Los pies de Vicente Blanco eran dos puros muñones. En 1904, cuando tenía 20 años y trabajaba en la siderurgia La Basconia, una barra de acero incandescente le entró por el talón izquierdo y le atravesó el pie hasta los dedos. Los músculos se le fundieron en un amasijo de carne quemada. Pocos meses después, Vicente volvió al trabajo en los astilleros Euskalduna y los engranajes de una máquina le trituraron el pie derecho: le amputaron los cinco dedos machacados. Pero Vicente era de Bilbao.
Y Vicente, alias El Cojo, se empeñó en correr el Tour de Francia. Después de sus accidentes, volvió a trabajar de botero en la ría bilbaína . Un día recogió de la chatarra una bicicleta sin neumáticos. Como no tenía dinero para comprarlos, ató las sogas del bote alrededor de las llantas y empezó a entrenarse. Se lució en las carreras más prestigiosas de la época (Pamplona-Irún-Pamplona, Vuelta a Cataluña, Irún-Vitoria-Bilbao-Irún). Incluso ganó los campeonatos de España de 1908 y 1909, con la camiseta de lana de la Federación Atlética Vizcaína. Pero se hizo famoso por los continuos trompazos que se daba -“su cuerpo tiene más cicatrices que todos los toreros de España”, dijo el diestro Cocherito- y, sobre todo, por sus fanfarronadas. El cronista Ángel Viribay cuenta cómo Vicente se presentó en la salida de una larga carrera en Bilbao anunciando a voz en grito que saldría sin avituallamiento para dar ventaja a sus rivales. Nadie sabía que unas horas antes sus amigos habían ocultado cazuelas de bacalao en diversos puntos del recorrido. El Cojo se escapó pronto, por el camino devoró a escondidas las tajadas de bacalao y llegó primero con muchos minutos de margen. Para completar el circo, entró en meta con un perro atado a su manillar.
Tampoco tiene desperdicio la táctica que empleó para ganar su primer campeonato de España, disputado en Gijón en 1908. Vicente, como tenía costumbre, viajó en bici hasta la ciudad asturiana y allí tomó la salida. A mitad de recorrido, donde los participantes debían firmar en un control de paso, llegaron cuatro ciclistas escapados, Blanco entre ellos. El bilbaíno saltó de la bici antes que nadie, firmó y arrancó con rapidez sin esperar a sus compañeros de fuga. Cuando el siguiente corredor quiso firmar, se dio cuenta de que Blanco había partido la punta del lápiz. El comisario encargado del puesto no tenía nada más con que escribir y se volvió loco buscando algún instrumento para afilar el lápiz, hasta que un espectador le dejó una navajita y consiguió sacarle punta. Los tres ciclistas firmaron y salieron juntos tras Blanco, furiosos, pero ya no pudieron alcanzarlo. El Cojo era campeón de España.
Vicente Blanco lanzó su gran farol en 1910. Aquel año, octava edición del Tour, los organizadores incluyeron por primera vez una etapa que recorría los puertos más terribles de los Pirineos, y para curarse en salud estrenaron también el coche escoba, una camioneta que recogería por el camino a heridos y agonizantes. Una cuarta parte de los inscritos borró su nombre al enterarse del trazado. Pero Vicente, con 26 años, montó en su bici y pedaleó desde Bilbao hasta París. “¿Por qué no?”, explicaba años después. “Así iba siempre, en bici, lo mismo a Barcelona que a Valencia. Y a París mucho mejor, porque las carreteras francesas estaban más cuidadas”. Un año antes, un grupo de aficionados del Club Ciclista San Sebastián había acudido a la etapa con final en Bayona. Ofrecieron un premio de 25 pesetas al primer ciclista no profesional que cruzara la meta. Aquellos seguidores donostiarras cenaron en Bayona con representantes del diario L’Auto. Éstos animaron a que algún ciclista vasco se inscribiera en el Tour. Manuel Aranaz, mentor deportivo de Vicente Blanco, masticó la idea y convenció al Cojo. El diario barcelonés El Mundo Deportivo, enterado de las intenciones de Blanco, quiso alentar la participación española en el Tour. El 23 de junio de 1910 anunció un premio especial: “Una medalla de oro para el primer español que logre figurar en la clasificación final del Tour, y una de bronce para el que consiga, por lo menos, verificar la mitad del recorrido”.
