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Un mundo feliz

 

Es tan desesperado el afán convergente que ha llegado hasta el punto de saltarse la evolución del hombre en dirección contraria. En un principio, quisieron (y lo lograron) hacerse fuertes como homo erectus para terminar estableciendo relaciones, en una espiral de decadencia a la que llaman camino sin retorno, con el australopiteco. En esto llevan años enfrascados, una suerte de distopía, y ya nada más que lanzan piedras al Gobierno del mismo modo que describía Burroughs al pobre conde de Greystoke, desubicado en su palacio de Inglaterra. Allí les visita, de vez en cuando, Durán, quien, muy preocupado, unas veces les habla como a extraños, y otras trata de recordarles aquello de “espejo” y “navaja” (esas palabras que trataba de pronunciar sin demasiado éxito la embajadora Rovira en el Congreso), quien sabe si para que no empiecen a prescindir incluso de la ropa (él, que vive en una suite del Palace), confiados en que, llegado el caso, les bastase con la estelada a modo de piel de mamut. Está demostrado que no hace falta tener el cerebro tan desarrollado como el del homo sapiens, sino que basta con la tradición para llenarse el bolsillo, que es de lo que se trata mayormente, lo cual, en el caso de La Gran Familia Catalana, donde también hay muchos hijos y un abuelo al que no es Chencho sino, en todo caso, la UDEF quien le pone nervioso (ahora las chonis también, pero parece que de otro modo), es más instinto de esas tribus asustadas de ‘El corazón de las tinieblas’, o de clan prehistórico, en cuya cueva (o caverna, tan presente en sus creencias) uno imagina que esconden un tótem (donde guardan la pela) con el nombre de Cataluña, ese lugar idílico al que ya sólo se llega por una carretera, ahora llamada Referéndum, que ni ellos mismos saben adónde lleva.

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