Capítulo 1. Elvira, Álvaro y yo
Ausencia aumenta amor
Álvaro Cunqueiro
En los años de su vejez, cuando estaba a punto de quedarse ciego por culpa de una severa diabetes y también tenía que hacer hemodiálisis tres veces por semana en un hospital de Vigo, el hombre al que de niño llamaban Chispún, porque era alto y espigado, y crecía con la fuerza de los cohetes de cinco petardos, el anciano que ahora tecleaba con el índice derecho sus últimos artículos en una máquina Smith Premier ayudándose con la mano izquierda para sostener una lupa gigante que le permitía revisar lo que escribía, seguro que más de una vez se acordó de los días de su infancia en que su padre lo llevó a conocer el ciervo en la fraga de Rioseco, y su madre a visitar el pazo de Cachán, donde había nacido una parte de sus antepasados.
La mansión, ubicada en el florido y recoleto valle de Riotorto, tierra que por obra y arte de su magia, y porque las palabras todo lo pueden, llegaría a ser conocida más tarde como Miranda, le serviría en el meridiano de su vida para dar cobijo a Merlín, el personaje que protagonizó la obra fundacional de la narrativa escrita en lengua gallega y arrancó al escritor de las garras de una supuesta depresión que lo mantuvo cautivo y derrotado por un largo tiempo en su Mondoñedo natal. Tras más de una década fuera de casa, Cunqueiro abandonó el Madrid del millón de muertos donde había vivido después de la guerra civil y volvió a su lugar de nacimiento, su Ítaca de bolsillo, como un Ulises con grelos, erudito y atlántico. Y es que, como dejó escrito nuestro héroe, cuando un ítaco sale a recorrer el mundo, su madre toma del hogar un trozo de leña, lo apaga, y con su carbón, escribe sobre los labios del hijo esta hermosísima palabra: regresar. Desgraciadamente, sin embargo, cuando Ulises, o sea Álvaro, regresó a Mondoñedo, su madre ya había muerto y tampoco lo esperaba Penélope. Su esposa, Elvira González-Seco Seoane, aquella hija de buena familia cuya belleza rompía los espejos y con la que se había casado en 1940, vivía en la misma villa, concretamente en una regia casa con balconada ubicada en la calle Obispo Sarmiento, muy cerca del lugar donde luego regentaría su tienda el famoso Rey de las Tartas. Después de tener con él dos hijos, lo había abandonado cansada de sus repetidas aventuras y de otros asuntos turbios que vivieron en la capital de España y que finalmente acabaron con la sombra del escritor en la cárcel. Elvira no volvería a dirigirle la palabra hasta el día en que casaron a su hijo mayor, el notario César, y eso porque el protocolo del ceremonial no le dejó otro remedio. Casi medio siglo después, todavía dolorida y desencantada con el desamor de su vida, aquella mujer que arrastró una herida sin cicatrizar a lo largo de su existencia, y que a medida que pasaban los años se parecía cada vez más a un personaje escapado de La casa de Bernarda Alba, le confesó a mi amigo Carlos Reigosa que Álvaro no le había contado una sola verdad en su vida.
Así empezaba la biografía de Álvaro Cunqueiro que comencé a escribir en 1986 tras visitar Mondoñedo el otoño anterior para presentar A dama e o cabaleiro, un disco que Amancio Prada, el cantante del que yo era mánager, había compuesto a partir de una selección de poemas del escritor lucense. Por entonces yo ya había leído a Oscar Wilde, pero no había entendido todavía que la mejor manera de ser aburrido es contarlo todo. En honor a la verdad, la idea de la biografía no era mía, sino de Francisco Umbral. En una de nuestras muchas sobremesas en La Retorta, la cafetería del hotel Eurobuilding ubicado en la calle Capitán Haya de Madrid, al enterarse de que yo iba a abandonar el periodismo y el trabajo con el cantante del Bierzo para irme a Boston a estudiar televisión, me dijo que esperaba que fuese una decisión temporal. Fue entonces cuando me aconsejó escribir la vida de mi pariente, convencido de que era el mejor homenaje que podía rendirle y una excusa perfecta para no abandonar la escritura, pues confiaba en mi talento y en mi juventud, tal y como me había escrito en varias dedicatorias.
