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Un gran paso para Neil Armstrong

 

El mundo entero contuvo la respiración el domingo 20 de julio de 1969, cuando el módulo lunar Eagle se separó de la nave espacial Columbia al entrar en la decimotercera órbita en torno al satélite de la Tierra. Eran las 14.09 en la base de Houston y el hombre se disponía a recorrer los últimos 110 kilómetros que le separaban de uno de sus más preciados sueños: llegar a la Luna.

 

El módulo lunar Águila transportaba quince antenas, más de 50 kilómetros de cables y dos pasajeros: el comandante de la misión, Neil A. Armstrong, y el piloto del módulo lunar, Edwin Buzz Aldrin. Su compañero de vuelo, Michael Collins, piloto del módulo de mando, permanecía a bordo de la nave Columbia dando vueltas alrededor del satélite. Los integrantes de la más famosa expedición espacial de la historia habían sido bautizados en la base de Cabo Kennedy como “nuestra tripulación silenciosa”. En los cuatro días transcurridos desde que habían abandonado la Tierra apenas habían articulado más que las palabras necesarias para el correcto desarrollo de la misión. Sus corazones no habían sobrepasado los 70 latidos por minuto en los 330.000 kilómetros recorridos.

 

Ahora, sin embargo, Armstrong y Aldrin se habían vuelto súbitamente locuaces. Nadie les escuchaba: se encontraban en la cara oculta de la Luna. Wernher von Braun, ante su consola, seguía con atención el proceso: comenzaba la operación de alunizaje. Por fin, a las 15.05, el interlocutor de la misión espacial en la Tierra, Charlie Duke, reestableció contacto con el Águila: “Muy bien, Águila, todo dispuesto para alunizar”. Tres segundos después contestó Armstrong: “OK, Houston, estamos preparados”. Houston: “Águila, sois extraordinarios. Seguid como hasta ahora”. Los astronautas manipularon el módulo y bajaron lentamente hasta llegar a 16 kilómetros de la superficie lunar, reconociendo la orografía: a la izquierda, el gran cráter Copérnico, el Eratóstenes y los Montes Apeninos, a cuyos pies se extienden las grandes planicies: Bahía de la Sequedad y Mar de los Vapores. Su destino era el Mar de la Tranquilidad, al norte de los Pirineos.

 
Cuando el Águila llegó a 30 metros escasos de la Luna, surgieron dos inconvenientes: el computador de abordo que controla el radar de aproximación –con sus hoy ridículas 64 K de memoria– estaba virtualmente atascado de datos; por otro lado, el lugar del alunizase estaba lleno de grandes rocas que imposibilitaban la operación. Armstrong tomó el control manual, detuvo el descenso e incrementó la velocidad horizontal. Durante unos minutos, el módulo sobrevoló la zona buscando donde posarse. Nadie se movía en la base de Cabo Kennedy. El ritmo cardíaco de Armstrong pasó de 77 a 156 latidos por minuto. No paraba de hablar con la base: “Empezamos a ver nuestra sombra… Cincuenta pies… Encendidas las luces de altitud y velocidad… Bajamos suavemente… La aguja está tensa en la velocidad horizontal”. La misión espacial Apolo 11 depende del pulso de Neil Armstrong.

 
El Águila siguió volando sobre aristas rocosas. Armstrong: “Se ha encendido la luz roja de reserva… 25 pies… Todo va bien”. Houston: “Aún tenéis sesenta segundos para alunizar”. La nave llegó al fin a un pequeño valle, entre la colina Pata de Gato y la montaña Última Flecha, y comenzó a descender lentamente. Houston: “Treinta segundos, Neil”. Sólo quedaba un 2% de carburante y el cerebro electrónico emitió la tercera señal de alarma. Armstrong, por fin, se decidió: “Estamos inclinándonos a la derecha… Ahora… Hemos establecido contacto… OK, motores cerrados… Los mandos están inertes”.

 

“Houston, aquí base de la Tranquilidad… El Águila ha alunizado”. Eran las 15 horas, 17 minutos y 42 segundos del domingo 20 de julio de 1969. El centro de control, ante la mirada del resto del planeta, estalló en vítores. A Charlie Duke le temblaba la voz: “Tranquilidad, os recibimos en Tierra… Aquí hay muchos que nos estábamos inquietando, pero ya respiramos de nuevo… Muchísimas gracias”. Armstrong: “Gracias a vosotros”. Houston: “¡Si pudiérais ver lo hermosos que nos parecéis desde aquí!”. Von Braun no podía contener la emoción.

