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Mientras tantoUn oasis en Las Batuecas. Pequeño diario

Un oasis en Las Batuecas. Pequeño diario


Vegas de Coria, 25 de diciembre de 2024

Para evitarme el petardeo consumista, ebrio y cargantemente socializador de las jornadas navideñas, decido marchar, después de haber cenado, sí, en Nochebuena, con gran sosiego, sólo en la compañía de uno de mis hijos (el otro hijo que tengo está, con su familia, en Roma). Decido ir, como decía, para dejar transcurrir estas fiestas de muchedumbres, a la hospedería del convento de carmelitas llamado Desierto de San José, situado en la comarca salmantina de Las Batuecas, lindando con la cacereña de Las Hurdes. Desierto, en esa mística, no es lugar desértico, árido, lo que entendemos por carente de agua, reseco, polvoriento, sino muy al contrario, lugar dotado de un rutilante líquido, en un fluyente curso espiritual. Los frailes carmelitanos insisten mucho en el silencio, no sólo para ellos, sino para los huéspedes también, sin conseguirlo totalmente.

En este monasterio se alojó Luis Buñuel y su reducido equipo cuando se rodó, durante los meses de abril y mayo de 1933, la película-documental, de media hora de duración, Las Hurdes, tierra sin pan. El genial realizador cuenta en sus memorias que era el único sitio de la zona que disponía de teléfono. Buñuel plasmó la mísera verdad de este territorio, pero el Gobierno de la República prohibió el film, porque ofrecía una pésima imagen de España. Yo ya he residido, durante una primavera, en este recinto monacal. Me alojaron en la habitación número 8, donde pernoctó el rey Alfonso XIII en 1922, acuciado por los consejos del doctor Gregorio Marañón y otros dos médicos frente al gran problema de desnutrición, y sus enfermedades colaterales, que padecían los habitantes de Las Hurdes. El Desierto de San José está ubicado en un paisaje formidable, feraz, al lado del rumoroso río Batuecas, entre atractivos árboles longevos y sugestivas pinturas rupestres.

Así que arranco el coche y me dirijo, en primer lugar, a Vegas de Coria, donde pasaré la noche en el Hotel Rural Los Ángeles en Las Hurdes (me persigue la liturgia); un sitio muy sencillo y baratito. Lo hago por cortar el camino y no zamparme de un tirón, hasta el destino, esos algunos cientos de kilómetros. De forma que mañana estaré a una hora, escasa, de mi meta conventual. ¿Extremadura es un país seco? Quizás alguien lo piensa equivocadamente. Seco es el territorio de donde procedo, La Mancha, donde todos los cauces son sin agua, salvo el Tajo, cada vez más menguado, y poquito más. A excepción de las lagunas de Ruidera, prácticamente todas siempre llenas de agua. El paisaje extremeño está poblado de encinas proféticas (Zeus les concedió el don del habla y la adivinación) sobre suelo verde, salpicado por frecuentes lagunillas, donde vacas pacen y beben a placer. En mis horas de viaje, surge del aparato radiofónico este villancico, urdido en unos deliciosos sones rústicos y armoniosos:

«Camina la Virgen pura, / de Egipto hacia Belén, / y a la mitad del camino, / al niño le ha dado sed. / No pidas mi vida, / agua de beber, /  que turbio el arroyo / la suele traer. // Allí arriba en aquel alto, / hay un verde manzanar, / cargadito de manzanas, / que más no puede albergar. / Un hombre es el que las guarda, / impedido de mirar, /
un cieguito que conserva / muy bien este manzanar. //¿Puede darme una manzana?, / ¿puede hacerme la merced? / Cójalas usted, Señora, / las que sean menester. / Que la sed de este chiquillo, / le puedan entretener, /  y otra también a su esposo, / y otra también para usted. // El niño, como era niño, / no dejaba de coger. / Cuantas el niño cogía, /  volvían a florecer. / La Virgen María, así pues, / solamente tomó tres, / Una le dio al niño, / y otra a San José. // Apenas se fue la Virgen, / el ciego retornó a ver. / ¿Quién ha sido esa Señora?, / ¿quién ha sido esa mujer? / Es la Virgen pura, / que va hacia Belén. / Dio luz a mis ojos y al alma también.»

Vemos que Jesucristo no empezó a realizar milagros solamente a partir de los treinta años, multiplicando panes y peces, convirtiendo agua en vino, sanando, resucitando. Ya de niñito le tomó el gusto, aunque el gracioso villancico diga que fue la Virgen.