“—Cunqueiro es un gran escritor que todavía está por descubrir para la inmensa mayoría y nadie mejor que tú para contar su vida.
—Creo que es un traje que me viene demasiado grande, maestro.
—Tú puedes. Te lo has leído entero y además tendrás acceso privilegiado a información relevante a través de la familia. Y no me llames maestro, coño.
—Gracias por la idea, maestro”.
Umbral, por cierto, a petición mía, había escrito un texto para el disco de Amancio Prada donde, entre otras cosas, afirmaba que Álvaro guisaba para todo el santoral y para todas las putas que llevaba en el alma; y yo, que era joven, feliz e indocumentado, pensé que al maestro se le había ido la olla. Desconocía entonces que, según García Márquez, todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta. Cunqueiro había sido precisamente la excusa que disparó la curiosidad de Umbral el primer día que almorzamos juntos en el otoño de 1981 y el telón de fondo que presidió nuestra amistad. Era la primera vez de las varias que el escritor de Mondoñedo ejerció de mi ángel de la guarda en Madrid sin que yo fuese consciente de ello. Estaba recién aterrizado en la capital de España para estudiar Periodismo y ya había empezado a hacer entrevistas después de leer en Pla que son un gran género porque los que trabajan son los entrevistados y el que cobra eres tú. En el caso de Umbral, sin embargo, y contra todo pronóstico, el entrevistado fui yo. Tan pronto se enteró de mi parentesco con Cunqueiro (Cándida, la hermana de mi abuelo, estaba casada con Moirón, el primo más querido de Cunqueiro), el autor de Mortal y rosa perdió todo el interés en lo que yo le estaba preguntando y me interrogó con detalle sobre el héroe de mi infancia picapiedra y cereal. Hasta tal punto fue así que la sobremesa se alargó sin que yo fuese capaz de hacerle una sola pregunta más al maestro, y tuve que volver otro día a su piso de Juan Ramón Jiménez para concluir el trabajo que me había encargado El Progreso, de Lugo, y que había sido el objeto de la comida a la que Umbral me invitó con su mujer, María España. La parte más divertida del almuerzo tuvo lugar cuando me preguntó si había heredado algo de Álvaro, fallecido en febrero de aquel mismo año, una semana después del golpe de Estado protagonizado por Tejero.
“Soy de la familia, pero de Álvaro he heredado únicamente una bola de nieve. Y casi todos sus defectos, claro”.
Me imagino que lo que yo tenía en mente era causar el mismo efecto que Oscar Wilde provocó en las aduanas de Estados Unidos cuando le preguntaron si tenía algo que declarar y respondió que solo su genio, y que también estaba pensando en aquella frase de Eugenio D’Ors que dice que benditos sean los plagiadores porque de ellos serán nuestros defectos. Sea como fuere, a Umbral le hizo gracia mi respuesta, y tras ajustarse sus gafas de carey, miró a su santa esposa y le dijo:
“Mira el pequeñito. Promete”.
Fue, en fin, el principio de una amistad que duró hasta que abandoné definitivamente el periodismo y sentí que, renunciando a mi vocación primera y más querida, lo había traicionado. Umbral siempre tuvo más fe en mi prosa y en mi juventud que yo mismo. Pero, como diría Cunqueiro, esos son otros lópeces sobre los que volveremos más adelante.
El caso es que acababa de comprar en un Vips El loro de Flaubert, el libro que Julian Barnes le había dedicado al autor de Madame Bovary, y creí que podía ser un buen modelo para imitar a la hora de escribir la vida de Cunqueiro –pues entonces todavía pensaba que lo más importante del mundo es ser original y no me veía escribiendo una biografía convencional–. Y hasta jugué con el título del autor británico para bautizar mi cuaderno de trabajo: El oro de Cunqueiro escribí en la moleskine en la que empecé a tomar notas, porque a Álvaro le fascinaban los tesoros y porque todo lo que tocaba (Álvaro, no yo) lo convertía en oro; y además era un buen juego de palabras. O eso creía yo por entonces.