 

Charlie Duke volvió a tomar el micrófono: “Tranquilidad, tenéis que saber que en esta sala, y también en todo el mundo, hay muchas caras risueñas”. Armstrong: “También hay dos aquí dentro”. Houston: “Ha sido un buen trabajo, muchachos”. Entonces intervino Michael Collins desde la órbita lunar: “No os olvidéis de uno que está dentro de esta cápsula. ¿Puedo ponerme en contacto con ellos?”. Houston: “OK, Columbia… Ahora te ponemos… Diles algo que puedan oír, Mike”. Collins: “¿Qué tengo que decir?”. Houston: “Algo que puedan oír… Algo”. Collins: “Aquí Columbia… Muchachos, visto desde aquí arriba ha sido extraordinario… Habéis hecho un trabajo formidable”. Aldrin: “Gracias, Mike… Ahora ajusta bien esa órbita. Tenla dispuesta para nosotros”. Collins: “Lo haré, BuzzLo haré”.

 

Dos horas más tarde, Armstrong se dirigió a la Tierra: “Si estáis de acuerdo, querríamos anticipar nuestro paseo sobre la Luna a las nueve, tres horas antes de lo previsto. ¿Os parece bien?”. Clifford Charlesworth, director del vuelo y responsable último de la misión, hizo una señal de asentimiento. Los astronautas permanecieron silenciosos hasta las 20.30. A esa hora, Buzz bromea: “Creo que ahora necesitaría una taza de café”. Una hora después, Armstrong acciona la escotilla de la nave. En ese momento, Houston deja de recibir la trasmisión automática de sus ritmos biomédicos y se enciende la alarma del sistema de refrigeración de la escafandra de Armstrong.

 

La desolación se adueñó del centro de control de Houston durante los siguientes diez minutos. Hasta que, al fin, se oyó una voz: “Houston, estoy en lo alto de la escalera”. Aldrin: “Quédate un minuto donde estás, Neil”. Armstrong: “De acuerdo”. Aldrin: “Es preciso aflojar un poco más el tirante… Así está bien… Aquí todo es hermoso y está lleno de sol”. Armstrong: “OK… ¿Puedo abrir un poco más la portezuela?”. Houston: “Estamos esperando vuestra trasmisión televisada… Buzz, controla la radio y verifica el circuito de televisión”. Aldrin: “Listo. La recepción es fuerte y clara”. Houston: “Ahora vemos algo”. Aldrin: “¿Podéis ver claro?”. Houston: “Hay mucho contraste en este momento en nuestro monitor… Las imágenes aparecen invertidas… Pero conseguimos distinguir un gran número de detalles”. Aldrin: “Bonita imagen, ¿verdad?”. Houston: “Neil, podemos verte. Estás bajando por la escalera”. Armstrong: “OK, Buzz… He controlado el primer peldaño de la escalera y parece que todo funciona… Los pies del Águila apenas se han hundido una o dos pulgadas… La corteza lunar parece formada por una gravilla… Casi polvo”.

 

En el planeta Tierra apareció de pronto la imagen diáfana del primer hombre en la Luna. Le separaban apenas media docena de escalones metálicos de la superficie del satélite. Armstrong: “Sí, ahora me estoy acercando más… Veo que es realmente muy fina… Bueno, estoy a punto de poner el pie en la Luna… Es un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la Humanidad…”. A las 21.56, la punta de la bota izquierda de Neil Armstrong dejó la primera huella del hombre en la Luna.

 

Armstrong: “Sí, la superficie es fina y polvorienta. Puedo recogerla con la punta del pie porque se adhiere a la suela y a las botas en capas finas, como el polvillo del carbón. Sólo me hundo una fracción de pulgada, pero puedo ver mis huellas en esta arena finísima”. El astronauta siguió hablando sin parar desde la Luna: “¿No es divertido? Se me pega la arena de la Luna a la bota como si fuese cacao”. “Neil, aquí Houston… Hemos tomado nota de todo lo que has dicho”. De pronto, Armstrong echó a correr, dando extraños saltos casi cómicos. Los cálculos previos habían establecido que los movimientos del hombre en la Luna, a un sexto de la gravedad terrestre, serían lentos y largos. Armstrong tranquilizó a la base de control: “No parece que haya dificultad en moverse… más fácil que en los simuladores de la Tierra…”.

 

Quince minutos después, Aldrin salió de la cápsula. Interrumpió su descenso ante la oportuna recomendación de Armstrong: comprobar que no pudieran quedar bloqueados fuera. Los dos astronautas pasearon por la Luna recogiendo rocas ante la mirada de cientos de millones de espectadores de la Tierra. “Precioso, precioso”, repite Aldrin una y otra vez. Los dos primeros hombres en la Luna practicaron el salto del canguro –con ambos pies a la vez– para evitar tener que mover el cuerpo al avanzar los pies alternativamente, instalaron la bandera de Estados Unidos, recogieron 36 kilos de partículas lunares para su posterior examen en la Tierra, tomaron fotografías y realizaron experimentos científicos colocando instrumentos para la medición de movimientos sísmicos y para la comprobación de los efectos de las radiaciones solares. También recibieron una inesperada llamada del presidente Richard Nixon: “Os hablo desde el despacho oval de la Casa Blanca y ésta debe ser la llamada telefónica más histórica que se ha realizado hasta la fecha… Por lo que acabáis de hacer y por los que estáis haciendo, los cielos se han convertido en parte de la Tierra. Por primera vez en la historia de la Humanidad, todos los pueblos de la Tierra se han convertido en uno solo”.

