He vivido más de 11 años en El Salvador, un pequeño país centroamericano que ocupa el puesto 107 en el Índice de Desarrollo Humano que cada año elabora el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD); hay pues 106 países con mayor “desarrollo humano” que El Salvador (entre ellos España, obvio, que ocupa el puesto 23), pero también hay 79 en los que ‒en un análisis estrictamente estadístico‒ el “desarrollo humano” es inferior al que disfrutan-sufren los salvadoreños.
El Gobierno elabora cada año la llamada Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples. La más reciente se presentó en mayo, y comparto aquí algunos datos, para dimensionar qué supone eso de ser el 107 del listado del PNUD: 17% de casas sin energía eléctrica; 24% sin servicio de agua por cañería; 64% de la población menor de 30 años; 12% de analfabetismo entre los mayores de 10 años, con una proporción de dos mujeres analfabetas por cada hombre; 4 años de escolaridad promedio entre los hombres del área rural y 3 años entre las mujeres; 37% de la población económicamente activa desempleada o subempleada; 191,000 niños trabajan en un país de poco más de 6 millones de habitantes; un salario de $507 dólares (€384) al mes, el promedio nacional, porque para quienes se desviven en la agricultura y en la ganadería el salario mensual es de $137 (€104), en un país en el que comprar en el supermercado un litro de leche cuesta $1.40 (€1.06), y una lata de cerveza nacional, $0.70 (€0.53).
El 34% de los salvadoreños vive en condición de pobreza, pero pobreza de verdad, no la que se deduce de los informes que los europeos crean para medir el mayor o menor poder adquisitivo de los europeos.
Decía que he vivido más de 11 años en un país en crisis perpetua, pero en todo ese tiempo no escuché tantos lamentos como los escuchados en los seis meses que llevo en Vitoria-Gasteiz, en Europa. Claro, la mayoría son lamentos que se dicen entre pintxo y pintxo, entre un crianza y otro, en terracitas, lamentos que se redactan desde un Mac, se escriben en tabletas o se ven por pantallaplana. Son lamentos primermundistas por una crisis primermundista, como si afuera no hubiera nadie más, como si al sur del Mediterráneo solo existiera la nada, como si Finisterre en verdad fuera el fin de la tierra.
El pasado 24 de julio, cuando acompañé a mi esposa a las oficinas centrales de Lanbide (el INEM vasco, una de las muchas tetas del Estado de bienestar) en Vitoria-Gasteiz, las ubicadas junto al Hospital de Txagorritxu, en la puerta de entrada se encontraron dos amigos, de unos 25 años ambos, de camisas veraniegas de tirantes y con tatuajes de motivos tribales en sus musculosos brazos. Se saludaron efusivamente, se dijeron que venían a renovar los salarios que el Estado les da por estar desempleados, y remataron con una corta conversación, más o menos esta:
—Te ves bien moreno… ‒uno al otro.
—Y lo que me falta ‒le respondió, una risa velada sobre cada una de las sílabas‒. La semana que viene me voy a Ibiza con unos colegas.
Dos jóvenes parados que con sus ayudas estatales por desempleo se escapan de vacaciones a Ibiza, la isla turística por excelencia de todo el mar Mediterráneo, donde cada gin-tonic cuesta ¿8 euros, 10? Seguramente más.
Es evidente que hay crisis en las españas, una profunda crisis de valores.