En los meses siguientes, sin embargo, mi vida tomó un rumbo inesperado y lo que iba a ser un paréntesis en mi carrera literaria se transformó en una carretera secundaria, y la carretera en un túnel, y el túnel en una mina, y así fue como sin darme cuenta acabé por sufrir la primera gran metamorfosis de mi existencia y me convertí en un bartleby. Y es que cuando tienes veintipocos años crees que la vida no se acaba nunca y que siempre habrá tiempo para abordar todos los proyectos que tienes en la cabeza y de alcanzar todas las metas y de cumplir todos los sueños, así que, recién acabada la carrera de periodismo en Madrid, me marché a la Universidad de Boston para cursar un máster de gestión y producción de radio y televisión –financiado en gran medida, todo hay que decirlo, con el dinero que había ganado gracias a los conciertos de Amancio Prada dedicados a Cunqueiro–, y mi futuro cambió para siempre. Del alejamiento de la escritura, curiosamente, fue responsable en buena parte Juan Cueto, otro fan de Cunqueiro, a quien yo también había conocido porque le concedieron el premio González-Ruano de periodismo por un artículo que le dedicó a Álvaro. Tras mi regreso de América, Cueto me fichó como ejecutivo de Canal +, una de las tres cadenas privadas de televisión que arrancaron en los noventa, y ya nunca más volví a escribir profesionalmente. Dejé de ser un escritor de raza y de querer ser Alvarito Cunqueiro, que es lo que siempre había soñado desde niño, para convertirme en un yuppie ilustrado y en un escritor de fin de semana o de terraza.
Pasaron más de treinta años hasta que finalmente me puse a redactar mis memorias (todavía en marcha). Cuando por fin llegué al capítulo dedicado a mi infancia, me vi obligado a escribir una nota a pie de página para explicar quién era Cunqueiro, y la nota a pie de página creció hasta convertirse en un párrafo y el párrafo en una página y la página en un capítulo, y entonces me di cuenta de que Álvaro era una parte fundamental en mi vida, tanto de mi infancia familiar como de mi adolescencia soñadora. El caso es que volví sobre mis notas de entonces y, tras releer sus novelas y repasar los libros que se habían escrito sobre su obra, el capítulo dedicado al escritor de Mondoñedo empezó a crecer por su cuenta, como una serie que sale de otra serie, o como un cuento que nunca se acaba, y a partir de entonces se reprodujo con la constancia y la testarudez y la exuberancia de las yedras y de todas las plantas enredaderas, y acabó por convertirse en el libro que ahora estás leyendo. Así arrancaba el capítulo que le dediqué en mis memorias:
Álvaro Cunqueiro fue una presencia permanente en mi infancia, pues salía en los periódicos a menudo y había ambientado su libro Merlín e familia en el pazo de mis tíos de Cachán, aquella casona a la que Felipe de Amancia se acercó con nueve años recién cumplidos para servir al mago Merlín y que se encontraba a menos de cien metros de la casa donde nací y viví hasta los diez años. Lo que yo no sabía por entonces es que el mago no era Merlín, sino Cunqueiro. Allí me llevaba mi padre de visita todos los domingos para jugar a las cartas con mi abuelo José María y con el tío Moirón, que era el primo hermano más querido del escritor de Mondoñedo y se había casado con Cándida, la hermana de mi abuelo. Los cuatro hijos de Moirón, por su parte, eran los hermanos que mi madre no había tenido, porque era hija única, de manera que fueron siempre nuestros parientes más cercanos y queridos. Cunqueiro, tras una larga cura de silencio y retiro después de la negra sombra de la posguerra, era ya por entonces un escritor famoso y reconocido. Había ganado el Premio Godó de Periodismo en 1967 por un artículo dedicado a Sánchez Mazas, y el Nadal en 1969 con Un hombre que se parecía a Orestes. La prensa, cuyos recortes coleccionábamos y guardábamos como oro en paño cada vez que salía una noticia suya, así como los ejemplares del Sábado Gráfico donde publicaba todas las semanas, le daba trato de héroe nacional y hasta había quien lo citaba como futuro premio Nobel. En su infancia, Álvaro había venido mucho a Miranda de vacaciones, incluso en una ocasión se vio obligado a pasar una larga temporada allí por culpa de una epidemia de tifus en su Mondoñedo natal. De hecho, en algún artículo recuerda cómo iba a la taberna del Rulo, en As Rodrigas, a echar cuentas cuando era un niño espigadillo y feble, y narra la noche en que cerca del pazo vio también con los ojos abiertos como cuncas a un mensajero del rey Herodes que iba camino de Finisterre con el terrible mandato. Pues bien, en mis años de pantalones cortos, Cunqueiro todavía regresaba a la casa de sus abuelos maternos para disfrutar truchadas con amigos como Castroviejo, Molina y Del Riego, y para celebrar las fiestas patronales de San Pedro y San Pablo. Cuando yo supe de su existencia, sin embargo, ya había abandonado Mondoñedo y vivía en Vigo, donde dirigía el periódico local. El uso de seudónimos relacionados con la familia (Patricio Mor o Benito Moirón, entre otros) y las muchas veces que cita a nuestro tío Moirón y las estancias del pazo en sus escritos dan fe del enorme aprecio que sentía por sus parientes de Cachán y por aquel hogar donde nació su abuela.
