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Un momento decisivo

Hay momentos, contados con los dedos de una mano, en los que la realidad aparece tan perfectamente delineada, las palabras son tan precisas y hermosas –diríase que es su primera vez en el mundo-, el tiempo tan cómplice con lo que ha de acontecer, que uno se sabe, sin esfuerzo, como llevado por una suave corriente en una tarde de verano en el río, ante algo decisivo. Un desvío sin vuelta atrás en el camino de la vida.

 

El vértigo, desbocado en esos casos, es la morfina que permite mirar de frente al destino. Un destino puramente griego, es decir, devastador y luminoso.

 

Me refiero a esas batallas contra lo inevitable que se libran en el pasillo de un hospital, en la cuneta de una carretera, en una estación de tren lejana y exótica. El lugar quedará grabado a fuego y la salida de escena, con la coraza finísima del guerrero abatido, volverá en oleadas punzantes. Hablo de esas conversaciones susurradas, de esas miradas que desafían a los dioses, de las caricias que sacuden el sismógrafo del corazón. Kilómetros, minutos y piel se arrugan en un pellizco fugaz. Un pliegue en la hélice genética que heredarán mis hijos y los hijos de mis hijos y así hasta el final de los tiempos.

 

Por fortuna, un desconocido valor, un extraño deber por estar a la altura de las circunstancias, a la altura de las irreductibles circunstancias, toma las riendas del ánimo y del ambiente y, entonces, la belleza se abre paso y rompe con todos los diques y con todos los rencores, perdones, culpas, castigos y besos.

 

Huir de ello no es posible como no es posible huir de la vida. Amortiguarlo se paga con la muerte. Debe ser, eso es todo. De pie, en ese pasillo, en esa cuneta, en la estación exótica adonde van a parar todos los trenes. De pie, para siempre, y hundidos en un abrazo.

 

Todos esos momentos, tan escasos que se pueden contar con una sola mano, acaban con la misma palabra. Adiós.

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