Por aquel entonces se consideraba a Vicente Blanco como el primer español que participaba en el Tour, una idea sostenida durante casi un siglo, pero las investigaciones de una revista belga en 2003, con motivo del centenario de la prueba, quitaron las telarañas a un nombre que permanecía en el fondo del baúl histórico: José María Javierre. Este ciclista, natural de Jaca, participó en el Tour de 1909, un año antes que Blanco, y repitió en 1910. No sólo eso, sino que en las dos ocasiones consiguió terminar la prueba, en los meritorios puestos 17 y 24. Pero Javierre jamás vio la medalla de oro prometida por El Mundo Deportivo. ¿Por qué nadie se enteró de que un español ya había participado en el Tour? Porque aquel hombre vivía desde pequeño en Francia y participó con su nombre afrancesado: Joseph Habière. Su padre murió cuando él era niño. La madre agarró entonces a José María y a sus cuatro hermanos y cruzó la frontera para buscar trabajo en Oloron, al pie de los Pirineos franceses. Javierre no consiguió la nacionalidad francesa hasta 1915, como premio por enrolarse en la Legión Extranjera y luchar en la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, las heridas sufridas en batalla dejaron cojo a Javierre para el resto de sus días. Aunque en 1909 y 1910 aún no tuviera la nacionalidad, Javierre se inscribió en el Tour como francés. Por lo tanto, cada cual puede establecer el criterio que prefiera para elegir cuál de estos dos ilustres cojos fue el primer español que participó en el Tour.
A Vicente Blanco no le preocupaban estos honores un poco absurdos. El Cojo pedaleó desde Bilbao y llegó a la capital francesa el 2 de julio de 1910, extenuado, desorientado y hambriento. El Tour comenzaba al día siguiente. Tenía las señas de un mecánico español que trabajaba en la fábrica de bicicletas Alcyon, quien le dio una nueva y le acompañó a la sede de L’Auto para recoger su dorsal, el 155. Después, cenó lo que pudo para reponer las fuerzas gastadas en los mil kilómetros de viaje en bici, durmió mal y se levantó muy débil. En la salida, vio de cerca a los campeones de la época: Lapize, Faber, Cruppelandt. Blanco había declarado en Bilbao que esos grandes nombres no le arredraban: “Ellos dan pedales como yo”. Pero también parece que daban pedales un poco más rápido. Comenzó la carrera, los favoritos salieron disparados, y Blanco no volvió a verlos más. Ni siquiera al día siguiente. El bilbaíno no duró ni una jornada en carrera.
Aunque Vicente Blanco no figura en la clasificación de aquella etapa, él aseguró que había llegado a la meta de Roubaix. Fuera de control, eso sí. Achacó el fracaso a las averías y a las caídas, pero, sobre todo, a una circunstancia clave: “No pude hacer nada contra aquellas fieras bien alimentadas”.
El hambre era una obsesión para estos ciclistas pioneros. En aquellos Tours, los ases del pelotón contaban con la ayuda de sus compañeros de equipo y de sus auxiliares. Pero muchos corredores participaban por su cuenta en la categoría de isolés, aislados. “El corredor sale solo a la aventura”, decía el reglamento. Victorino Otero, un cántabro que participó en 1924, fue uno de esos isolés: “Ni por cien mil pesetas vuelvo a salir en el Tour. Nosotros no teníamos quien nos diese avituallamiento y debíamos parar en las tiendas para comprar comida. A veces, poco antes de los controles, los primeras tiraban pollos enteros porque les iban a dar otros frescos, y nosotros nos lanzábamos a buscarlos por las cunetas”.
Así que cuando Vicente Blanco regresó derrengado y famélico del Tour, los directivos de la Federación Atlética Vizcaína y del Club Deportivo de Bilbao sabían cuál era el mejor homenaje para su héroe ciclista: un banquete. El cronista Julián del Valle relata la comida que se organizó en Balmaseda: abrieron boca con una paella a la vizcaína -Vicente se sirvió “dos platazos con abundantes tropezones”-, siguieron con merluza en salsa verde -“se zampó cuatro tajadas y rebañó la salsa”-, mermejuelas con picante y un chuletón de buey de medio kilo con pimientos. El ciclista royó el hueso del chuletón hasta dejarlo mondo y preguntó si podría comer otro más. Los comensales se rieron: “¡Cuidado, Bixente, no te vaya a hacer daño!”. Pero El Cojo atacó la segunda chuleta y no levantó la vista del plato: “¡Si estoy empesando!”. A los postres, cuando sacaron la fruta, la rechazó: “La fruta, pa los monos”. Satisfecho, se puso a liar un pitillo antes de tomar el café. De pronto, los camareros aparecieron con unas fuentes de loza rebosantes y a Vicente se le petrificó el gesto: quedó con la mandíbula descolgada y se le cayó el pitillo. Luego, con una mueca de dolor, se palpó el estómago hinchado y balbuceó entre sollozos: “No hay derecho a esto, hombre… ¡Haber avisao que teníamos arrós con leche.
* Este texto es parte del libro Plomo en los bolsillos. Un capítulo breve del mismo está dedicado a Vicente Blanco