También durante el viaje me entero, al parar a tomar un café y ver los wasaps, del fallecimiento del justamente nonagenario Antonio Pérez, el gran coleccionista de arte, que tiene fundación y museo muy extenso, con su nombre, en la ciudad de Cuenca. Antonio Pérez declaraba que no era artista, pero le daba por reunir objetos, que encontraba y le regalaban, a los que llamaba objetos encontrados, conformados por el azar como pequeñas obras de arte sin manipular, al modo de los ready-made de Marcel Duchamp. En el Museo Antonio Pérez, ubicado en un antiguo convento, podemos ver innumerables piedras de todos los tamaños con forma de corazón, las botellas azules del agua de Solán de Cabras agrupadas en una vulgar estantería metálica, persianas, añosos mapas, señales de tráfico, chucherías de los chinos… El objeto encontrado más célebre –y que hizo célebre, en este aspecto, a Antonio Pérez- es el que consiste en unos vilanos metidos en un frasco de cristal de esos que se utilizan para conservar los alimentos. Para los niños resulta muy entretenido visitar el museo. Les atrae ver, en el hueco de varios rellanos de escalera, una enorme columna de cubos de metal superpuestos unos a otros. He llevado a mis nietos y en una ocasión mi nieta preguntó: “Abuelo, ¿qué hace aquí esta señal de tráfico?” Esta señal de tráfico, le contesté, es una obra de arte. “Pero –ella me replicó-, sólo es una señal de tráfico”. Mira –rematé-, todo lo que hay aquí, por el hecho de estar aquí, es una obra de arte. Mi nieta sonrió, encogió un poquito sus hombros y se calló, tal vez quedándose un pelín convencida.

Llegué al hotel al empezar la tarde, tras haber comido ligeramente en el camino. Me instalé en la habitación y no salí del edificio. Acomodé esta entrada del diario que ahora inicio y publico. Vi una película en el ordenador, la comedia británica El quinteto de la muerte, dirigida por Alexander Mackendrick en 1955, con Alec Guinness, Peter Sellers y Katie Johnson, siendo algunos de sus protagonistas. Bajé a cenar algo antes de leer un poco en la cama e intentar dormir.

Caigo en que estamos en las Rauhnächte, en alemán las noches comprendidas entre el 25 de diciembre y el 6 de enero, propicias, según la leyenda, para el contacto con los espíritus. Podemos traducir como las Noches Rigurosas.

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 26 de diciembre de 2024

Desierto de San José de Batuecas. ¿Desierto?

Hago un buen desayuno en el hotel de Vegas de Coria. La camarera me trae en un plato media barra de pan tostado, en dos trozos, y al decirle que me voy a dejar uno, me indica, sonriente, que hay que desayunar fuerte. Los hurdanos son muy para ellos pero también bastante amables con los demás. Leo un poco antes de salir del hotel, que me ha resultado cómodo y grato, habiendo probando anoche, de postre en la cena, los socochones, un dulce típico de la zona, con castañas pilongas cocidas en leche de cabra y cubiertas de arrope, proveniente de los pastores. También en la carta se ofrecía otro postre de castañas: repapados. Pregunté y son unas bolas hechas con pan y el fruto del castaño y rociadas con miel.

A veinte minutos de Vegas de Coria, por una vía sinuosa y muy bella, llego a la entrada del monasterio de San José de las Batuecas. Me abren, meto el coche y saludo al padre Francisco, a quien no conocía, o nunca había hablado con él. Me entero de que es el prior. Socorro es el hermano hospedero. Un hombre joven, de unos cuarenta y pocos años. Es nacido en Alcázar de San Juan, pero su infancia y adolescencia, hasta los veinte años, transcurrió en Pedro Muñoz, pueblo cercano a Alcázar, después de pasar Campo de Criptana. Por lo tanto es «perroteño», como coloquialmente se les llama a los de Pedro Muñoz. De una pedanía de Alcázar, Alameda de Cervera, a 15 kilómetros de la ciudad, yo vengo. He traído para la comunidad dos docenas de tortas de Alcázar, de la existente mejor marca, Las Canteras, una botella de vino de la cooperativa San Isidro y un ejemplar del periódico alcazareño El Semanal de la Mancha, del número especial de Navidad, donde viene un artículo mío. Presente que entrego a Francisco, quien me lleva a mi habitación, que es la número 8, la misma que ocupé en una ocasión anterior. En este cuarto estuvo alojado el rey Alfonso XIII cuando se hospedó aquí, el 23 y 24 de junio de 1922, con motivo de la visita que realizó, en mulo, a Las Hurdes. Una placa de cerámica lo dice a la puerta del habitáculo. Me instalo. Nada más acabar de hacer la cama deduzco que al Borbón le sonaría menos que a mí. Claro que ya han pasado más de cien años y todas las cosas acaban, quieras que no, crujiendo.