Yo no jugaba todavía a la brisca ni al tute cabrón, o me aburría muy pronto cuando lo hacía, pero también era un niño estirado y feble, y me gustaba ir con mi padre de la mano para visitar aquella casa mágica que olía a incienso y membrillo. De su exterior me fascinaban los magnolios y las camelias, los árboles de frutas exóticas y los perros de caza que mi tío utilizaba para su deporte favorito, unos galgos afilados como flechas que sabían latín porque sus dueños, o sea, los tíos curas de Cunqueiro, les daban órdenes en esa lengua. De su interior me encantaba un salón enorme amueblado con mecedoras de bambú y divanes de terciopelo rojo, y en cuyas paredes colgaban cuadros de los ilustres antepasados de la familia, pero, sobre todas las cosas, me tenía enamorado una pajarera de madera que estaba en el ángulo oscuro y que parecía la maqueta de una catedral transparente. La había construido Manuel María Moirón, un hermano de la abuela de Cunqueiro que era sordomudo. También pasaba muchas horas en unas galerías acristaladas que daban al jardín y que hoy ya no existen, pero que en aquella época albergaban una librería y un tocadiscos que fue el primero que vi en mi vida y donde ponía hasta rayarlos los famosos vinilos que regalaba Fundador –la marca que anunciaba su coñac con la modelo Nico subida a un caballo y cabalgando por la playa–. Ahí, en esa librería, fue donde descubrí Merlín e familia. Cunqueiro cuenta:
“De pronto, un día me cae en las manos algo que me va a producir verdadero estupor: François de Villon, especialmente la Balada de las damas del tiempo pasado”.
Ese mismo estupor fue el que yo sentí aquella tarde en que estaba curioseando las portadas de los discos, y de repente, apoyado en la mesa camilla, descubrí el libro del mago del que me había hablado mi abuelo. Comencé a leerlo como quien come cerezas, y tras descubrir en él las magias del hombre que había venido volando desde Bretaña, empecé a reconocer un paisaje que me resultaba muy familiar: el campo de las colmenas, los molinos del Pontigo, el viento de Meira, el reloj de sol de la Rancaña, el Castro, que era el Castro de La Corona (famoso porque según mi abuelo allí había un tesoro oculto desde el tiempo de los moros), las herrerías del Villar (que no eran del Villar, sino de Ferreiravella, igual que los mazos, lo cual me permitió intuir que en la literatura se podían cambiar las cosas de sitio), y por supuesto, la mansión del mago Merlín, que era la misma donde yo estaba, y que, como es obvio, hizo que dentro del libro me sintiese como en casa. Pero el flash definitivo, la revelación seminal, la tuve al descubrir que Felipe de Amancia, el criado de Merlín que hace de narrador y cuenta la historia, dormía con una manta de franjas verdes, que por ambos lados tenía escrita en letras coloradas la palabra DAVID.
