La pasada madrugada resultó interesante. La fantasía me permitió conocer a una nueva persona. Naturalmente no faltaron ni el susto ni la emoción, distintivos inseparables en mi vida en estos tiempos inciertos de coronavirus. Me sorprendió que no hubo en mí el terror de otras veces. Es como si mi cerebro se hubiera acostumbrado a esa nueva realidad de la que habla mi gobernante. Una realidad, en mi caso, irreal, ilusoria, que ignoro dónde me conduce. En fin, como dijo Horacio, carpe diem.
Me había metido en la cama pasada la medianoche casi eufórico después de seguir por la tele la sufrida victoria de España frente a Paraguay en los cuartos de final de la Eurocopa de Sudáfrica. En mi estupidez creí que íbamos a salir mal parados y que los guaraníes iban a alterar el resultado y que nos iban a degollar en venganza por nuestros atropellos imperiales. No presté atención a que el hecho había ocurrido hace, creo, ocho años. Qué importancia tenía eso, me dije, si ahora tengo capacidad para detener el reloj, congelar la imagen presente y retroceder al pasado recurriendo al costosísimo retroproyector que me aconsejó comprar Sigmund una tarde fría vienesa. No tengo miedo de revisar lo anterior, pero me entra el canguelo cuando hay que mirar el futuro. Por eso estoy intranquilo con qué me deparará el destino cuando la tragedia termine. Bien, en realidad, para muchos de mis congéneres la tragedia comenzará ahora con más virulencia cuando no puedan satisfacer necesidades básicas como el alimento, el empleo o la casa. Entonces vendrá el llanto y crujir de dientes para todos, incluido obviamente mi gobernante.
Antes había visto por enésima vez Rainman, una peli que por alguna razón siempre me atrae visionar y leído algunas páginas de un ensayo sobre la melancolía en la infancia de una psicóloga holandesa. Comprobé que todo estaba en orden como buen maniático que soy. Entré en la cocina para despedirme de Freddy, Teby y Abigail. Allí estaban los tres roedores jugando al cinquillo. Mejor dicho, uno de ellos, creo que Freddy observé que estaba leyendo en su tablet la edición dominical del New York Times. Pregunté si había algo nuevo y me respondió que Trump estaba por una vez callado. Las crías dormían en sus camitas de campaña que ellos habían instalado en la zona del lavadero.
Es increíble, pensé, lo rápido que uno se acostumbra a una situación inesperada, incluso si es tan complicada e incierta como la presente. Pero, además, lo que me dejaba perplejo es cómo yo, un ser humano al que le dan pavor las ratas, había aprendido a convivir con unas de ellas, ciertamente muy especiales, muy educadas y muy ilustradas, pero al fin y al cabo roedores de pelaje oscuro y ojos diminutos y desconfiados, que se clavan en los míos sin yo saber cuál va ser su próximo paso. Sin duda, Freddy, Teby, Abigail y su camada forman parte ya de mi ambiente y seguramente me costará despedirme de ellos cuando regresen a Nueva York próximamente una vez concluya su investigación sobre la psicología de humanos y animales a raíz del Covid-19. Se lo he preguntado dos veces a McFarlane, mi psicoanalista jamaicano, la razón por la que sueño con estos bichos de subterráneo, pero confieso que no he entendido del todo su explicación. Tendré que volver a hacerlo, que para eso le pago.
Llevaría durmiendo una dos horas plácidamente sin ayuda de un somnífero cuando me desperté al escuchar pasos de más de una persona por el pasillo. Adiviné de inmediato que se trataba de Vicedós: «Te prometí que te traería a una persona importante y aquí está. Te presento a Monaguillo, el asesor especial del conducator. Nos hicimos amigos desde que lo entrevisté en mi canal de televisión hace unos años y ahora somos uña y carne. Tenemos muchas aficiones comunes como el buen cine. Te diré que el presi empieza a tener celos». El tal Monaguillo efectivamente tenía un aspecto de niño bueno con un tupé que pretendía ocultar su incipiente calvicie. Iba trajeado con una corbata oscura y llevaba debajo del brazo derecho unos papeles y un librito. Cuando se acercó con timidez a darme la mano, violando el protocolo de distanciamiento social, observé que eran unas encuestas electorales y un libro en inglés sobre la resiliencia en un gobernante.