 

Se entusiasmaron tanto en la recogida de muestras, algunas extraídas mediante la laboriosa inserción de un tubo en el subsuelo, que Houston tuvo que advertir: “¡Buzz, Neil! Os queda sólo un minuto. Cuando cerraron la compuerta del Águila, apenas quedaba oxígeno en los depósitos que llevaban a modo de mochila. Los astronautas trasmitieron sus impresiones del primer paseo lunar antes del despegue: si algo ocurriera, todo quedaría registrado.

 

El despegue era la operación más arriesgada de la misión. Dependían de la respuesta de los motores del Águila, que nunca habían sido probados en esas condiciones. Los astronautas ocuparon sus lugares. Aldrin: “Tres, dos, uno… Enciendo… Arriba”. La operación se realizó sin complicaciones. Minutos después, los dos primeros hombres que habían pisado la Luna se incorporaron a la nave Columbia. Llegó una voz de Houston: “Dios mío, te doy gracias. El mundo entero tiraba para arriba de vosotros, muchachos”. No exageraba: el mundo entero estaba presenciando la maniobra en directo.

 

Mientras Armstrong y Aldrin se preparaban para su paseo lunar, Collins, tripulante solitario de la nave Columbia, sobrevoló la zona donde se había posado el Águila. La base de Houston le preguntó si podía ver algo desde su posición. “Creo que soy el único americano que no ha visto nada”, respondió Collins: “Deberíais procurarme un televisor también a mí”.

 

Se calcula que 528 millones de telespectadores de todo el mundo siguieron las evoluciones de Armstrong y Aldrin por la Luna. Sólo los gobiernos comunistas de China, Albania, Vietnam y Corea ignoraron el acontecimiento. En la cárcel estadounidense de Sing-Sing las autoridades penitenciarias no dejaron a los presos ver la televisión en el momento en el que el hombre puso el pie en la Luna, con una sola excepción: un reo a punto de ser ejecutado que como última voluntad quiso ver en directo la llegada de Armstrong. No todo fueron alabanzas. Pablo Picasso, preguntado al respecto, dijo que no le importaba lo mas mínimo y que no tenía opinión formada del tema. La cantante Joan Baez expresó su repugnancia y afirmó que se trataba de un momento decadente y desgraciado de la Humanidad.

 

Al tiempo que el hombre llegaba a la Luna, un grupo de manifestantes se concentró ante Cabo Kennedy en protesta por el gasto que había supuesto la misión. Argumentaban que con ese dinero se habría dado de comer a millones de niños hambrientos. El programa completo Apolo costó a Estados Unidos 40.000 millones de dólares, aproximadamente unos 20 dólares por habitante, o una cuarta parte de lo que los norteamericanos invertían en tabaco y menos de la mitad de lo que gastaban en cerveza. Un programa para el que trabajaron, directa o indirectamente, medio millón de estadounidenses.

 

La aventura comenzó el 25 de mayo de 1961, cuando el joven e impetuoso presidente de Estados Unidos John Kennedy decidió demostrar la supremacía de su país sobre la Unión Soviética en la carrera espacial y canalizar mediante este proyecto el orgullo patriótico de los norteamericanos. En el célebre discurso pronunciado ese día, Kennedy aseguró que llegar primero a la Luna formaba parte de la batalla entre la libertad y la anarquía, entre el capitalismo y el comunismo, el enfrentamiento crucial de la guerra fría y una prueba de fuego para el estilo de vida americano.

 

Sin embargo, los soviéticos ganaron la frenética carrera espacial que marcó los años sesenta: llegaron antes a la Luna. El 3 de febrero de 1966, la nave Lunik 9 alunizó y trasmitió las primaras imágenes del suelo de nuestro satélite. No llevaba tripulación, pero demostró que la aventura era posible. La rivalidad de las superpotencias fue el verdadero motor de la carrera espacial.

 

El presidente John Kennedy comenzó su mandato paralizado por la crisis que desató el episodio de Bahía Cochinos (el intento de invasión de Cuba inspirado por la CIA para derribar a Fidel Castro, que culminó en un rotundo fracaso) y por los problemas del sudeste asiático. Estados Unidos no estaba en disposición de pensar en la Luna, y el primer presupuesto para la NASA de la era Kennedy apenas supuso un aumento de 125 millones de dólares respecto al anterior. Pero el estímulo que necesitaban iba a llegar pronto. El 12 de abril de 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano que salió de la atmósfera terrestre. La URSS se había adelantado y Kennedy se dirigió al Congreso con su histórico mensaje: “Antes de que termine la década, colocaremos a un hombre en la Luna y le haremos regresar sano y salvo a la Tierra”.