A la una menos cuarto entro en la capilla para asistir al oficio de Sexta. Antes, he pulsado la wifi en el único rinconcito de todo el recinto donde uno se puede conectar y hablar por teléfono. Ahora, después de la cena, intento publicar esta entrada. El oficio de Sexta, pese a durar muy poco, me resulta un poco tostón. Más grata, la verdad, es la misa, más participativa, donde alguno de los huéspedes puede leer algún texto bíblico, especialmente de Hechos de los Apóstoles. Socorro baja de la zona del altar, se acerca a mí y me abraza efusivamente, agradeciéndome las tortas, un sabor característico de su tierra. En el monasterio no se usa mucho el latín. Mejor así. La modalidad eclesiástica es aburrida, bastante sosa. El latín fue un idioma cansino para el discurso. Duró lo que duró, derrotado por las lenguas romances, más expresivas. Lo mejor del latín está en sus usos vocativos, como el democrático brindis ¡Bene vobis! [¡Con bien para vosotros!]; o los económicos e incisivos significados, tal la definición del proceso de la embriaguez de Apuleyo: Prima cratera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam. [La primera copa pertenece a la sed, la segunda a la alegría, la tercera a la lujuria, la cuarta a la locura.] Muy apto para la poesía, en su exhibición reductora de vocablos: el horaciano Carpe diem [Aprovecha el día]: también se podría traducir con las largas frases: No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy o Vive cada momento de tu vida como si fuese el último.  Adecuado también el latín para los refranes, en su refinada utilización carente de transpositores lingüísticos. Esta sentencia la exhibía Lope de Vega sobre la puerta de su casa: Parva propria magna. Magna aliena parva. [Lo pequeño, si es propio, es grande. Lo grande, si es ajeno, es pequeño].

La enorme caja de la comida, con las pesadas tarteras dentro, hay que recogerla de un cuartito que está al lado de la capilla y que actúa como tiendecita. Una huéspeda y yo la asimos y la bajamos al comedor. Aunque ya dije que los frailes aconsejan vivamente el silencio, incluso en las comidas, difícilmente se cumple esta opción. Uno de los lemas del convento es “No hablar si no es realmente urgente”. Pero siempre surge algún comentario que hacer. No obstante, fuera de estos encuentros, el continuado silencio que se sigue es muy locuaz. Cada imagen de la vegetación del jardín, cada vistazo al imponente paisaje montañoso, cada detalle de la pulcra hospedería, producen un fructífero diálogo interior, sereno y verdadero. Uno de los huéspedes –esto se ha comentado brevemente en la comida- es un psiquiatra que nunca baja al comedor. Por lo visto tiene en su habitación una variada colección de mejunjes y brebajes con los que se nutre. “Hay gente pa tó”. Un dicho popular afirma que los psiquiatras son los primeros chalaos.

Durante la siesta, metido en mi angosta camita, leo un libro de los que me he traído. Los otros dos son una guía del recorrido biográfico del poeta Jorge Manrique, cuyo autor es mi buen amigo Antonio Lázaro, y del que tengo que escribir una reseña para ABC, y unas reflexiones de mi apreciadísimo Thomas Merton, monje trapense, sobre su propia obra. Pero entre las sábanas sostenía el quinto volumen (que releo), del libro de diarios Pasados los setenta, del escritor alemán, también muy estimado por mí, Ernst Jünger, que vivió, lúcido, casi 103 años. Copio uno de sus párrafos: “El encuentro con los muertos es tanto más convincente cuanto mayor es la normalidad con que se manifiestan; nos cruzamos con ellos por la calle, casualmente, como con un veraneante, o vienen por encargo de otro, que tampoco está ya con nosotros. Es un tejido como hecho con hilos de araña. A lo mejor quieren recuperar algo. Esto daría para un capítulo entero.”

A las siete de la tarde tiene lugar el oficio de Vísperas, seguido de un largo tiempo de meditación solitaria dentro de la iglesia, antes de la cena. He asistido sólo a la meditación. En un momento dado, han venido a mí, en medio del riguroso silencio del ambiente, ya inscrito, con su método, en la noche; han surgido en mi débil memoria, esta vez con fuerza, los tan habladores, y muy animados, vistosos versos de Rolf Schilling: “Cuando los fuegos se avivan, / mana de las jarras oscuro vino.”

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 27 de diciembre de 2024

De la montaña baja
el ente misterioso.
Se introduce en el seno
de persona indistinta.
Las Rauhnächte han llegado
cumpliendo sus motivos.
Las Noches Rigurosas
acomodan al ente
en el grato interior:
libidinosa gruta
a la que, luminosa
y placentera, a punto
de encenderse en orgasmo,
horada una sonrisa,
no sonrisa ladina;
sí una franca sonrisa
que niega pretensiones.

También está presente
la buena inteligencia
de dos seres que se aman.
En su meditación,
llena de sensaciones,
ved que son dulces presos.

Esta felicidad
tiene un carácter mutuo.
El ente y la persona,
igualitariamente,
los dos salen ganando.

El ente mal conoce
el mundo que ha asistido
a la persona, indemne
del poder metafísico
que en el ente se expande,
por senda temeraria,
quizá hasta el infinito.
Y así, al fundirse el ente
con la simple persona,
disfruta con el gozo
de adentrarse en lo íntimo
del sencillo individuo.
Por contra, la persona
adquiere, con el trato
del ente superior,
una sabiduría
que le llena de paz,
sumo conocimiento
ahormado en la inocencia;
dando sumo sosiego
esa unión misteriosa
con ente misterioso.