«Mucho gusto, señor Monaguillo. Veo que no descansa ni en los momentos de asueto», le dije educadamente. Ojalá, pensé, no haya leído ninguno de los artículos que estoy escribiendo en el blog en los que últimamente no hablo bien de su jefe ni de él mismo, al que he bautizado Rasputín vasco por su tenebroso poder para mover hilos en la sombra y por su origen donostiarra. «El jefe está un poco disgustado contigo y yo diría en mi caso que decepcionado. Un tipo como tú que ha vivido en Estados Unidos y conoce la sociedad norteamericana no logro entender que no aplauda lo que estamos haciendo y cómo lo estamos diciendo».
«Lo siento, señor, pero con mucho respeto le comunico que esa manía de aparecer en pantalla todos los sábados para explicar durante más de una hora el cronograma aburre hasta a las moscas. Mire, tengo precisamente alojadas en el piso unas ratas investigadoras de la Columbia University, que han venido a España para estudiar los comportamientos políticos y corroboran eso que le estoy diciendo», sostuve. Al oír hablar de ratas tanto Monaguillo como Vicedós pusieron un gesto de asco e incredulidad . Seguramente pensaron que estaba desvariando y que mi nueva realidad me conducía directamente a la locura.
«Mira, rata asocial», me espetó Vicedós, «no nos harás creer que eso es verdad. ¿Dónde están esos asquerosos bichejos para proceder a interrogarlas y someterlas a las debidas pruebas de control sanitario. Si han entrado ilegalmente serán expulsadas de inmediato. ¿Dónde están, traidor revisionista maoísta?.
Por un momento temí que si entraban en la cocina y descubrían a mis pacíficos y temporales inquilinos acabarían con ellos a escobazos y así eliminaban un peligroso foco de potencial disidencia. A Vicedós se le veía por primera vez muy irritado. Fruncía intensamente el entrecejo hasta casi juntar los ojos. Descubrí que ése era su punto flaco, como el del anterior gobernante, quien cuando la prensa lo incordiaba comenzaba a guiñar nerviosamente un ojo. Salió del dormitorio a la caza de mis peculiares amigos.
Monaguillo no se movió. Parecía más tranquilo. Sacó una pequeña tablet que tenía entre los papeles y comenzó a escribir al tiempo que echaba un vistazo a la pila de libros que tenía sobre la mesilla de noche: «Vicedós me ha dicho que te gusta leer, especialmente literatura. A mí también, pero yo prefiero el ensayo político y las biografías. Soy un gran admirador de Clinton e investigo todas la campañas electorales norteamericanas. Estamos aún en pañales».
«Le diré al jefe eso que me has comentado sobre sus comparecencias en televisión. Nosotros sabemos escuchar. Somos un gobierno que escucha y sabe rectificar si se equivoca», afirmó. Vaya, pensé, ya estaba, él también, recurriendo al eslogan y ése me sonaba muy familiar. Claro, seguramente lo había fabricado él mismo en la soledad de su despacho y vendido luego a su superior. «Pues eso no es lo que piensa la oposición», me atreví a opinar. «La oposición de este país es impresentable. Debería aprender de nuestros vecinos portugueses», cortó en seco. Su rostro se enrojeció y su mirada se alteró un poco al tiempo que el tupé se le desplazaba hacia abajo lo que le obligó a recolocar en un gesto autómata.
Monaguillo me confesó estar un poco cansado y se atrevió un desahogo: «Mira, que no salga de aquí. Yo sólo creo en el trabajo bien hecho. Nada más. No tengo a priori ninguna ideología. A mí me da igual haber dirigido con éxito la campaña de un líder popular como Monago y trabajado con él varios años en Mérida como la de García Albiol para la alcaldía de Badalona o ahora estar a la sombra de Sánchez. Y creo haber entendido qué es lo que quiere. No lo juzgo. Sólo actúo».
Se hizo el silencio, pero al poco vino el Vicedós gritando e insultándome: «Eres un mentiroso. Las he buscado por todas las esquinas de la casa. Ni rastro. La única rata que hay aquí eres tú. Qué otra cosa podía esperar de un tipo asocial, cobarde y equidistante, que frivolizó en su juventud con Mao y ahora le gustan las novelas de ese liberalucho de Javier Marías. Venga, vámonos, secretario de Estado, que aquí huele a excrementos de roedor».