Tal y como llevan años denunciando No Name Kitchen, las fronteras con el Este europeo están llenas de chavales, en algunos casos niños, que han llegado desde Marruecos, Argelia y Afganistán. Todos tienen en común una vida rota y llevar mucho tiempo intentando entrar en la Unión Europea.
Adolescentes durmiendo a la intemperie, en casas abandonadas, cementerios. Niños que caen en manos de Mafias y que son despojados, sistemáticamente, de todos los derechos más básicos.
Marguerite Duras nos advierte que a la vida, al Océno Pacífico -y a los refugiados- no se les puede poner un dique. En los Balcanes hay miles de chavales que están esperando, llevan meses varados, años incluso, y mientras escribo estas líneas muchos otros han comenzado a andar.
Se han puesto en camino desde Afganistán, Siria y demás países sumidos en conflictos armados. El proceso es sencillo: un paso después de otro, sin prisa. Y así tres mil kilómetros. La ruta es peligrosa, pero tienen la esperanza de una vida mejor. Ellos y ellas, familias, gentes en tránsito que no se resignan a malgastar la vida como los que sí se quedan en su país de origen.
Europa debería saber que nunca va a poder construir un dique que contenga esta marea humana. No se puede luchar contra el derecho de estas personas a salir de la pobreza, contra su deseo irrefrenable de vencer a un destino aciago.
No puedo dejar de acordarme, cuando escucho historias de estos chavales que han tenido malas cartas y vidas truncadas desde una temprana edad, de Mohamed Chukri. De él y del retrato de su infancia que nos lega Rocío Rojas-Marcos Albert.
Parece que como sociedad no hemos aprendido mucho desde entonces. La historia se repite.
Fotos © Elisa da Lio