Quizá el mayor vuelco que se avecina sobre la humanidad sea la abolición de los ataúdes. La especie que ahora destruye el planeta siempre ha rendido cuenta de sus miedos con su cadáver. Una explicación atribuida a Plinio, el viejo, dice que los sarcófagos deben su nombre –que en griego significa “el que devora carne”– a que los primeros ejemplares estaban hechos de una piedra que facilitaba la descomposición del cuerpo. En la segunda mitad del siglo XVIII, cuando todavía no se tenía certeza sobre el signo definitivo de la muerte, el médico austriaco Johann Peter Frank se obsesionó con prevenir embalajes prematuros y propuso que antes de comprar ataúdes se construyera edificios llamados Totenhaus, “casa para muertos”, donde reposarían los cuerpos hasta que la putrefacción evidenciara que en realidad habían perdido el alma. La propuesta, que generó entusiasmos funerarios en varias ciudades europeas, se diluyó pronto entre hedores espantosos.
Los carpinteros alemanes –abanderados mortuorios de la segunda revolución industrial del siglo XIX– lanzaron entonces la moda de los ataúdes de seguridad, que incluían tubos de aire y campanas amarradas por cuerdas al difunto para que pidiera ayuda si acaso despertaba bajo tierra. El pánico a posibles fallas mecánicas disipó ese nuevo entusiasmo. La resistencia del ataúd, sin embargo, ha empezado su verdadera agonía en estos tiempos de Apocalipsis ambiental: la empresa estadounidense Green Burial Council promociona desde hace unos años una caja “hecha de materiales 100% no tóxicos y biodegradables” que se desintegra sin dejar rastros con el eventual ocupante. La competidora Birdsong, más precisa, señala que la caja a escoger en su stock “puede ser de madera no tropical, de mimbre, de bambú o de cartulina”.
El mercado del remordimiento póstumo sigue los principios del llamado Movimiento del Entierro Verde. Es una filosofía radical como todo arrebato de la moda: propone que desaparezcan los depósitos de concreto donde reposan los ataúdes, que se prohíba el embalsamamiento con sustancias químicas que contaminan el suelo y que las lápidas y cruces sean reemplazadas por rocas y árboles. El cementerio del futuro se parecerá más a una reserva natural que a una escenografía de terror. Nacida en Inglaterra, la iniciativa ya tiene territorios vírgenes en Nueva York, California, Texas y Washington. En esos lugares el costo por entierro puede llegar a 4.000 módicos dólares por difunto completo o la cuarta parte por sus cenizas. “En lugar de un ataúd más caro, [a los clientes] se les preguntará si desean salvar otro acre”, ha dicho Joe Sehee, directivo de una de esas modernas funerarias ecológicas. Si alguien tiene dinero, podría costearse un área de reposo de hasta 500 acres por un millón de dólares. Un precio razonable para una industria que mueve 25.000 millones de dólares al año en 1,8 millones de sepelios.
Si las tradiciones sucumben a la contabilidad, estamos ante el fin de nuestros relicarios más sagrados: En alguna parte he leído que la idea se ha expandido como una gripe en asociaciones de jubilados estadounidenses que agrupan a varios millones de potenciales clientes. La muerte del ataúd es propiciada además por otra actitud escapista: la empresa californiana Celestis ofrece llevar a la luna las cenizas de los parroquianos que puedan regalarse una exquisitez póstuma. El servicio, a razón de 10.000 dólares el gramo, supone el uso de cápsulas espaciales que serán transportadas por robots especialmente diseñados para moverse en el satélite. Los sepultureros del porvenir no cargarán ataúdes. Si consideramos el lapso en que han cambiado nuestras últimas prácticas funerarias, estimo en cien años el plazo para ver ese panorama. Y aún creo que soy conservador en eso.