 

Estados Unidos comenzaba una costosa batalla para arrebatar a la URSS la primacía que siempre había ostentado en el campo de la tecnología espacial. En 1903, Constantin E. Tsiolkovski, un humilde maestro de escuela de Borovsk, cerca de Kaluga, había publicado un trabajo precursor: Investigación de los espacios cósmicos con ayuda de ingenios a reacción, que resumía una serie de estudios llevados a cabo en la última década del siglo XIX. Por supuesto, el zarismo no mostró interés alguno por sus elucubraciones, pero después de la Revolución de 1917 consiguió tanta ayuda para escribir y publicar que dio a conocer 550 trabajos de los 675 que constituyen sus obras completas. En los países occidentales, los primeros estudios sobre cosmonáutica se publicaron bastante más tarde.

 

Fueron los soviéticos los que iniciaron la era espacial. El 4 de octubre de 1957, la URSS lanzó el Sputnik 1, el primer satélite artificial de la historia. El Sputnik 2, un mes después, puso en órbita al primer ser vivo: la perrita Laika. Los norteamericanos comenzaron con mal pie. El 6 de diciembre, el Vanguard 1 rodó por los suelos al perder empuje a los dos segundos su cohete impulsor. Pero en febrero de 1958, se repusieron lanzando el Explorer 1, que descubrió el cinturón interior de radiaciones de Van Hallen y permaneció diez años en el espacio. La diminuta esfera (15 centímetros de diámetro y cinco kilos de peso) fue saludada con ironía por la URSS. El año 1959 fue también de claro triunfo soviético. En el mes de septiembre se lanzó el primer objeto que llegó de la Tierra a la Luna. La nave Lunik 2 se estrelló en la superficie del satélite, cerca del cráter Antólico. El Lunik 3, en octubre, captó por primera vez fotografías de la cara oculta de la Luna y las trasmitió por televisión a la Tierra. Medio año después, los norteamericanos lanzaban el Pioneer 5, primera sonda espacial de Estados Unidos.

 

En continua emulación y prácticamente repitiendo algunas de las misiones, soviéticos y norteamericanos enviaron nuevas naves al espacio, alternando a partir de 1961 los lanzamientos de naves no tripuladas con otras tripuladas. El satélite norteamericano Tiros 1, enviado al espacio en abril de 1961, inauguró la era de la meteorología espacial. El Discover 13, también norteamericano, logró en agosto de 1960 la primera recuperación de una cápsula en órbita. Un año después, los soviéticos llegaron más lejos: el 12 de febrero de 1961 se lanzó el Venera 1, primer artilugio humano hacia el planeta Venus.

 

Pero todo esto no eran más que fuegos de artificio comparados con lo que vino después a causa de un hombre, Yuri Gagarin, el primer cosmonauta en dar una vuelta completa a la Tierra. Cuatro meses después del viaje de Gagarin, en agosto de 1961, su compatriota G. S. Titov logró dar 17 vueltas alrededor de nuestro planeta. Los norteamericanos enviaron a John Glenn (senador y varias veces candidato a la presidencia) a orbitar la Tierra en 1962, pero sólo dio tres vueltas. En julio del mismo año, Estados Unidos tomó la delantera por primera vez, aunque en una expedición de otra índole: el satélite Telstar 1 sirvió para la primera trasmisión directa de televisión de América a Europa. En noviembre, el soviético Marte 1 partió de la Tierra y logró alcanzar las cercanías de Marte en julio de 1963.

 

En mayo de 1963, el norteamericano Gordon Cooper, después de haber completado 22 órbitas, pudo realizar por sí mismo la maniobra de regreso a la Tierra, amerizando en el lugar previsto. La soviética Valentina Tereshkova se convirtió en junio de 1963 en la primera mujer cosmonauta, a bordo del Vostok 6. Unos meses después, el 22 de noviembre, el presidente Kennedy caía asesinado durante una visita a Dallas. La carrera espacial no se detuvo y en julio de 1964, la sonda norteamericana Ranger 7 obtuvo más de 4.000 fotografías de la superficie lunar.

 

La batalla se había librado en dos frentes. Por un lado, había que experimentar a toda prisa con naves tripuladas. Acoplamientos espaciales, adaptación del cuerpo humano a largos períodos de ingravidez y un entrenamiento general de los astronautas se convirtieron en pasos preliminares a cualquier aventura fuera de la atmósfera. Por otro, era necesario estudiar el sistema solar a fondo. No se sabía demasiado de nuestro satélite, al que solo había llegado la imaginación de Julio Verne. El escritor, por cierto, describió la Luna como un lugar “triste a inhóspito”.