El ente misterioso
ya no quiere subir
de nuevo a la montaña
por haber encontrado
un afecto muy lindo
en un hombre del valle.
Él quiere ser persona
y el hombre se cree ente
sin dejar de ser hombre.
Y así los dos se entienden
rebajando su estado,
su soledad creciendo,
la soledad fructífera.
Contemplan este mundo
que no es más que vivir,
vivir sencillamente,
estando enamorados
el ente y la persona.

Pero lo que no quieren
el ente y la persona,
el día 27
de este mes de diciembre,
no quieren que las Rauh-
nächte pierdan su efecto;
las Noches Rigurosas
que en estos días permiten
quererse los espíritus
(para el ente los hombres
son, en vedad, espíritus).
De ningún modo quieren
la persona y el ente
que llegue el 6 de enero
y se acabe el encanto:
final de las Rauhnächte.

Desierto de San José de Las Batuecas, 28 de diciembre de 2024

El poema de ayer surgió en mi cabeza al inicio de la media hora de meditación en la iglesia antes de la cena. ¡Fíjense qué contradicción!; contradicción acentuada como todas las palabras de esta frase exclamativa. En ese rato -en el que no debe haber palabras, si acaso, como guía, un vocablo hindú, mejor si nos es intraducible, lentamente silabeado en nuestro interior, sin emitirse-, pues resultó que surgieron al instante palabras, versos, unos 20 o 25 que memoricé durante todo el tiempo, no realizando, por lo tanto, una secuencia meditativa fluida, sino una intempestiva acción creadora de lenguaje anhelante. El impulso, de todos modos, a pesar del incorrecto encaje en la regulación debida, mereció la pena. Compuse el poema, nocturno, de casi cien versos, metido en la cama.

Esta mañana he salido del monasterio por una portada, que se abre con una simple cuerda sujeta al resbalón de una cerradura, y que da a un camino que discurre a orillas del río Batuecas. Su curso es rumoroso, cadente. He orillado también algún que otro regato, sonando más bravíos. En un principio, mis pasos iban paralelos al grueso muro que delimita la extensión del monasterio. Un muro embellecido con brillante y reptante musgo. La niebla  era muy espesa al amanecer, pero entonces iba desapareciendo, quedando algunos restos a modo de tenaces testimonios, mas, al cabo, caducando. Yo atravesaba la densa y caprichosa vegetación de Las Batuecas. Al parecer las aves, que no se oían, quedaban mudas y recogidas por el frío. Ante paisaje tan esplendoroso y exuberante, se me vino a la mente la sentencia de Bernard Shaw: «En la naturaleza no hay sino deseo y voluptuosidad. El amor no existe en estado natural. Es una invención.»

En mi paseo, ha surgido a mi lado, durante un momento, un tejo muy longevo. Esta especie es, de los árboles, la que más vive en Europa, pudiendo superar sus ejemplares los mil años. Hace tiempo escribí un poema centrándome en los árboles, en el que venía a decir que en este mundo, en este universo, todo muere, y la muerte de todo se nos manifiesta. Hasta las estrellas mueren, y sabemos que ya no existen y que su existencia nos llega, ficticia, sólo a través de la velocidad de su luz recorriendo enormes distancias. Pero el árbol, para nuestra percepción, nos resulta eterno, inmortal. En mi poema, naturalmente aludí al verso de Machado, aquel del olmo partido por el rayo, y en el que, casi cadáver, continuaban reverdeciendo, muy persistentes, algunas hojas.

Asisto, en mi clausura, a un oficio y medio. Laudes es muy temprano y no quiero madrugar tanto. A Sexta voy, pero un poco en contra de mi voluntad. Lo hago sintiéndome solidario con mis compañeros de hospedería; esta vez, una mayoría de chicas guapas, que se traen los bártulos para arrodillarse preceptiva y cómodamente en la iglesia. En Vísperas me ahorro la palabra y sólo llego a la meditación, para hallar ubicada la serenidad en mi pecho y en mi respiración, sin echar mano del pensamiento, únicamente recibiendo beneficiosas sensaciones. Eso si no llega un poema, sin despreciarlo, sin querer desistir del acuciante y agradecido proceso poético. El primer verso lo dan los dioses. No recuerdo quién lo dijo. ¡Qué verdad es!

La recitación del texto del Diurnal, sin órgano, sin cítara, sin canto, me parece insulsa, cansadamente monótona. Sin embargo valoro la Misa, a pesar de ser formularia. Es un rito, concebido como una pieza musical fiel a la partitura, con una riqueza gestual muy apreciable: Esos trasiegos del cáliz, la patena, los pequeños paños que simulan los manteles de la Última Cena, llevando todo el movimiento a la clave eucarística. Su variación de la puesta en escena está justificada por el inteligente desarrollo litúrgico, establecido, además de por las lecturas y por la homilía, visiblemente por los colores de las sayas de los oficiantes. Hoy era el rojo, simbolizando a los mártires. Se celebraba la festividad de los Santos Inocentes, esos niños que mató Herodes, temeroso de un mesías que lo iría a destronar. Ese mesías que entonces estaba exiliado en Egipto.