Entonces di un brinco y viví mi gran epifanía, porque yo tenía la misma manta en mi cama, que se la había comprado mi abuelo a los maragatos de Astorga, y me tapaba todas las noches con ella. En ese momento salí corriendo del pazo con el libro en mi cartera de colegial, agarré mi bicicleta BH y no paré de pedalear hasta que llegué a mi casa y le enseñé el milagro a mi madre. El corazón me palpitaba como si llevase un gorrión en el pecho, y por un momento sentí que yo también podía ser Felipe de Amancia, o sea, Álvaro Cunqueiro, es decir, Alvarito, que es como le llamaba mi abuelo porque, como ya dije antes, y sino lo digo ahora, lo había conocido cuando el fabuloso fabulador era un niño. Fue esa ilusión la que me animó a escribir mi primer cuento. Se titulaba Un ángel que se parecía a Errol Flynn y contaba la historia de un aviador americano que de camino a la guerra de Vietnam sufrió un accidente y se vio obligado a descender en paracaídas hasta nuestro gallinero, con la mala suerte de que enredó los aparejos en un nogal y allí se quedó colgado, hasta que yo lo descubrí confundiendo el paracaídas con las alas. Algo así. También por aquellos días, y bajo el poderoso influjo de Álvaro, escribí la historia de Genoveva, una hija secreta que había tenido Merlín con una sirena, y que, para disimular su cola, la tenían siempre en silla de ruedas, que decían que era paralítica para ocultar su verdadera identidad, y había que regarla todos los días con agua de mar, que la traía el pescadero de Foz, día sí y día no. Cosas de niños, en fin. El caso es que desde aquellos tiempos en que pensaba que los personajes de Merlín e familia habitaban el pazo junto a mis parientes tengo serias dificultades para distinguir la realidad de la ficción.
El escritor Charles Dickens escribió que Caperucita Roja fue su primer amor. El mío fue Álvaro Cunqueiro, o mejor dicho, su mago Merlín. Álvaro descubrió a Merlín en los tiempos del instituto leyendo aquel capítulo del Quijote que trata sobre la bajada a la cueva de Montesinos, y yo descubrí a Merlín leyendo a Álvaro. Por eso dije alguna vez que Álvaro es como Cervantes o, por lo menos, mi Cervantes. En honor a la verdad, sin embargo, debo aclarar que, antes de conocerlo en forma de libro, yo ya tenía tratos con Merlín, pues mi abuelo, que era un narrador oral de muchos quilates (algo así como el cuentacuentos en jefe de la familia y mi Sherezade particular), todas las noches me contaba un cuento para que me quedase dormido e incluía la historia de Merlín junto a las clásicas de lobos y de hadas. Normalmente, sin embargo, era mi abuelo quien se dormía, y yo me quedaba soñando despierto. Por entonces yo solo conocía a Álvaro Cunqueiro de oídas y no tenía ni la más remota idea de que el escritor de la familia había usado el pazo de mis tíos para ambientar allí la primera de sus grandes historias, pero, gracias a los relatos de mi abuelo y a mi imaginación levemente cubista, ya creía en Merlín con la misma fe ciega con que creía en Dios y en la Virgen María. De manera que Merlín, aquel santo laico, fue una presencia permanente en mi infancia y nadie cuestionaba su existencia ni su pasado. En realidad yo tenía que haber titulado este capítulo Merlín y mi familia, porque Merlín formaba parte de nuestra mitología doméstica. Cuando yo era un crío, en mi casa para referirnos al pasado remoto no hablábamos de la época de María Castaña ni del general Prim, ni tan siquiera de Cristo, sino de los tiempos de Merlín.
“Es más viejo que Merlín”, decía mi abuelo para referirse a algo realmente antiguo.
Y más viejo que Merlín solo era Matusalén, el de la Biblia.