 

La recta final la iniciaron una vez más los soviéticos. El astronauta Alexei Leonov realizó, en marzo de 1965, el primer paseo espacial durante la misión Voshkod 2. Flotó durante diez minutos por el espacio. Estados Unidos aceleró el programa Geminis y tres meses después, Edward White, en el Geminis 4, conseguía también pasear por el espacio unido a la cápsula por un cable de ocho metros. Las naves Geminis 6 y Geminis 7 lograron en diciembre el primer encuentro en órbita acercándose hasta una distancia de un metro. El Geminis 8, comandado por Neil Armstrong, tuvo un regreso accidentado en noviembre de 1966. La nave comenzó a girar sin control y tuvo que ser dirigida hacia el océano, donde cayó sin mayores contratiempos.

 

Mediada la década todo estaba dispuesto. Mientras los soviéticos llegaban a la Luna –en una nave no tripulada, el Lunik 9, en febrero de 1966–, el proyecto Apolo seguía al Geminis en Estados Unidos. Los astronautas americanos habían permanecido en el espacio durante 970 horas y el país había invertido 1.350 millones de dólares. El equipo del Marshall Space Flight Center, en Hunstville (Alabama), tuvo que dilucidar algo esencial: el procedimiento para poner un hombre en la Luna. Descartado el vuelo directo, se optó por el encuentro en órbita lunar. Al frente del equipo se encontraba Wernher von Braun, a quien definió el escritor Norman Mailer como “el verdadero ingeniero, el jefe espiritual, el inventor, la fuerza, el filósofo –¡el genio!– del programa Apolo”. Se dejó de lado su pasado al servicio del Ejército de Hitler.

 

El prometedor comienzo del proyecto se convirtió en catástrofe. El 27 de enero de 1967, durante una misión de simulación de lanzamiento de la misión Apolo 1, se declaró un incendio en la cabina presurizada. Los astronautas Edward H. White, Roger B. Chaffee y Virgil I. Grissom perecieron asfixiados en sólo treinta segundos, atrapados en su diminuto habitáculo. En un paralelismo en esta ocasión trágico, la mayor nave enviada hasta entonces al espacio, la soviética Soyuz 1, se estrelló al enredarse el paracaídas durante el aterrizaje, y falleció su tripulante, Vladimir Komarov.

 

El 9 de noviembre de 1967 se puso en marcha el gigantesco cohete Saturno 5, construido en un edificio de 150 metros de altura, el impulso que hacía falta para llegar a la Luna. La energía desatada por los cinco motores F-1 consumía 15 toneladas de combustible por segundo y era de tal magnitud que el techo de la cabina de la cadena de televisión CBS, próxima al lugar del despegue, voló por los aires. La onda expansiva fue detectada a más de 1.700 kilómetros. La misión fue un éxito y el reto del presidente Kennedy seguía en pie, a pesar de que el presupuesto da la NASA para 1968 fue recortado en 420 millones de dólares. Casi un año después, el Apolo 7 regresó a la Tierra sin novedad tras haber realizado la primera misión tripulada del programa. El Apolo 8 llegó en diciembre hasta la Luna y sus pasajeros rodearon por vez primera nuestro planeta. Este viaje dio al presidente Johnson, que había sucedido a Kennedy tras el magnicidio, su mayor triunfo, pocas semanas antes de su retirada, y preparó el asalto definitivo a la Luna.

 

El último año de la década comenzó con un nuevo proyecto Apolo. En el mes de marzo, el vuelo tripulado Apolo 9 probó en órbita terrestre los tres módulos que formaban una nave espacial. Por último, en mayo, en un ensayo general, dos astronautas del Apolo 10 iniciaron un descenso experimental hacia el satélite, detuvieron su operación a 14 kilómetros de altura y regresaron hasta el módulo de mando. Todo salió a la perfección. Ya sólo quedaba una cosa por probar: el alunizaje sobre una superficie aún desconocida y su despegue autónomo. Algunos científicos creían que la superficie podría estar formada de finísimo polvo y que el módulo –de 13,6 toneladas de peso– se hundiría. Del otro lado de este planeta llegaban noticias alarmantes: dos naves soviéticas Zond no tripuladas habían sido lanzadas en septiembre y noviembre de 1968. En cualquier momento, la historia podía repetirse, y los soviéticos podían adelantarse llegando con una nave tripulada a la Luna, En enero, un astronauta de la URSS había realizado la primera transferencia de una nave espacial a otra (Soyuz 4 y Soyuz 5).

 

Un millón de norteamericanos se dieron cita en las playas que rodean la base de Cabo Kennedy para contemplar la salida de la expedición Apolo 11. No había una sola nube la mañana del 16 de julio de 1969. Charles Lindberg, el primer hombre que cruzó el Atlántico en avión en solitario, ocupaba un lugar preferente. Las 2.900 toneladas del Saturno 5, tan grande como un destructor, comenzaron a rugir y el monstruo se elevó lentamente iniciando una de las aventuras más apasionantes de la historia. Para la misión estelar del programa Apolo fueron elegidos tres hombres, los tres nacidos el mismo año, 1930.