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 29 de diciembre de 2024

Aquí dan bien de comer. Cierto que la carne no abunda. Pocas veces, en trocitos pequeños, flota en las lentejas y otros guisos. Sirven buenos potajes con copiosa verdura y legumbres, ricas cremas, vistosas ensaladas con rojos tomates maduros, aceitunas lustrosas, tortillas de patata, huevos duros con rico pimentón, buen pescado a la plancha o relleno… Nada de frituras y dietas que se puedan tildar de grasientas. Platos que una buena cocinera elabora, salvo el día que libra, cocinando uno de los frailes, Frederik Takkenberg, un holandés que estuvo casado y tiene una hija; al separarse de su mujer se retiró a estos pagos. Es hijo de una prestigiosa fotógrafa, Renata Takkenberg, que vive en Toledo, en el Paseo de San Cristóbal, donde yo vivía, arriba de la Sinagoga del Tránsito. Ahora va a ser nombrada hija adoptiva de Toledo.

Un ejercicio que los huéspedes realizamos es agarrar una cesta y en la huerta recolectar caquis de unos árboles que dejan colgar los frutos rojos de sus ramas escuetas. Están muy blandos, son dulcísimos y dejan ese regusto áspero propio del caqui genuino. Para el desayuno hay una miel muy buena que les hace a los frailes un colmenero, muy conocido, de Las Mestas, en las Hurdes. Es de brezo y encina, tiene un color oscuro, es densa y no empalagosa.

En todas las comidas se reza, se agradece a la divinidad el alimento, salvo en el desayuno. Se puede leer la oración en un papel plastificado puesto en la mesa y se puede también improvisar. Las dos veces que me ha tocado a mí rezar he improvisado. En la primera oración, planteé que agradeciésemos a Dios no sólo el alimento, sino también la paz, argumentando que en la guerra resulta complicado comer. La segunda la hice más desenfadada. Pronuncié el dar las gracias por la alimentación y, asimismo, la admiración por ser supuestamente Dios el creador de unas viandas tan ricas, de una materia prima tan excelente; lamentando, y esto lo dije en broma, que Dios no sintiera apetito, como nosotros los humanos sí, con tanta adicción, sentimos. La concurrencia sonrió por lo bajini, pero no sé, realmente, cómo se lo tomaron exactamente las personas allí reunidas en torno al gran tablero.

Los frailes insisten en que cultivemos el silencio, incluso en la mesa. No se les hace demasiado caso. Pero esta vez se ha entrado en conflicto con un huésped francés, vecino de la zona de Lyon y que acude aquí con bastante frecuencia. Este francés es muy radical en cuanto al silencio; se mosquea si hablamos, y nos lo echa en cara. De todos los que ocupamos la hospedería (las, pues me quedado solo de hombres) yo juraría que soy el único escéptico. En la iglesia, todas estas mujeres se arrodillan y comulgan. Escribió Víctor Hugo, a propósito: «Que un escéptico se junte con un creyente es tan simple como la ley de los colores complementarios. Lo que nos falta nos atrae.»

En las siestas duermo un poco, sueño un poco y sigo leyendo el quinto tomo, el último, de los diarios de Ernst Jünger con el título global de Pasados los setenta. En relación al rumor generado sobre la idónea forma de Estado en España, se podría tomar esta cita que Jünger escribe y no recuerda de quién es: «La mejor monarquía es la que se asemeja a la república, y la mejor república la que se asemeja a la monarquía.» El propio Jünger añade esta opinión: «Puede trasladarse a otros ámbitos, en los que se traten forma y contenido. Por ejemplo la prosa: un relato fascina mucho más, cuanto más se aproxima al sueño y no menos un sueño con su brillo de realidad.» La siestecilla se prolonga porque en esta latitud, ya muy al oeste, estando muy cercana la raya fronteriza con Portugal, tarda más en atardecer. Los carmelitas de esta clausura rezan todos los días, en la misa, por sus colegas portugueses.

Si en estos monasterios a los que acudo se hiciese una manifestación ostentosa de la creencia, no vendría. Me gusta alojarme en estos lugares, en primer lugar porque son discretos y simplemente los siento como un hotel preferido: No hay televisión, no hay cafetería, no son centros turísticos, tienen gruesos muros aislantes del tráfico exterior, viviéndose al compás del silencio benefactor. Una compañera de la hospedería, atractiva rubia leonesa (yo soy medio leonés), me dice que es tal el estrés que sufre en la ciudad, ella que es directora de una residencia de mayores, con una madre moribunda ingresada en una de esas residencias, que se encamina hacia estos sitios para paralizar los nervios. Independientemente de su inclinación religiosa. En este sentido, el Desierto de San José, en el sobrecogedor valle de Las Batuecas, es un entorno especial, recogido en un punto del paisaje inaccesible para el común.

