Pienso en aquella frase final de Henry Hill en ‘Uno de los nuestros’: «Soy un Don Nadie», y se me aparece Alberto Garzón. Que no se me interprete mal. Alberto Garzón tiene el Don por delante y un servidor es un nadie cualquiera, sin dones ni talentos. Alberto Garzón es todo un diputado que sería como un Henry Hill contento tras aquella afirmación. Contento con la casa prefabricada, con el anonimato y con los macarrones precocinados de los que está formado su escaño, y desde donde tiene unas vistas privilegiadas de la mismísima coleta de Pablo Iglesias, que es como tener delante el Masai Mara. Alberto Garzón antes vivía en una buhardilla con un pilar en el medio y su fotografía comenzaba a borrarse como la de los hermanos de Marty McFly, pero ahora todo es distinto. Ir siempre un paso, o varios, por detrás de Pablo (como los consortes reales) le proporciona las mejores mesas en los restaurantes, siempre dentro del estómago de Pablo que es por dónde pasa la ansiada unión o más bien la digestión de las izquierdas. Es el comunismo feliz de un testigo protegido por el tumulto (y no expuesto por la soledad), gracias a la cual puede vivir resguardado y pasear por ahí muy ufano como Don Fanucci deseando Salud y República. Qué lejos queda la intemperie de IU. Mantener las ensoñadoras aspiraciones a ministro de Economía o simplemente mantener los privilegios de su cargo público deben de exigir esos beneficios que a lo mejor no querrían para sí los viejos comunistas que siempre vivieron al raso, aunque sólo fuera dialéctico. Por eso Garzón debe de verse obligado a compaginar su labor de representante público con las giras para explicar (y así sostener el negocio) qué es ser comunista en el siglo XXI. Como si no lo supiéramos.