 

Neil Alden Armstrong, natural da Wapakoneta (Ohio), tenía fama de imperturbable. El accidentado aterrizaje de la misión Geminis 8 había puesto a prueba sus nervios de acero. Su destino estaba escrito en las estrellas: aprendió a volar antes que a conducir. Piloto militar durante la guerra de Corea, tenía en su haber más de 4.000 horas de vuelo. Fue admitido en el cuerpo de astronautas en 1962 y actuó como sustituto en las misiones Geminis 5 y Geminis 11. A su regreso a la Tierra se especuló sobre el significado de su famosa frase: “That’s one small step for man, one giant leap for mankind”. El hombre y su evolución a través de millones de años en contraposición a la Humanidad, a nuestra insignificante civilización en la inmensidad de los tiempos. Pero la explicación era mucho más terrenal: olvidó –o, como demuestra un estudio reciente, no se oyó– el artículo (“a man”) y se trataba de un pequeño paso para él, para Neil Armstrong, desde la escalinata.

 

Su compañero de andanzas, Edwin Buzz Aldrin, nació en Nueva Jersey en al seno de una familia de militares de origen sueco. Ingresó en West Point en 1951 y fue destinado al escuadrón de bombarderos número 51 durante la guerra de Corea. Coronel de aviación y astronauta desde 1963, fue sustituto en la misión Geminis 9 y realizó un paseo espacial de cinco horas y media durante Geminis 12, en noviembre de 1966. Considerado como uno de los astronautas-científicos mejor preparados, su primer pensamiento en la Luna fue que estaba ante “una magnífica desolación”. Asegura que no sintió miedo sino una “extraña excitación” al pisar el planeta y que no volvió a dormir durante todo el trayecto. “Sin duda alguna, la sensación más extraordinaria que tuve desde la Luna es ver la Tierra sobre el horizonte”.

 

El papel más ingrato le correspondió a Michael Collins, nacido en Roma y procedente también de una familia de militares. Como su compañero Aldrin, pasó por la academia militar de West Point. Teniente coronel de aviación, fue sustituto en la misión Geminis 3 y realizó dos salidas al espacio desde la nave de la Geminis 10, de la que fue piloto junto a John Young. Siempre le preguntaron lo mismo. “Éramos treinta”, respondía, “los que competimos por ir a la Luna. De las tres misiones la mía era la más oscura, pero la comparación yo no la hago con Armstrong, sino con los 27 que se quedaron en la Tierra”. El más alto de los tres, serio y parco en palabras, aceptó siempre su destino como lo más natural del mundo: “Estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado”. En una conferencia celebrada 20 años después, en Washington, explicó su aventura con palabras que habrían encandilado al presidente Kennedy: “Lo mejor del programa Apolo fue la confirmación de que el nuestro es un pueblo de exploradores. Primero colonizamos el Este, después nos adentramos en la Gran Llanura para llegar y conquistar el Oeste, y después alcanzamos la Luna”. Fue director del Museo del Espacio de Washington, en el que los turistas se arremolinan en torno a la diminuta cápsula espacial con correajes de cuero en la que regresaron a la Tierra: toda una heroicidad.

 

Desde 1969 hasta 1972, cuando la NASA dio por finalizado el programa Apolo, y con él gran parte de la aventura espacial, fueron seis las misiones lunares enviadas (Apolo 11, 12, 14, 15, 16 y 17), con un saldo de doce hombres sobre la Luna. En total, doce días y medio de estancia y más de setenta horas de actividad extravehicular. Se recorrieron 110 kilómetros del satélite, se transportaron más de 384 kilos de rocas y quedaron instaladas seis estaciones científicas. El Apolo 13 estuvo rodeado de dramas y misterios desde su lanzamiento, el 11 de abril de 1970. Cuando los astronautas se encontraban a más de 200.000 millas de la Tierra, tuvieron un problema: el módulo de servicio perdió su fuerza motriz como consecuencia de una explosión en un depósito de oxígeno que obligó a abandonar parte del sistema de alunizaje y a emplear el módulo lunar para volver a la Tierra, lo que se logró con éxito el 17 de abril.

 

Pero el interés por las aventuras espaciales descendió vertiginosamente desde el verano de 1969. La guerra del Vietnam absorbía buena parte de la energía económica e informativa de los norteamericanos y la crisis del petróleo se cernió sobre el planeta unos años después del cambio de década. El presidente Nixon recortó drásticamente los presupuestos de la NASA en 1970 y suprimió tres de los vuelos lunares previstos. Se aprobó el diseño y construcción de una lanzadera espacial y los propios astronautas comprendieron que el fin de una época mágica había llegado. Buena parte del material del programa Apolo pasó a formar parte de un museo y de los casi 400 kilos de rocas lunares tan sólo se analizó una décima parte. Nada se supo de promesas como la del premio Nobel norteamericano, Harold Urey, que había asegurado: “Enseñadme una piedra de la Luna y os mostraré cómo se formó nuestro sistema solar”.

