en nuestras mentes desde las primeras páginas: “Adam ha muerto. Mila va a sucumbir”. Desde ese momento, acunados por esas notas discordantes e insomnes solo (¿solo?) nos queda como lectores horrorizados y morbosos averiguar cómo esa mujer de apariencia imperturbable y asexuada cuyo rostro es un “mar en calma”, puede encerrar semejantes abismos.
Mujer sin historia
En una de las últimas escenas de la novela, Myriam, Paul y los chicos regresan a la ciudad en coche cuando, detenidos en un atasco en la periferia de París, avistan a Louise detenida frente a unos escaparates. Myriam se siente especialmente turbada al ver aquella imagen tan fuera de lugar, como cobrando conciencia de que hay una Louise que existe cuando no está con ellos. Ese personaje que parece hallarse “en un mundo extraño, condenado a deambular aternamente” es la protectora de su hogar y al mismo tiempo una completa desconocida.
“Hacia fuera, al menos, parece el yo afirmar unas fronteras claras y netas”. Hacia adentro, sigue Freud, este yo que se antoja “autónomo, unitario, bien deslindado de todo lo otro”, es una ilusión, un engaño, una “fachada”. Podríamos decir de forma vulgarizada que el ‘ello’, como los ríos, siempre reclama lo que le pertenece. Como sea, ese ser anímico inconsciente que se pierde en nuestros pliegues más íntimos es el que vemos aflorar en la niñera tras cada nuevo capítulo. Al comienzo por medio de pequeños detalles. Más tarde, a través de toda una serie de síntomas crecientes y eficazmente dosificados que amenazan con desatar la tormenta perfecta. En todo caso, pronto constatamos que existe un enorme contraste entre la vida pública o exterior de Loise y su propio mundo privado o interior. Nos van llegando así ecos de su pasado. De ese austero apartamento en el que se acumulan sin abrir y pegadas a la pared columnas de cajas de cartón. De esa desmañada e ingobernable hija adolescente que se marchó un día sin siquiera dejar sus señas. De ese marido torvo que al morir no le dejó más que deudas. Jirones de una infancia en la que comía las sobras de los platos de los demás y de una juventud y madurez entregadas al cuidado de niños ajenos. De una vida de desaires, agravios y frustraciones.
Poco a poco la mujer sin historia se va tornando más real y al mismo tiempo inasible. La perfecta criada es esa mujer que no sabe nadar y que apenas se ha detenido alguna vez en su vida a escuchar música; que sueña con una vida en la que tendría los medios para comprarse todo lo que ve en los lujosos escaparates de París; que “acepta la ropa usada, las revistas ya leídas a las que le faltan páginas e incluso los gofres ya mordidos que dejan los niños”. Y del mismo “frondoso bosque” del que extraía esos cuentos crueles que inventaba sobre la marcha para los chicos en los tiempos felices tras su llegada a la Rue d’Hauteville, empiezan a afluir los demonios. Se vuelve irascible, maníaca, violenta, macabra.
Diagnosticada de “melancolía delirante” es ya incapaz de controlarse. La soledad la engulle y no encuentra ni analgésico ni mecanismo compensatorio que haga las veces de aliviadero. Louise es una extranjera que ha alcanzado “la extraña certeza de que es inútil luchar”. Es la mariposa “a la que se clava viva con un alfiler sobre un álbum” de la que hablaba Weil, la mujer rota que como Plath podría decir: “He estado dando tumbos por ahí, lúgubre, oscura, desolada, enferma. Si supero este año será la victoria más grande que haya alcanzado nunca”.
Pero seguimos sin comprender por qué es una asesina.
El enigma
“El gusano se encuentra en el corazón del hombre. Allí hay que buscarlo”, escribió Camus. Ese gusano es el que ha ido corroyendo el corazón de Louise hasta secarlo. “Los años lo han cubierto de una corteza espesa y fría, y apenas lo oye latir. Nada consigue emocionarla”. Su lugar ha sido tomado por los más fúnebres pensamientos y premoniciones. “Alguien tiene que morir. Alguien tiene que morir para que seamos felices”, se dice y por primera vez escuchamos el monólogo interior de quien nos ha sido presentada todo el tiempo de forma quirúrjica y distanciada. Esas “cantinelas mórbidas” componen hacia el final de la obra la banda sonora de su descenso a los infiernos. Por un momento asoma la culpa: “Se me castigará por esto -oye decir a su pensamiento-. Se me castigará por no saber amar.” Frente a un mundo implacable esta mujer sin Dios ni patria ni familia, se ve a sí misma trasplantada a un destierro culpable. Dostoievski, citado en el pórtico de la obra (“¿sabe lo que significa que uno no tenga ya un lugar adonde ir?”) también reclama lo que es suyo. No hay vuelta atrás. El cuchillito de cerámica blanca espera escondido el momento de brillar a la fría luz del cuarto de baño.