Cuenta Woody Allen en sus memorias que vivió su primera gran experiencia cuando viajó desde Brooklyn a Manhattan con su padre y al salir del metro descubrió que allí, al otro lado del río, se encontraba el paisaje que había visto en las películas de los cines de su barrio. Fue algo parecido a lo que me pasó a mí con el pazo de mis tíos y con el libro Merlín e familia. Lo que pasa es que yo conocí primero el pazo y luego el libro, y Allen vio primero las películas y luego descubrió la ciudad de sus sueños. Allen, en definitiva, viaja de la ficción a la realidad, y yo, en cambio, reconozco la ficción en la realidad. Quizá es ese momento en el que descubro asombrado que se puede hacer ficción con el más acá. Son dos viajes a la inversa, pero conducen al mismo sitio. En el fondo, los dos nos sentimos como su Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo, entrando y saliendo a nuestro antojo de la pantalla, en su caso, y del libro, en el mío. La diferencia reside en que, para que la historia funcione, Allen trae a la persona que interpreta al galán de la película a vivir a la ciudad para que conozca a Cecilia, la protagonista que interpreta Mia Farrow, y yo, sin embargo, nunca veo a Cunqueiro, aunque este exista en la realidad. O eso creo yo, porque para mí Álvaro era como Godot. Siempre me anunciaban su visita al pazo de mis tíos, siempre insistían en que faltaban pocos días para poder conocerlo, pero al final nunca llegaba. Con ocho o nueve años, escribí aquel primer cuento ya mencionado sobre el piloto americano y me dieron un premio de la Diputación de Lugo que consistía en un viaje a Vigo, la ciudad donde entonces residía el escritor tras abandonar su Mondoñedo natal, y pensé que, ya que él no venía a Riotorto, aprovecharía yo la excursión para visitarlo. Le pedí a mi tío Moirón que lo llamase para anunciarle mi viaje, pero lamentablemente en esas fechas el escritor iba a estar de viaje en Estocolmo, si no recuerdo mal. Por eso este capítulo también podía haberse titulado Esperando a Cunqueiro o Un hombre que se parecía a Godot.
En efecto, conocí su obra desde muy niño, pero entonces me faltaba perspectiva para valorarla en toda su dimensión. Creo que empecé a tener conciencia de lo grande que era Álvaro el día en que, muerto ya Franco, lo entrevistó Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo, de TVE, que yo seguía con asiduidad, y me di cuenta de que no desentonaba en absoluto al lado de las grandes figuras que habían participado en el espacio, desde Octavio Paz a Juan Rulfo, pasando por Dalí o Vargas Llosa.
Álvaro Cunqueiro es el último gran escritor del Siglo de Oro español. Pese a haber nacido en 1911, se podría definir como un Cervantes en tierra de grelos que cultiva la fabulación fabulosa desde el fin del mundo. A la hora de censar y catalogar su obra, no existe consenso sobre el modo de bautizarla. Los críticos han especulado mucho sobre el tipo de literatura que produjo Álvaro, pero no hay acuerdo sobre su denominación de origen. Algunos opinan que se trata de un precedente del realismo mágico, mientras que otros la adscriben a lo real maravilloso e incluso a la literatura fantástica. Lo suyo fue un cruce muy sofisticado de cuentos de hadas para adultos y libros de caballerías enriquecidos con la influencia de las narrativas modernas y bajo el aliento del surrealismo, lo cual, si bien se mira, lo convierte en un género en sí mismo: el cunqueirismo, es decir, un clásico actualizado con las vanguardias del siglo XX. Abundando en esta idea, Pere Gimferrer dejó escrito que Álvaro no tuvo antecedentes ni descendientes. Si yo tuviera que explicar de un modo gráfico quién es Cunqueiro, diría que fue el Gaudí de la literatura, o, si lo prefieren, que Gaudí fue el Cunqueiro de la arquitectura. Alguien dijo que Dante escribía como pintaba El Bosco. Así escribía también Cunqueiro.
No importa el idioma en que lo haga, Álvaro forma parte de los ases de la gran baraja literaria de autores gallegos junto a Valle-Inclán, Torrente Ballester y Camilo José Cela, pues la imaginación al español se la pone el gallego, como bien dijo Umbral. Umbral, por cierto, fue un gran admirador y divulgador de la obra de Cunqueiro, hasta el punto de convertirlo en uno de los personajes de su Leyenda del César Visionario, además de utilizar reiteradamente muchas de sus técnicas y temáticas, desde la anacronía a la angeología, y por supuesto, los famosos apéndices de personajes.