 

La NASA decidió centrar sus investigaciones en vuelos en torno a la Tierra, con los programas Skylab y Saturno. Sólo un Apolo salió de la órbita terrestre desde 1972. Fue la misión conjunta soviético-norteamericana Apolo-Soyuz, en 1975, durante la que un módulo de mando se ensambló a una nave de la URSS. Concluida la misión Apolo 15, un periodista se atrevió a preguntar a los dirigentes de la NASA: “¿Pueden decirnos qué han dado ustedes al contribuyente además de unas horas de excelente televisión?”.

 

Estados Unidos lanzó después del programa Apolo cuatro transbordadores reutilizables que realizaron misiones prácticas en la órbita de la Tierra: colocar satélites, reparar los averiados e incluso rescatar y transportar alguno para su estudio. El 28 de noviembre de 1983, la nave Columbia, al mando del comandante John Young, partió de la Tierra con una carga en su bodega: el Laboratorio Espacial Europeo, inaugurando así una colaboración entre los dos continentes y un reparto de los elevados presupuestos. El 26 de enero de 1986, la catástrofe marcó el fin definitivo de todas las actividades espaciales no rentables. A los setenta segundos del despegue, el transbordador Challenger –que hacía el número 25 de este tipo de naves– se desintegró ante la mirada de cientos de espectadores –millones por televisión– debido a una explosión en el tanque de combustible. Fue la mayor tragedia desde que se inició la carrera espacial. Hasta entonces habían perecido siete astronautas en el espacio. El Challenger duplicó la lista negra: catorce muertos.

 

La hoy extinta Unión Soviética, por su parte, continuó lenta e implacablemente sus experimentos espaciales. Se colocaron en órbita 22 Soyuz con éxito y se pusieron en funcionamiento dos estaciones orbitales de la segunda generación. Mientras el régimen se caía a pedazos, los astronautas seguían realizando misiones de todo tipo. La crisis económica y las drásticas restricciones fueron cercando a los pasajeros del espacio. Se recortaron los presupuestos, algunos de los alimentos que necesitaban los astronautas no pudieron ser suministrados por las tiendas del Estado, los barcos que desde el Atlántico aseguraban las comunicaciones volvieron a sus bases y los programas debieron compartirse con países dispuestos a sufragar una parte de los desorbitados gastos, como la nueva Alemania.

 

Hubo un caso especialmente significativo, con el que la URSS cierra su carrera espacial. Sergei Krikailov tuvo que permanecer más tiempo en órbita del previsto ya que no había forma humana de hacerle regresar. El astronauta que iba a sustituirle debió ceder su lugar a un alemán que no estaba preparado para mantener la estación orbital MIR. Krikailov dejó en la Tierra a Mijail Gorbachov, en mayo de 1991. Cuando regresó, después de 310 días en el espacio, encontró otro país, la CEI (Comunidad de Estados Independientes), y otra ciudad, San Petersburgo, y se enteró, por ejemplo, de la ilegalidad de su carnet del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). De nuevo en la gravedad terrestre, declaró que cuando tuvo noticia del golpe de Estado contra Gorbachov tuvo miedo de que pudieran cortarse las comunicaciones. Y añadió: “No estoy en condiciones de comprender lo que ha pasado”.

 

En Estados Unidos, mientras tanto, se volvió la vista hacia el destino de los doce hombres que habían pisado la Luna. Forman un club exclusivo y se les conoce como los Moonwalkers (caminantes lunares). Neil Armstrong, el primero, renunció a los placeres mundanos y se retiró a su casa de campo de Ohio junto a su mujer y a sus dos hijos. Desde su regreso, se aisló en el más completo ostracismo, a pesar de que fue condecorado en 17 países, muchos de los cuales no llegó conocer. Se negó insistentemente a conceder entrevistas y denunció a su peluquero cuando se enteró de que vendía su cabello. Abandonó la NASA en 1970, impartió clases de ingeniería aeroespacial y trabajó discretamente en una empresa de sistemas informáticos. A petición de la Casa Blanca, presidió en 1986 la comisión que investigó el accidente del Challenger. Cuando falleció, el 24 de agosto de 2012, el presidente Obama le calificó como “el mayor héroe que ha dado Estados Unidos, y no solo de su tiempo, sino de todos los tiempos”. Le gustaba practicar el vuelo sin motor.

