Manuel Pérez: Después de ver La gran belleza y leer las recomendaciones que me hiciste de Roxe de Sebes, entiendo algunas cosas. Creo entenderlas, puedo reconocer hasta las reglas del juego y —quizá con soberbia— describirlas. Pero, como jugador, la inadapción es de difícil cura. Una cura que a ti te llevó a la ruptura del mundo, un mundo con menos conexiones, menos fuertes, que las actuales. Una ruptura que, hoy por hoy, no puedo hacer.
Ignacio Castro: Nadie en ese libro defiende la inadaptación, ni una forma lenta de suicidio. Fui a la montaña para «adaptarme», para aceptar un mundo que, por la derecha y por la izquierda, resultaba abominable y sin ninguna Revolución a la vista, cosa que hoy es todavía más clara. ¿Quiere Podemos la Revolución? No, sólo cambiar algunas cosas: igual que mis amigos de entonces, ex-camaradas en la aventura revolucionaria. Pero entonces yo no podía ser, de ninguna manera crucial, reformista. Ahora sí, porque he aceptado lo trágico y cómico de vivir en el mundo. Tampoco yo podría intentar hoy esa forma de ruptura, de distancia o huida. «Ni con drogas», dije en el día de la presentación de Roxe de Sebes, pues entonces estaba presionado por un bloqueo abrumador que hoy afortunadamente no existe. Entonces no tenía otra salida, para vivir y mantener la comunidad con los hombres, que romper provisionalmente todos los vínculos. Literalmente, no podía tener cerca ninguna compañía, ni siquiera la de un perro.
Manuel Pérez: La necesidad de El Niño nietzscheano, que presentas en «Mil días», la necesidad de mantener las dos manos separadas y desconociéndose a sí mismas, es el camuflaje de los raros, los atípicos. ¿Bajo ese camuflaje, que tildas de necesario, qué capacidad de revolución social existe? ¿No es la hipocresía individual, necesaria, la que permite la conservación del estado de cosas? Tal vez contagiado del marxismo, revolucionario y jovial, la revolución social es una constante en mi pensamiento.
Ignacio Castro: Creo que mantener dos manos distintas, ser capaz de desdoblarse, de actuar y ser «hipócrita», es la tecnología imprescindible para cualquiera. La verdad, para no sucumbir, necesita una máscara. Por otro lado, la actual revolución social permanente (todo lo contrario de lo que llamábamos Revolución) está más que garantizada: es lo que se impulsa con la comunicación, la modernización, el reciclaje, la tecnología, la actualización y la rivalidad interminable por estar al día. Eso es el abecé de la publicidad y lo que el propio capitalismo necesita. Que todo lo social y técnico cambien perpetuamente es la forma de que nuestra existencia no cambie jamás… También es la forma de mantener perpetuamente enredado al individuo, para que nadie se atreva a estar a solas con nada. Inválidos equipados es lo que se requiere como modelo del buen ciudadano. Los políticos y los consumidores nos pasamos la vida intercambiando mensajes ya precocinados, sin atrevernos a crear nada nuevo ni a recrear nuestras vidas. El retiro de Roxe de Sebes quiso armarse para el terror de esa «inmanencia» que venía, intentó aceptar este panorama inamovible en este punto clave. Lo que está en peligro hoy, entre nosotros, es lo otro, la independencia radical de un individuo que, bajo nuestra mitología del progreso, sólo tiene una vida y una muerte, un absoluto mortal absolutamente intransferible. La liquidación de lo trágico, del peso de vivir, es la liquidación del individuo. Sobre esta coacción actúan todas las ofertas, de la tecnología a la política. La conectividad mórbida nos libra de lo arcaico de vivir y exige aislarnos de ello. Es un poco la tesis de fondo de ese Primer Círculo llamado «I am what I am». ¿Recuerdas?
Manuel Pérez: Pero al hablar de revolución social centraría demasiado la respuesta en la parte política, parte que de común acuerdo vemos secundaria. Más como amantes que como practicantes, el filósofo y el artista están obligados a sonreír a un mundo que artísticamente sería la mejor obra. Decías en tu libro que el arte convierte lo deprimente en atractivo. ¿Sería la escritora de La Gran Belleza, a la que responde el protagonista, una artista? ¿No es más artista él sin escribir? Andaba hace apenas unas horas con un amigo hablando de esto mismo.
Ignacio Castro: Sí, escribir es una «cochinada» (Artaud) si se hace «culturalmente», si no se hace obedeciendo a una necesidad primaria que no deja más salida. Cuando hay algo que vale la pena leer es porque alguien ha escrito para curarse de la vida, bajo la presión de algo intolerable. En el fondo, se escribe desde y para los que no escriben, aquellos que tal vez nunca nos leerán. El arte es una tecnología de metamorfosis que arranca belleza de lo que no era más que absurdo, horror o fealdad. Simone Weil dice por eso que la belleza es la reconciliación del azar y el bien. Ciertamente, desde este punto de vista, es más artista Gep en La gran belleza que su amiga, escritora de profesión. Lo es porque Gep se limita a darle forma a su vida, a escucharla, a tomarla en serio y anotarla, sin tener metas sociales o culturales externas.
