Churchill dijo una vez que la democracia era el régimen en el que si alguien te llamaba a las seis de la mañana sabías que era el lechero. En mi casa, si suena el teléfono a esas horas sabemos que alguien quiere coger un autobús. No es lo mismo que la democracia, que siempre tiene más nombre, pero reconforta. Como nuestro teléfono es fijo, y el número lo sabe gente muy contada, la primera vez que sonó dije: “Menudas horas para morir”. Descolgué ya un poco histérico, y una mujer me preguntó si era aquello la estación de autobuses.
-Espere unos años -pensé mirándome en el espejo.
Las llamadas se sucedieron a lo largo de los días. Nuestro teléfono es casi idéntico al de la estación; un Siemens corriente. Y el número también debe de ser muy similar, por lo que veo. Un día le dije a mi chica que mejor eso que parecerse al de una funeraria, o una casa de putas, o la Policía Nacional. En cualquier caso yo nunca perdí las formas. Siempre contesté muy educadamente que aquello no era la estación, sino un piso lleno de gente paciente y cortés, formada en colegios públicos. Pero una mañana, un poco cansado, fui directamente al salón a coger el periódico.
-Dígame, a ver.
-¿La estación?
-Claro, dígame.
Me pidieron el primer autobús que salía de Pontevedra para O Grove. Dí el horario. “Muchas gracias”, me dijeron. Lo he seguido haciendo durante días, y puede que mi número haya corrido de voz en voz superando en éxito al de la estación. Algunas rutas ya las digo sin consultar, de memoria, mientras cocino o recojo la casa. Ayer me llamó un hombre desesperado porque tenía cita con el médico y se había quedado dormido. “Ningún autobús lo dejará a la hora en Pontevedra”, le comuniqué trazando en el aire los horarios, “pero si me da sus señas exactas puedo acercarme a su pueblo y traerlo yo mismo en mi coche”.
Me presenté allí sobrepasado. El hombre se sentó atrás con una carpetita azul y le dije:
-Le advierto que yo no soy uno de ésos a los que si llaman a casa pensando que es la estación de autobuses dan los horarios igual porque no tienen nada mejor que hacer en la vida.
Asintió -le eché un ojo por el retrovisor, ceñudo-, y sólo después de hacerlo, arranqué.