Voy a resumir, brevemente, mi opción religiosa: Yo creo que Dios puede existir, aunque viendo lo distanciado que está del género humano, se podría decir lo que expresaba Luis Buñuel en el sentido de que si Dios existe es como si no existiese. Ya en serio; en todo caso, de existir, Dios es un ser misterioso. Abomino de los dogmas y de las iglesias. Sí creo en un posible Dios Mutuo, que pueda estar dentro de uno para que ambos se amen. Los dos ganando con la unión: Dios deseoso de conocer la circunstancia del hombre en que ha entrado, y el hombre buscando el justo conocimiento que el dios recibido posee. Quizá solamente fruto de la meditación, sin oraciones ni plegarias ni textos sagrados. Amor sin palabras. Yo creo que el posible Dios no sabe idiomas, y si los sabe, por ciencia infusa, no le interesan. La comunicación con Él ha de ser a través de sensaciones. En ese diálogo beneficioso, yo creo que sobra el pensamiento. Y no se olvide: las palabras son el emblema del pensar.

Éste es mi ideal. Soy radical rechazando los dogmas. El mejor cristiano, el católico más ortodoxo, puede legítimamente cuestionarlos si es preciso. Yo firmemente cuestiono el dogma de considerar a la madre de Cristo siempre virgen. Claro que el nacimiento de Jesús tuvo que ser, a la fuerza, milagroso, pues se necesitaba un semen divino para iniciar un embarazo extraordinario. Pero la verdad es que María tuvo después hijos, hermanos de Jesús, concebidos por ella y por José. Lo demuestra el versículo 1, 25 del evangelio de Mateo, al decir que después de nacer Jesús, José la conoció [a María]; y ese conocer es traducción del verbo griego gignosco, que significa «conocer sexualmente». Esto se lo comento a una chica de los que convivimos, y ella me responde: «Claro, eso lo saben ellos; pero se ven obligados a seguir una tradición.» Es posible que, estando tan cerca el paganismo, los primeros obispos quisieran convertir a María en una vestal. Y las vestales, forzosamente, tenían que ser vírgenes.

En cuanto a lo que he dicho de abominar de las iglesias, me permito ser condescendiente en algunos casos. Naturalmente, no me caen muy bien los cardenales vaticanistas; pero estos frailes con los que convivo y comparto, en estos días, su modo de vivir, son personas sencillas, laboriosas (al más viejo de ellos lo veo podando en la huerta), dedicadas honradamente a su creencia y al sincero desarrollo de su fe, sin ambiciones hipócritas ni descaros políticos.

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 30 de diciembre de 2024 

La misa de domingo de ayer me gustó muchísimo menos que las celebradas en días de diario. Casi toda ella fue canturreada. Estos frailes hacen lo que pueden, porque desde luego no son unos ases en el oficio de entonar bien. Los cantos en latín, de pronunciación tan plana, a mi juicio quedaban bastante pedestres. ¿Qué pasa con la misa de los domingos? Que buenamente intentan hacerla más solemne, adornada con esos cantos de pobre calidad, porque llega gente de fuera, de Las Hurdes. . Por ahí andaba el Tío Picho, de Las Mestas, tan popular con su tienda de mieles, de chocolates, de caramelos “Hurdanitos”, de licores y otros productos hurdanos. Todo esto lo hacen los frailes con buena intención, con llevadera inercia, ambicionando un poco de propaganda. Pero a esta iglesia le falta, para empezar, un órgano (habría que promover donaciones); y, claro, un organista que domine la ejecución del angélico instrumento.

No está bien comparar. Pero recuerdo, hace años, una misa de Reyes a la que asistí en Venecia, presidida por el Patriarca de la ciudad de los canales, concelebrada por un nutrido número de curas, en la que hubo un momento orgiástico, con un intenso olor a incienso, agitándose varios incensarios, aflorando una música vibrante (quizá música sacra del paisano Antonio Vivaldi) de un espléndido órgano bien tocado, un pequeño y muy esmerado coro cantando en el ‘bellissimo’ idioma italiano. A los sencillos carmelitas con los que convivo, les surge, impecable, una dicción precisa celebrando la eucaristía con voces diáfanas, sin artísticas pretensiones, en los días de diario. Las justas expresiones del padre Francisco, el prior, en sus correctas, convincentes, bien argumentadas homilías.

Hablo con un chico muy joven, delgado, apuesto, fervoroso creyente por sus ademanes en los que me fijo en el templo. Está alojado en una de las llamadas ermitas del monasterio, concretamente en la ermita de San Jerónimo. Las emitas son unas casitas alineadas dentro de la cerca, rodeando al imponente edificio que alberga a la iglesia. Está solo, no como los hospedados que ocupamos un par de pasillos de habitaciones. No come con nosotros. Si está en una ermita es un ermitaño. Sólo se le ve en los oficios y en la misa. Si es de noche, va y viene por un camino ayudado de una linterna y un palo. En su ermita tiene su cama, su mesa, un cuarto de baño, dos pequeñas placas para cocinar, alguna cacerola, sartén, escueta vajilla y cubiertos, un fuego bajo para calentarse (nosotros, los huéspedes, gozamos de una excelente calefacción, a muy buena temperatura, yo diría que alta) y algún calefactor para templar el baño al ducharse. Está todo el tiempo con Dios, según él mismo confiesa; y en todo ese tiempo de su alojamiento prescinde de Internet u otra comunicación electrónica, incluso del teléfono, y se hace la comida; si hubiese querido, recogería el menú diario hecho por los cocineros del monasterio, la cocinera y Frederik. Me informo porque pienso algún día alojarme así, como ermitaño, leyendo y meditando durante la jornada entera, posiblemente sin escribir. Socorro, el hospedero, que imagina, con razón, que soy menos valiente que Simón (así se llama el chico), me aconseja que lo haga en verano o en primavera, evitándome los rigores.