La imaginación fue la principal herramienta de trabajo del señor de Mondoñedo. ¿Y qué es la imaginación para Cunqueiro? Recordar lo que no ha pasado. A ello consagrará su vida desde que, siendo niño, los profesores le dicen a su madre que a Álvaro le sobra imaginación. Da igual que sean novelas o columnas, poemas u obras de teatro, conferencias o recetas de cocina, la capacidad de fabular de este animal literario resulta abrumadora. Entre los más de veinte mil artículos que escribió hay uno sobre Quevedo que permite conocer en detalle alguno de los trucos de su manual de magia. Allí donde los historiadores tienen dudas, o no llegan, allí aparece Cunqueiro para dar su particular versión de los hechos. Y lo que no sabe, se lo inventa, claro, pues está convencido de que la invención es una forma de conocimiento tan válida como cualquier otra. En esto se parece a su querido obispo Guevara, que inventó reyes que no hubo, sabios que nadie conoció y sucesos de los que no hay noticia en los libros de Historia. Erudición inventada, la llamaban. La técnica es siempre la misma: se parte de un dato cierto para dotar de verosimilitud al relato, incluso a la Historia, con mayúsculas, y sobre esa piedra base se deja crecer el edificio de la fantasía, que en su caso normalmente es un rascacielos y tiene muchas plantas porque la imaginación se le dispara. Y si alguien tiene alguna duda, como ocurrió una vez en una conferencia que pronunció en Santiago de Compostela, nuestro autor se la aclara.
“El dato lo tomé en la Biblioteca de Alejandría. Antes de que ardiese, claro”.
Uno de los ejemplos más logrados de esta técnica de erudición inventada es la maravillosa especulación que escribió para Los cuadernos del norte sobre la caída en desgracia de Quevedo. Releyendo esta crónica en la deliciosa revista que dirigía Juan Cueto, lamentamos que Cunqueiro se hubiera ido de este mundo en plena madurez creativa y sin escribir las varias novelas que había anunciado, sus libros soñados. En ese texto ambientado en los carnavales de Venecia, igual que en otros dos deliciosos artículos donde ya nos da sendos avances de Merlín e familia, así como en la nunca publicada Taberna de Galiana, se ve claramente el relato piloto de lo que podían haber sido los episodios nacionales de la España mágica. Era 1980. Lamentablemente, Cunqueiro nos dejó un año más tarde. Cuarenta años después de su muerte, en España apenas se le conoce. En Galicia, sin embargo, es toda una gloria. Pero en esta tierra brava la gloria, ay, solo permite vivir de alquiler. Pura calderilla, como diría de la fama su pariente Valle-Inclán. Lo bueno es que uno nunca muere mientras alguien se acuerda de él, y somos muchos los que nos acordamos de Cunqueiro.
Pero ¿quién era Cunqueiro? Un misterio con gafas, como lo calificó Iglesias Laguna. Tratar de desvelar ese misterio es el propósito de este libro.
Álvaro, que se reclamaba pariente de la Sagrada Familia, y decía tener en su árbol genealógico a un lobo y a una sirena, siempre proclamó su condición de finisterre, y no de celta, pues al fin del mundo también llegaron los romanos y los suevos, entre otras muchas tribus, y nos mestizaron. En efecto, nacer en el país del millón de vacas y los diez mil ríos imprime carácter. También influye en la forja de la personalidad crecer en un territorio donde el santo patrón llega desde la Tierra Santa por mar en una barca de piedra, el santo Froilán habla con el lobo y la poetisa Rosalía escucha voces de seres que no se ven. Lo que verdaderamente define a Galicia y la hace singular, según Álvaro, no son las meigas ni la queimada ni la Santa Compaña ni otros tópicos al uso, sino el haber sido durante muchos años el punto extremo del mundo conocido, el fin de la tierra. Más allá, añade, solo quedaba el tenebroso océano con sus abismos y sus vientos huracanados, lo cual es un excelente caldo de cultivo para la especulación y la fantasía, y enlaza muy bien con todo lo que tenga que ver con los mitos, otro de sus temas más queridos. Quizá Cunqueiro se alegraría de saber que, según Coetzee, el pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre Historia y mito. Jugar con estos dos elementos fue lo que le permitió aportar un ángulo inédito a la literatura y entrar a los temas de costado, o sea del revés –“del envés”, como le gustaba decir a él–. Siguiendo esa antigua afición que tenemos los gallegos por cambiar los marcos de sitio, Álvaro se permitió el lujo de crear el mundo de nuevo y anticiparse varios años al realismo mágico y a lo real maravilloso, previa lectura de todos los clásicos extranjeros y españoles, y de todas las vanguardias, por supuesto, pues era un lector omnívoro.
