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Un maestro apodado James Salter

 

 

There comes a time when you realize that everything is a dream, and only those things preserved in writing have any possibility of being real.

James Salter, All That Is

 

James Salter cree que se puede llevar una vida completa y satisfactoria sin haber abierto un libro. Sospecho que si Salter no hubiera leído tanto jamás hubiera sido capaz de decir una verdad tan grande. Hoy tiene 87 años. Aún escribe en un ático iluminado, lleno de papeles y de notas, aún recuerda el día en que su hija adolescente murió electrocutada en una ducha en Colorado.

 

Salter todavía escribe en una máquina de escribir, toma notas impulsivamente en reuniones, cenas, fiestas; y aún es capaz de concebir obras maestras: la última se llama All That Is, tiene 290 páginas y se publicó a principios de este mes en Nueva York.

 

All That Is empieza con varias postales de la Segunda Guerra Mundial, con dos marineros que sobreviven a los kamikazes, allá en el Pacífico. Uno de ellos salta al mar, es rescatado por un barco que hunden los japoneses, es rescatado otra vez y vivirá el resto de su vida contando la historia de su doble rescate. El otro marinero se apellida Bowman, es tímido, ingresa a Harvard y al graduarse consigue trabajo en una editorial de Manhattan. Lo que sigue es una historia de amor.

 

James Salter era piloto de aviones de combate. En la guerra de Corea se pasaba más tiempo matando el tiempo que matando. Salter usaba sus descansos para escribir una novela sobre sus compañeros aviadores, que publicaba por partes, con seudónimo, en una revista literaria. Ellos leían la revista (asombrados de que alguien los conociera tanto) y Salter les seguía la corriente. Jamás se le hubiera ocurrido decirles que él era quien escribía la historia: podrían haberlo creído un intelectual inútil.

 

Al terminar la guerra, cuando se publicó su libro (The Hunters) y llegó el éxito –un director compró los derechos e hizo una película que Salters considera «horrible»–, James Salter se convirtió en escritor. Le puso su nombre a novelas y cuentos, a unas memorias (Burning the Days), y a una brillante historia erótica (A Sport and a Pastime) –donde Salter describe, como dice Muñoz Molina, «la dulzura explícita del sexo»– . Concibió guiones que le encargaban, entre otros, Robert Redford, e hizo algunos amigos intelectuales. Saúl Below fue uno de ellos. Llegaron a frecuentarse, pero Salter decidió dejar de verlo porque Bellow, seguro de su talento, lo trataba con intolerable condescendencia. Salter se casó, se divorció y vive ahora con otra escritora, que lo adora tanto como para escribir un libro con él (Life Is Meals).

 

The New Yorker publicó hace dos semanas una crónica sobre este «escritor de escritores». Es imposible decirles que nadie lo conoce, porque una breve búsqueda en el internet nos convence de que Salter, a pesar de que para nosotros pasó desapercibido hasta hace una semana, tiene una larga lista de fanáticos. John Banville, Julian Barnes, Edmund White y Joyce Carol Oates, están entre quienes han escrito elogios acerca de la prosa limpia de Salter. Charlie Rose lo entrevistó y hay videos que documentan sus giras por Europa y por Sudamérica.

 

Si el lector se acerca a Salter (siendo éste el propósito de mi texto) debería de hacerlo desde sus cuentos. Le podría recomendar el que se llama Last Night. El cuento es parte de un libro con el mismo nombre, que The Independet del Reino Unido considera entre aquellos que los seres humanos deberíamos de leer antes de morir.

 

A Salter le gusta la buena vida. Tiene una casa en la playa y una cabaña en las montañas. Bebe buen vino y hace ejercicio. Le atrae contar historias sobre familias que guardan algún secreto. En la nota en The New Yorker, el periodista empieza su crónica contándonos el día en que Salter le regaló su novela a su mejor amiga y a su esposo. Éstos, felices, comenzaron a leerla esa misma noche. Pronto se dieron cuenta que la novela era sobre ellos, sobre sus infidelidades, miedos, traumas y problemas: aquello que jamás le hubieran contado a un extraño.

 

Salter es judío. Su verdadero nombre –aquél que nadie recordará– es James Arnold Horowitz. Nació en la ciudad de Nueva York. El próximo 10 de junio cumplirá 88 años.

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