Decía Freud en el mismo título citado más arriba (El malestar en la cultura) que “mientras la virtud no sea recompensada ya sobre la Tierra, en vano se predicará la ética.” Podría decirse que Louise se ha dedicado toda su vida a hacer el bien. Ha cuidado de desconocidos como si fueran de su propia familia, ha sacrificado sus mejores horas a forjar ciudadanos sanos y fuertes y, sin embargo, ¿qué ha obtenido a cambio sino abusos, desprecios y, en el mejor de los casos, las migajas aplastadas que se caían de la mesa de sus sucesivos amos? ¿Pero es esto una justificación? Con todas sus pequeñas mezquindades y prejuicios, con toda su indiferencia hacia la infelicidad de la niñera, Myriam y Paul no han sido unos jefes crueles. Más bien al contrario, han procurado ser corteses y solícitos con ella y cuando han abusado de la buena predisposición de la niñera, ¿no ha sido a instancias precisamente de esta última, siempre disponible para quedarse un rato más, para llegar más allá de lo que se le exigía, de lo que nadie jamás hubiese esperado? “La soledad verdadera, es decir, sufrida -anotó Pavese- lleva consigo el deseo de matar”. ¿Será entonces esta familia el casual chivo expiatorio de una vida de sinsabores cuyo único momento de dicha, aquellas jornadas pasadas en las islas griegas, estaba condenado a no repetirse? El suicidio, que es de lo que al fin y al cabo hablaba Camus, no sería entonces suficiente. Había que truncar también el porvenir de esos niños, de esos padres, como si en el fondo, en mitad de ese frenesí homicida latiese un acto de rebeldía, de justicia ciega: ¿por qué ellos, que no han hecho nada para merecerlo, podrían tenerlo todo y yo nada?
Todo lo anterior es puramente especulativo. Entre las razones por las que la experiodista de origen magrebí Leila Slimani obtuvo el Goncourt de 2016 -y entre las que figurararían también ese prosa depurada que vehicula una narración al mismo tiempo glacial y feroz, o esa manera microscópica de capturar los aspectos sombríos y sórdidos del matrimonio, la maternidad, la inmigración…- se encuentra sin duda la de cuidarse mucho de ofrecernos una explicación y, ya sea porque piense que no la hay o que en todo caso no es unívoca, por permitir que el lector acompañe imaginariamente a la detective Dorval en la reconstrucción del crimen, en la vivisección de la conciencia de la asesina, dejando de nuestra cuenta el aportar una respuesta siquiera provisional o, al menos, lo suficientemente plausible como para cerrar el caso y poder pasar a otra cosa: otro expediente, otro libro, otra víctima.
Si como decía, Benjamin, el “contenido social originario de las historias de detectives es la pérdida de las huellas de cada uno en la multitud de la gran ciudad”, esta novela, que en muchos sentidos supone un viaje por la subjetividad moderna, puede ser leída también como una ramificación “transgénero” de las clásicos relatos policiacos. La ciudad, como sabía bien Ricardo Piglia, es el “lugar donde la identidad se pierde” y nada resulta más difícil que perseguir esas huellas que se borran en la noche y se hunden en las alfombras de nuestros propios corredores aguardando el momento de ser reactivadas. Nadie conoce a nadie y, por lo tanto, nadie está a salvo. De modo que por mucho que pretendamos meter nuestras manos, como la investigadora en las últimas páginas del libro, en el “alma putrefacta” de Louise, lo más probable es que no consigamos obligar a cantar al dolor. Que Canción dulce transcurra en París, donde Poe fecundó el género, no hace sino sembrar nuevas y sugerentes analogías. Pero siempre teniendo presente una diferencia esencial, que hoy ya sabemos que existe algo más misterioso y perturbador que no conocer al autor de un asesinato aunque sea doble, que el verdadero crimen no resuelto, el crimen perfecto es aquel que hurta al espectador las motivaciones del asesino y nos coloca a la orilla de ese desierto metafísico en el que resulta difícil distinguir dónde termina la desesperación y comienza la locura.
FICHA DEL LIBRO
Canción dulce.
Leila Slimani.
Traducción de Malika Embarek López.
Cabaret Voltaire.
Barcelona.
2017.
288 páginas.