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Mientras tantoUn mensaje en una botella

Un mensaje en una botella


 

 

En medicina, el término “dolor exquisito” describe un dolor intenso y bien localizado. Este es también el nombre que recibe una exposición de Sophie Calle que vi en Bogotá el verano pasado. Aquel día estaba nublado en el barrio de la Candelaria y el único momento de luz de la tarde, lo experimenté entre las cuatro paredes de un museo poco concurrido.

 

Dicen que el dolor es inenarrable. Hay aproximaciones, meros intentos de decir que se quedan muchas veces en lo superficial. No sé por qué razón, pero últimamente leo libros que intentan hablar de él. Pienso en El padre, de Sharon Olds, en Nox, de Anne Carson, en Elegía, de Mary Jo Bang. Impresionantes testimonios que se acercan a la pérdida de un ser querido: intentos valientes de vestir el vacío. Porque las palabras son un puente, una cuerda tendida en el abismo.

 

El problema es el de siempre: qué hacer con el dolor. Y Sophie Calle tiene –a  mi juicio- algunas respuestas interesantes. En la introducción a “Dolor exquisito” lo cuenta así:

 

En 1984 gané una beca para ir a Japón durante tres meses. Partí de París el 25 de octubre, sin saber que esa fecha marcaba el comienzo de noventa y dos días de cuenta regresiva hacia el final de una historia de amor, nada fuera de lo común, pero en ese entonces lo viví como el día más infeliz de toda mi vida”.


Así narra lo que dio pie veinte años después a una obra tan vital como conmovedora. Después del viaje a Japón, al regresar a su casa, cuando la gente le preguntaba cómo le había ido durante esos meses, ella sólo era capaz de recordar la tristeza del abandono. Fue entonces cuando decidió embarcarse en una especie de investigación entre sus amigos, preguntándoles cuál había sido el momento en el que más habían sufrido. Gracias a estos testimonios relativizó su dolor. Ya lo dice el refrán “mal de muchos, consuelo de tontos”. Pero lo cierto es que Sophie Calle logró el exorcismo y la pena remitió. La convirtió en un recuerdo que más tarde fue capaz de contar en las paredes de un museo –blanco, aséptico- una historia de dolor, la suya, alternada con la del dolor de sus conocidos. Había historias muy duras, fotografías, recuerdos, amores desgarrados y cartas de ruptura. Aquello era un collage del dolor, una especie de mensaje en una botella que solo adquiría sentido al llegar a la otra orilla.

 

Galileo Galilei buscaba un punto de apoyo para mover el mundo. Yo no voy tan lejos. O sí, quién sabe. Simplemente me gustaría saber hacer un collage con las pérdidas. Darle un sentido a lo doloroso. Escribirlo y luego lanzar esa botella al mar y que en la otra orilla, todo cobrara el sentido necesario. El de ese dolor que ya no duele y que puede ser colgado y observado en las paredes de un museo.

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