Amaneció el día en que no se halló prodigio que distrajera a los hombres del valle de sus recuerdos. Los zarzales del camino sólo eran espinas para los polluelos, que no querían saborear las bayas, perseguir campo a través los saltamontes ni salpicarse a gusto en la fuente. Los ingenieros componían discursos que pintaban un instante eterno en el interior de la máquina: Un día igual a otro. La gallina Mariana repetía las lecciones de abnegación y los coros y danzas desgranaban las notas de la romanza que se tornó susurrante al atardecer, cuando el arrebol de la máquina se va apagando, el galopar se detiene, los polluelos son devueltos al nido y los rastreadores recitan para sí las verdades del camino: A la vida se va y a la vida se vuelve.
La noche se hacía presente y sólo la jaca rubia trotaba briosa por sueños en cuyas praderas de viento lucen alados los corceles.