Ya he terminado de leer el tomo de Pasados los setenta, diarios de Ernst Jünger. Es asombroso que al escritor, con cien años y más, como consigna en sus escritos, le sea posible seguir escribiendo y viajar, no sólo por su país germánico; fecha una de sus entradas, ya teniendo cien años, en El Escorial. Abro un nuevo libro, esta vez el titulado “La voz secreta”. Reflexiones sobre mi obra en Oriente y Occidente, de Thomas Merton. No es que ahora lea a Merton por estar residiendo en una institución religiosa, ya que él fue monje trapense, sino porque Merton es uno de mis escritores favoritos. Fue un gran escritor. Por encima de su búsqueda de Dios, incluso, estaba la suprema misión que él se impuso, o Dios le impuso: escribir. El volumen, primoroso, se publicó en 2015, en el centenario del nacimiento del autor, y recoge prefacios que Thomas Merton redactó para anteponerlos a traducciones, no a ediciones en inglés, de sus libros. Y las partes preliminares están escritas por los especialistas en su obra: Paul M. Pearson, Harry James Cargas, Robert E. Daggy y Fernando Beltrán Llavador, quien traduce el libro y que, con el también monje cisterciense Francisco Rafael de Pascual -autor, aquí, de un epílogo-, son los principales introductores de Thomas Merton en España.

En estas páginas se dice que “los prefacios de Merton a sus obras, reeditadas una y otra vez, dejan entrever la inquietud por ‘encajar’ ideas y experiencias en su propio yo.” En la medida en que Merton “perseveraba con cada vez mayor hondura en su viaje a Dios, el mundo se le imponía con más fuerza.” El monje ejercitó, profundamente, la soledad, pero la soledad no le alejaba del mundo sino que lo abrazaba. Así, nuestro escritor se recluye en su abadía, la de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, y “deja el mundo para poder rendirle mayor servicio.” Se comenta que “integridad” es una palabra clave para estudiar a Merton, quien “aspiraba a ser una persona íntegra y nos urgía a eso mismo en sus escritos. Ese es el empeño de la persona santa: el de la totalidad.” Su estilo era fluido, ausente de oscuridad o de pedantería; él, que poseía un gran sentido del humor, declaraba con frecuencia que escribía en “argot”. En el prefacio a la colección primera de sus Obras Completas, que editó la argentina Editorial Sudamericana, define así la vida contemplativa a la que estuvo entregado:

“Creo que el principal mensaje contenido en estas páginas es que la Vida Contemplativa pertenece a donde haya vida. Donde esté el hombre, y su sociedad, donde haya esperanza, ideales, aspiraciones de un futuro mejor; donde haya amor –donde haya dolor a la vez que alegría-, también allí tiene su lugar la Vida Contemplativa. Porque la vida, la alegría, el dolor, los ideales, las aspiraciones, el trabajo, el arte y todo lo demás tienen un significado. Si no tienen significado, entonces, ¿por qué perder el tiempo en ellos?

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 31 de diciembre de 2024

Ya me queda muy poco para que llegue el momento de partir de este Desierto, que no es desierto, sino vergel donde mana constante agua, incesante en la fuente de la entrada al edificio principal. He dedicado esta jornada a recorrer espacios en el monasterio, en la amplia finca y en sus interiores. Tras la misa y después del desayuno con mis buenas amigas (ha llegado otro hombre, procedente de Estepa), abro la puertecita de la cuerda en el resbalón y giro hacia la izquierda para tomar el pequeño tramo del camino que me conduce a la entrada del convento, entre el Batuecas y el muro recio que divide el paisaje abierto y la parte habitada y que rebosa frondoso musgo. Me topo con un vetusto eucalipto, que mide muchos metros de altura, con gran diámetro en su tronco, y en su base desmesurada una medida periférica de más de cinco metros. El rumor del río es muy agradable.

Vuelvo a tirar de la cuerda que abre la portada y me introduzco en los interiores, bien calentitos. Con no tanto de exageración digo que los salones, que atravesamos tantas veces, no tienen nada que envidiar al hotel Ritz, con su gusto, su elegante austeridad y su equilibro armónico tan bien dispuestos. El salón donde nos nutrimos de la wifi es muy cómodo en sus asientos, un sofá y dos sillones, y ofrece por una de sus ventanas una admirable vista a la ladera. Todo el paisaje en torno se conjuga con el ambiente figurativo que exhiben los poemas de San Juan de la Cruz, el gran carmelita. En una mesa con tulipa encendida redacto mis entradas de este pequeño diario. El espacio está, se podía decir presidido, por una bella imagen del Pater Putativus José, Pepe es su hipocorístico, con el Niño en brazos. Hay un servicio, un WC muy socorrido. He de subrayar que todos los monasterios a donde voy están muy bien servidos de estas pequeñas piezas tan útiles. Otros rincones, los adyacentes a la sacristía, los que ocupan la hospedería, las diversas intersecciones en los espacios, las escaleras con sus hermosas balaustradas, las vigas de madera, embellecen en sumo grado los prácticos y recoletos habitáculos.