 

Para Buzz Aldrin, sin embargo, el regreso fue traumático: “Sabía lo que me podía encontrar en la Luna, pero no tenía ni idea de lo que me esperaba en la Tierra”. Aldrin se sumió en una crisis profesional y personal que le llevó a la depresión y a consumir una botella diaria de alcohol. “Fue realmente difícil tratar de nuevo con la gente y que me consideraran como una persona normal”. Dejó la NASA para fundar una compañía de telecomunicaciones y después fue granjero, vendedor de coches, profesor de ciencias y escritor de libros que, a medida que la aventura espacial se desinflaba, se orientaban más hacia la ciencia-ficción. Se casó tres veces y tuvo tres hijos. Parece que superó su crisis, pero no ha logrado salir del estado melancólico que le produce mirar de reojo la Luna por el retrovisor de su coche, un Mercedes que lleva una matrícula que le delata: MOON AGAIN (Luna otra vez).

 

Charles Conrad, el tercer hombre que pisó la Luna, era conocido por su sentido del humor. Cuando alunizó con el Intrepid, en noviembre de 1969, dijo que podía haber sido un pequeño paso para Neil Armstrong, pero que había sido un gran paso para él. Falleció a consecuencia de un accidente con su motocicleta, en julio de 1999. Su compañero en la misión Apolo 12, Alan Bean, el cuarto hombre que pisó la Luna, es un artista cotizado. Por sus cuadros, inspirados en el paisaje lunar, se han pagado cifras astronómicas. Veinte años después, declaró: “Soy feliz. No conozco a nadie para quien la vida haya sido tan gratificante como para mí”.

 

Alan Shepard, que llegó a Luna con el Apolo 14, en enero de 1971, optó por enriquecerse. Dueño de varias fincas por todo el país, viajaba de una a otra en su avioneta particular y en su círculo de amistades e influencias se incluía lo más granado de la sociedad americana. Tuvo sin embargo que enfrentarse durante una década a una larga enfermedad y murió en 1998. Edgar Mitchell, el sexto hombre que paseó por la Luna, estaba interesado desde pequeño en lo que escapa a la mente. La experiencia lunar cambió el rumbo de su vida. En 1972 abandonó su carrera de astronauta y fundó en California un extraño instituto esotérico para explorar el mundo interior humano. Se arruinó, se divorció dos veces y se enamoró de una parisina, con la que se trasladó a Europa. En 2008 aseguró que la NASA había tenido contacto con extraterrestres.

 

A David Scott, tripulante del Apolo 15, se le conoce como el astronauta caído. Una de las estrellas de la NASA –guapo, brillante, prometedor– se mezcló en un oscuro negocio: se llevó a la Luna una colección de sellos que luego vendería a coleccionistas, pero se descubrió su montaje y cayó en desgracia. Abandonó la NASA y lleva una vida retirada lejos de la gloria que le pronosticaban sus compañeros. En la misma misión viajó James Irwin. Un tractor permitió a Scott y a Irwin recorrer 23 kilómetros por la Luna, en agosto de 1971. Durante este tiempo, Irwin hizo un pacto con Dios que trastocó su destino. Se convirtió en predicador: “Dios necesitaba mensajeros y por eso nos dejó ir a la Luna. Doce hombres han ido a ella como doce apóstoles. Los astronautas éramos los cruzados de Dios”. Dirigió siete expediciones a la búsqueda del Arca de Noé. Falleció en 1991 sin haberla encontrado.

 

Charles Duke –a bordo del Apolo 16–, también vio la luz. Después de intentar sin éxito hacerse rico, se dedicó de lleno a la religión y recorre el mundo llevando la paz “a la nave espacial Tierra”. Junto a él en la misión, John Young, el astronauta que más veces ha viajado al espacio, optó por seguir en la NASA. El desastre del Challenger, proyecto en el que participaba, le postergó a un cargo de menor responsabilidad, en el que permaneció hasta su jubilación.

 

El undécimo hombre, el único científico (además de Aldrin) de los Moonwalkers, Jack Schmitt, se dedicó a la política. Tuvo varios éxitos iniciales en su Estado de Nuevo México hasta que sus paisanos se hartaron de sus historias maravillosas y le volvieron la espalda. Le acompañó en la misión Apolo 17 (diciembre de 1972) Eugene Cernan, que trabajó para la cadena de televisión ABC retransmitiendo los lanzamientos de cohetes. “La gente no me reconoce porque haya estado en la Luna, sino porque ven mi cara en televisión”. A los 20 años de la llegada de Armstrong y Aldrin, el último hombre que pisó la Luna, declaró: “Nadie parece darse cuanta del precio que tuvimos que pagar por ser héroes del espacio. A la larga, sólo hubo víctimas, ningún ganador”. Cernan añadió que él apagó la luz que había encendido Neil Armstrong un día despejado del mes de agosto de 1969.

 

 

 

Carlos García Santa Cecilia es escritor y periodista. Pertenece al equipo de FronteraD casi desde su fundación, donde ha publicado, entre otros artículos: Pero, ¿dónde está el ‘Titanic’?, Ehrenburg, el otro ruso de la guerra civil, Las dos Españas de Virginia Cowles, Destino fatídico y Góngora frente a Velázquez.

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