Yo me hice periodista porque no quedaba otra, y durante las últimas semanas de 1998 me iba a la biblioteca de Sanxenxo a leer la prensa local y aprender el oficio de corresponsal de pueblo, que yo creía oficio hereditario, como el de relojero. Había llegado a él por mi abuelo, a quien habían encargado a los ochenta años buscar un sustituto a razón de 50.000 pesetas al mes. Desesperado, me lo acabó endosando a mí como quien endosa una hipoteca, con un aviso: “Si te sale bien, puedes vivir de esto”. Al día siguiente el Diario de Pontevedra publicó una nota en la que advertía a sus lectores de que el nuevo corresponsal de Sanxenxo era yo, y allí dejaba mi teléfono para quien gustase. Así fue como un mes después de cumplir veinte años me convertí en la voz del pueblo, el representante de una estirpe que llevaba un siglo por la calle haciéndose con las cuitas soberanas; muchos años después encontré una exclusiva de mi abuelo en un Diario de 1980: “Hoy llegó a nuestro pueblo el doctor Urruti acompañado de su familia para pasar los meses de julio y agosto”. A quien iban a buscar los vecinos por un bache, un curso de la asociación de las mujeres rurales o una disputa por la leiras era a mí. Cuando no era así, yo echaba las horas sentado en casa mirando el fax para ver si salía de allí algún comunicado del Partido Popular o algo, y cada vez que aparecía ya llenaba corriendo una página entera con él. Y empezaba con agradecimiento: “En la tarde de ayer llegó un fax a nuestra corresponsalía en el que un valiente PP anunciaba…”.
Por las mañanas me sentaba en el Ayuntamiento durante horas eternas a esperar al concejal encargado de las cosas de la prensa, y a veces me recogía mismamente el alcalde y me subía a su despacho creyéndome alguien con quejas:
-¿Y usted qué problema tiene?
-Mire, yo quería básicamente alguna noticia para llenar la hoja de hoy. ¿Usted no irá a dimitir o así?
Por las tardes hacía ruta en coche por los edificios multiusos del municipio y apuntaba las convocatorias de oposiciones a bomberos. Si veía que algún vecino hacía una reparación yo me paraba a preguntarle qué era aquello y él me decía: “Un cierre”, y yo, al día siguiente, publicaba en la prensa que en Progreso un vecino comenzó en su casa la obra de un cierre que estará terminada en dos días; después, enganchado con “por otro lado, dos calles más abajo”, contaba que un nuevo veterinario había establecido negocio en el pueblo. Si el día era escaso, anunciaba con solemnidad el tiempo que faltaba para el concurso de contratación de la vía rápida del Salnés: “Tres semanas para que se reúna la Mesa”.
De este mundo en extinción, de esa última era del periodismo de pueblo que mi abuelo practicó la segunda mitad del siglo XX, salen todas estas columnas que empecé a escribir por la ambición provinciana de querer asomar la cabeza fuera de la corresponsalía a ver cómo andaba el periódico en otras páginas. Tres años después de aquel servicio suyo a la descendencia, mi abuelo se murió, porque los abuelos tienden en general a morirse, y alguien de mi familia me preguntó si no le iba a largar un columnazo que le hiciese justicia. Alegué desconsuelo y alegué bien, pues ya entonces escribía los artículos alejado de ellos, a través de un personaje que no sentía ni reía, sino de un tipo de cierta distancia escéptica y humor desesperado que yo había aprendido precisamente de mi abuelo. Y cuando ahora alguien me pregunta si esa mirada mía procede de algún autor famoso a quien yo haya leído de paso, procuro contestar intachable que la mirada me vino en la genética como a otros les vino cualquier cosa, y que esa mirada es la que mi abuelo tenía hacia las cosas; una mirada entre sobrepasada y terriblemente cínica, de quien tiene que bajarse trabajosamente de la gamela, de la chalana, a contar una actualidad cien veces vista. Mi abuelo pescaba pulpos.
Prólogo del libro Irse a Madrid, de Manuel Jabois, publicado por Pepitas de Calabaza.