Finalmente he conseguido hacerme con cinco mascarillas en una farmacia cercana a un precio no precisamente socializado. Con lo que he pagado podría haber disfrutado de una noche en el mejor hotel de la ciudad con vistas al mar y desayuno incluido. Pero, evidentemente, no es posible puesto que la hostelería está cerrada y la ministra de Trabajo anuncia que puede estarlo hasta finales del presente año junto con restaurantes, bares y demás lugares de ocio. No han pasado ni tres horas cuando una fuente oficial ha matizado sus declaraciones puntualizando que la última palabra la tiene el Ministerio de Sanidad. No aprenden.
Admito que formo parte del club de los jeremías, de los gruñones, de los relativistas, de los cínicos y asociales, de esa escoria a la que Alex y su pandilla molería a palos hasta matarla si me encontraran en un pasadizo solitario tal como la cámara de Stanley Kubrick mostraba en La naranja mecánica. Lo acepto. Soy un automarginado social pero con privilegios. Existen también capas en esa categoría. Pero lanzo una pregunta al aire: ¿hay coordinación en la política informativa del gobierno en el país donde circunstancialmente moro?
Tengo fuertes dudas de que la haya. Allá ellos, pero con todos los respetos no ofrece precisamente una buena imagen ni tranquiliza a la ciudadanía bienpensante que se desdigan más veces de las necesarias. Y a la que no es, también. Sin embargo, mi otro yo más malvado me apunta que tal vez sea una estrategia deliberada para confundirnos y observar de este modo cómo reaccionamos y así convencernos. Vaya, practicar la política del globosonda, más vieja que la pana, dicho sea de paso, observando el comportamiento del rebaño. La daría por válida si fuese cierta. Al menos, me tranquilizaría saber que alguien controla el timón y que no estaríamos en ese barco de locos como ocurre en una de las escenas de Alguien voló sobre el nido del cuco.
Cuando he bajado a la calle esta mañana para adentrarme en territorio hostil apenas me he cruzado con dos humanos y un par de vehículos de cuatro ruedas, uno público y otro privado, en los que viajaban individuos con mirada recelosa y cubiertos con esa tela higiénica tan costosa para mí. La sensación que tuve fue la de una desbandada general más que de un desastre nuclear. O más bien de una reclusión obligatoria, para ser más exactos. Los edificios estaban en el mismo lugar donde los encontré hace una semana, las calles parecían limpias y el mar realzaba su belleza serena. Estuve a punto de imitar a Virginia Woolf, llenarme los bolsillos en lugar de con piedras con cuatro botes de lentejas precocinadas que había comprado en el súper y caminar por las aguas hasta perder pie. Fue un momento de ofuscación, lo reconozco, en el que pensé incluso en la reencarnación. Oí la voz del ministro de Universidades, que con su acento entre catalán y californiano, me aseguraba que el mundo se dirigía hacia una reencarnación colectiva de la especie humana. Concluí que a lo mejor era más sensato aplazar un final tan teatral y dramático para una ocasión futura en la que hubiera público, aunque presagio que esa circunstancia tardará debido a la prolongación del distanciamiento social.
Un estudio realizado por expertos de la universidad de Harvard me anuncia que tal medida podría mantenerse durante dos años. Qué maravilla para los asociales y agorafóbicos como yo. Sin embargo, me temo que pronto empezaremos a violarla pese a las multas severas que el poder ha fijado. Así, por ejemplo, Trump y sus huestes han azuzado a la gente que imite al gobernador de Texas y ponga fin al enclaustramiento no sé si con el consentimiento o no de su asesor epidemiológico, Anthony Fauci. Yo si fuera éste pediría a la NASA un billete de ida y no de vuelta para la estación espacial internacional pagado obviamente por la Casa Blanca.
Últimamente me pregunto muchas cosas, me suceden otras tantas en esta realidad irreal en la que estoy inmerso y termino siempre con la misma interrogación de hace más de un mes: ¿Y cuando esto termine, qué haré? ¿Qué debo hacer? ¿Cómo debo actuar, cómo comportarme con mis familiares y mis amistades? ¿Cómo debo saludarles? ¿Cuáles serán los temas que abordaremos? ¿Será como un regreso de unas vacaciones -trágicas, desde luego- en el que cada uno explicará sus experiencias, nos abrumaremos y nos interrumpiremos contándonos los libros que hemos leído o los otros muchos que planeamos o tenemos ya casi en imprenta, nos intercambiaremos recetas, consejos íntimos, direcciones de psicólogos y de abogados de familia, de dramas de gente conocida que se ha arruinado o ha perdido el trabajo, revelaremos amores encontrados vía Skype, nos enseñaremos fotografías hechas con el móvil, discutiremos sobre la pertinencia o no de las medidas gubernamentales, discreparemos sobre la conducta de éste o aquél partido, confesaremos que esta catástrofe la estudiarán en el colegio los hijos de nuestros nietos, reiremos o se nos escaparán las lágrimas causadas por la emoción, el susto o la pérdida de seres queridos? ¿O será tal vez la satisfacción simplemente de reencontrarnos con la vida, con nuestros semejantes, disfrutar de las pequeñas cosas que aportan felicidad aunque los inconformistas como yo siempre queramos más?
Una buena amiga mía me contó hace poco que suele a veces arrodillarse en un pequeño reclinatorio bien mullido que tiene en su salón y que compró no sé dónde. ¿Y qué haces? ¿Rezas?, le pregunté. No, no sé rezar, no sé orar. Pienso, me contestó. Esta catástrofe es un momento ideal para la reflexión, para el yoga, para el mindfulness. Si supiera rezar lo haría. Me gusta desde hace unos años entrar en iglesias vacías y disfrutar del silencio. Yo soy agnóstico. Acepto saber que no sé ni puedo saber todo pese a creer en la ciencia. Cuando abandoné la religión católica hace medio siglo abracé el marxismo y luego el maoísmo. Tuve a mi modo mi reclinatorio donde orar a mis nuevos guías. Luego ellos me fallaron o me desencanté descubriendo y comprobando sus errores y sus desviaciones. Me decanté más por la libertad de pensamiento, por el respeto al otro aunque pensara diferente. Pero conforme pasó el tiempo me hice más individualista, más escéptico con lo que veía y vivía, más egoísta y menos solidario hasta que me afilié al club asocial. Quién sabe si al hablar de mí en el futuro tendré que distinguir entre mi yo antes y el yo después del coronavirus. No lo sé, pero me interesa.