Álvaro disfruta cambiando los marcos de sitio: importa al mago Merlín para Galicia; exporta la Santa Compaña, o sea las ánimas del purgatorio gallegas, a la Bretaña Francesa en As crónicas do sochantre, le inventa unas mocedades al mítico Ulises y hasta es capaz de cambiarle el final al Hamlet de Shakespeare y de falsificar inéditos de Quevedo, con el consiguiente escándalo, como es lógico. Su talento es descomunal, tal y como reconoció Gabriel García Márquez, quien, después de leer con pasión libros y artículos del escritor de Mondoñedo, pensó que este merecía el premio Nobel, y así lo expresó públicamente. El colombiano puso de moda la literatura de imaginación con la publicación de Cien años de soledad en 1967, pero era obvio que el gallego había abierto esa puerta más de una década antes con Merlín e familia (1955) y la siguió franqueando toda su vida. Mucho antes de que Remedios la Bella ascendiese a los cielos mientras hacía la colada, ya el Mago Merlín había llegado a Galicia volando, tal y como nos recuerda el propio Cunqueiro:
“Y a los ríos que corren les puse puentes de tres ojos, aunque Merlín no los había pasado, pues he llegado a la conclusión de que iba y venía volando”.
Y como lo propio de los gaélicos es contar con pruebas, y yo, además de gasolina, llevo un cuarterón de sangre celta en mis venas, les invito a que, si no conocen la obra de Cunqueiro, se tomen la molestia de leer por favor esta página de Las mocedades de Ulises, de 1960, donde explica la cojera de Basílides, y verán cómo otra vez se vuelve a anticipar al mundo del realismo mágico.
“—¿Naciste cojo, Basílides de Chipre?
—No, joven Ulises, no nací cojo. Tenía a los siete años finas piernas iguales. No eran tan hermosas como las de mi primo Focio, que hace de Orestes en el teatro, y las viste con calzas encarnadas, pero eran unas piernas iguales, esbeltas, y Basílides corría como cualquier otro niño en Chipre las alegres vagancias de su edad. Pero vino el del gran anteojo. Era un napolitano alto, barbudo, moreno. Se sentaba en la plaza en un tablado y comenzaba a tocar la mandolina. Recuerdo la canción, porque siempre estaba con ella una esclava partenopea que tenía nuestro vecino, el rico Nicias:
Nun me chiammate cchiù donna Sabela,
chiammateme Sabella sventurata!
Como te decía, vino el napolitano y tocó la mandolina. Se reunió toda Nicosia en la plaza, que no sé si sabes es a la más remota usanza helénica, con pórtico, tribuna y altar. Antaño, según las crónicas literatas, había allí un gracioso Hermes, con alas de oro en los tobillos. Hermes era también santo, solamente que de otra calidad, y agradecía la oración y la limosna. El napolitano, vista la multitud, sacó el gran anteojo. Miraba por él a una persona o un animal, y esta tomaba la forma que el napolitano decía. Se llamaba Messer Ferruccio Sorrentino, según el cartel. Anunció que iba a contemplar al vigilante Asmodeo jorobado, y Asmodeo, que estaba en primera fila, jorobó: se le puso jíba delantera, extremadamente picuda. Subió al tablado a mostrarla. Se reía y la golpeaba. Messer Ferruccio dejó de mirarlo por el anteojo, y Asmodeo volvió a su natural. Hizo, mirándola, el joven napolitano gente de dos cabezas, mujeres de tres brazos, un perro de cien patas. Yo me acerqué al tablado y le grité, entusiasmado:
—Señor de Nápoles, ¡míreme cojo!
Y me miró, y se me puso la pierna izquierda escuálida, y del revés el pie. Yo levanté la túnica para que vieran la súbita mudanza los complacidos nicosios, y salté en el tablado, ensayando el nuevo remo. Pero con tan mala fortuna, joven Ulises, que caí contra Messer Sorrentino, y lo derribé, y con el sabio cayó el anteojo, que fracasó sus vidrios en la noblemente empedrada ágora de Nicosia, y habiendo sido todo sin tiempo para que el ambulante de Nápoles quitase la mirada suya del anteojo, que la manda, según explicaron, enrollada todo lo largo del tubo y por figuras geométricas, yo quedé cojo, tan cojo como él me miraba, y él quedó ciego…”.
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Este texto corresponde al inicio de la biografía del autor de Merlín y familia, titulado Un hombre que se parecía a Cunqueiro y que acaba de publicar Ediciones del Viento.