Manuel Pérez: Llamas a la no-acción “desconexión entre manos”, sin embargo me parece que esos momentos son de casi vacío. Cioran expresa el roce con el tedio como autoconocimiento: tú no serias tú sin esa derrota que te llevó a la montaña. Sobrevivir a la vergüenza de los días requiere sufrir el paso de los días, sentir el tiempo, y cada segundo como un año. Todo esto, en una sociedad que no quiere frenar, en un tren sin estaciones. Cioran está mucho más cerca, aquí, de la clase trabajadora que Roxe de Sebes —vuelven a mí las raíces marxistas—. ¿Qué capacidad tiene el trabajador de desconectar del mundo, de esa purga sentimental que es el retiro?
Ignacio Castro: Lo que tú llamas «desconexión» entre una mano y otra es la condición para poder actuar en el mundo, pues para eso es necesario olvidar, aceptar limitarse… Es necesario incluso el sentido del humor para que las inevitables decepciones no nos amarguen. Sin derrota no somos nada, nada más que unos monstruos esperando su oportunidad. Entre los políticos de la vieja y la nueva casta, entre sus parientes los periodistas, ¿no hay demasiada gente que no sabe nada de lo real, del trauma de pararse y sentir la derrota? Sin embargo, por miserable que sea, todo hombre tiene su hora (Rilke), un momento de revelación en que lo sabe todo. Ya dije en mi libro, y el día de la presentación en Madrid, que la cabaña de Roxe de Sebes es solamente el signo externo, un poco «cinematográfico», de un retiro solitario que es vital en cualquiera: se puede dar como la invisibilidad de un mal año, la depresión de una temporada, la huida a un país lejano, etc. Ciertamente, parase, huir, desaparecer, es cada día más difícil, casi suicida en una sociedad que le tiene pánico al tiempo desnudo. Pero si un hombre no aprende a pararse, sea trabajador o multimillonario, no es un hombre, sino un criminal en potencia. Hay cosas crucialmente comunitarias que no pertenecen al universo de lo político, ni a la sociología de clases. Y esta soledad común es una de ellas, la primera.
Manuel Pérez: Nos describes a los dos como románticos e idealistas, pero aceptar mi idealismo sería aceptar mi rechazo al marxismo, por utópico. Y sin embargo, acepto que el existencialismo tiene que aparecer en el marxismo. Recuerdo una conversación cenando los tres: “Existe un algo interpersonal que atraviesa las clases sociales” ¿Evita eso la no posibilidad de respuesta, dependiendo de qué clase social sea la de cada uno? Soy romántico, en el sentido artístico de la palabra —Aquí es imposible rebatirte—.
Ignacio Castro: Ser bueno -ya sé que la palabra es estúpida-, tener corazón es aceptar un modo de ser romántico e idealista, aunque con cierta pericia ese corazón sea compatible con el teatro social en el que hay que vivir, ese «bla, bla, bla» mundano con el que hay que negociar día a día. Yo sólo dije y digo: cuanto más baje el corazón, a la fuente del sentido, más ha de armase y subir la cabeza. Insisto en que se puede ser romántico y no ser marginal. Es más, el romanticismo sólo sobrevive armado, aprendiendo a ser temible en el centro.
Manuel Pérez: A veces pienso en conducir a la misma velocidad, en aceptar la mundanidad y dejarme llevar por la acción constante. A veces pienso que estar a ratos tedioso, cansado, desesperado es síntoma de estar enfermo —de aquí el apuntarme a un psicólogo— ¿Pero no sería peor sentirme cómodo en este mundo? ¿No sería lo verdaderamente enfermo saber estar? ¿Después de subirme al carro, no acabaría derrotado como el protagonista? La pesadez —no negaré que la siento a menudo— tiene que ser un elemento revolucionario.
Ignacio Castro: Totalmente de acuerdo: la pesadez y el tedio con elementos de subversión, potenciales bombas de construcción masiva para acercarse a la revolución que es siempre la propia vida. Sentirse cómodo en el mundo, ser en ese sentido medio felices, es uno de los peores pecados que puede cometer el hombre. Lamento en este punto tener que desmentir a mi admirado Borges.
Manuel Pérez: Con más dudas que al principio, pretendo releer lo recomendado y volver a ver la película. No quiero que se entienda lo escrito líneas arriba como un ataque, sino como una lluvia de dudas —creo que la presencia de múltiples interrogaciones ayuda a expresarlo—. Sin ninguna duda, dejo muchas más guardadas que me gustaría retomar tras tu respuesta, si la hay.
Ignacio Castro: No lo he entendido como un ataque, sino como un diálogo entre amigos que comparten algo crucial: la certeza de que el mal está por todas partes, no sólo en el lado en el que nosotros lo colocamos. Siempre hay un «nosotros» social que pone el mal fuera, en los otros. Pero creo que es necesario mantener esa furia sectaria de la identidad y la ideología a raya, dominada por algo más elemental y común que nos une.