La gran ventaja de este Desierto de San José  de Las Batuecas es su situación tan cerrada y aislada en el valle, aunque tiene fácil acceso y los huéspedes podemos aparcar en la misma puerta, en una explanadita cabe la imponente huerta y desde la que se divisa el rumboso camino que se dirige a nuestras dependencias, flanqueado por más de una pequeña ermita. El coche, por supuesto, queda aparcado durante todo el tiempo de nuestra estadía. No se oye, durante las largas horas que aquí permanecemos, un solo ruido de motor de coche. Es, no es broma, como si estuviéramos gozando de un periodo de gloria, sin hacer nada extraordinario, sólo cosas sencillas: asistir a la liturgia, que para nosotros, los hospedados, no discurre en exceso, no nos cansa; ir de una parte a otra divisando, de paso, bellas estampas del paraje, dar breves y sabrosos paseos y, en mi caso, leer, escribir, comer bien, charlar lo mínimo y sustancioso con los compañeros, dormir como un bendito…, ateniéndose todo al magnífico lema de un silencio que no deja de mostrar sus alentadores vocablos.

En la siesta sigo leyendo los prefacios de Thomas Merton. Siempre  asombra este gran escritor al descubrir su postura contestataria por medio de su vocación y su talento: “A través de mi vida monástica y de mis votos digo NO a todos los campos de concentración, a los bombardeos aéreos, a los juicios políticos que son una pantomima, a los asesinatos judiciales, a las injusticias raciales, a las tiranías económicas, y a todo el aparato socioeconómico que no parece encaminarse sino a la destrucción global a pesar de la hermosa palabrería en favor de la paz. Hago de mi silencio monástico una protesta contra las mentiras de los políticos, de los propagandistas y de los agitadores, y cuando hablo es para negar que mi fe y mi Iglesia puedan estar jamás seriamente alineadas junto a las fuerzas de injusticia y destrucción.»

Al leer el prefacio a la edición francesa de La revolución negra, escrito sólo semanas después del asesinato de Kennedy en Dallas, no nos extraña, por sus palabras acusadoras, que a Merton lo asesinase la CIA, como se rumorea; y no que muriese electrocutado, como se dijo, en 1968 en Bangkok, Tailandia, por querer arreglar un ventilador. No se le hizo la autopsia, pese a presentar una herida redonda en la parte de atrás de la cabeza, con toda la pinta de ser de bala, que no se produce, de ningún modo, intentando arreglar un ventilador. Merton fue un santo y, posiblemente, un mártir, aunque las tretas del poder impidan demostrarlo. Thomas Merton es muy lúcido al declarar que, en las guerras, el enemigo no es más que un hermano en el transcurso del conflicto, pues  la guerra es la verdadera enemiga de los dos.

Esta noche de fin de año vamos a tener un ratito de celebración los hospedados y los frailes, juntos. Aventurar este solo ratito me produce sincera alegría. Estos hombres son asequibles, obsequiosos, afables, santos, en definitiva, esto creo yo. Vaya esta cita del sabio Merton dedicada a ellos: “No  se puede vivir la vida cristiana tal como se debe sin aspirar a ser santo. Para ser santo se ha de estar libre de la tiranía y de las ataduras del pecado, la lujuria, la ira, el orgullo, la ambición, la injusticia y el espíritu de violencia.”

 

Desierto de San José de Las Batuecas, 1 de enero de 2025 

Ya he dicho que en esta estancia, todas las tardes, a última hora de la tarde, cuando ya ha anochecido, me introduzco en la iglesia de este monasterio del Desierto de San José de Las Batuecas a realizar una meditación por espacio de una media hora. No consigo completar el ejercicio de unirme a un espíritu (¿espíritu divino?); unirme, en todo caso, a un efectivo espíritu y experimentar un efusivo afecto en mi trato con él. Los intentos resultan vanos, a pesar del silencio favorecedor y propicio, la penumbra propicia, que en el templo reina.

Sin embargo anoche, la última noche del año viejo, soñé, ya en las primeras horas del año nuevo, que sí lo conseguía. Mi sueño se parecía tanto a una escena real que, como escribe Ernst Jünger, el sueño se desencadenaba «con su brillo de realidad.» Estaba yo, oníricamente, sentado en una silla igual, realmente la misma silla en la que me siento siempre en la iglesia. Comencé intentando que resultase fructífera la tarea meditativa, y felizmente noté que lo iba logrando. Tenía los ojos cerrados y muy serena, suave y firmemente acompasada mi respiración. Comencé a sentir que un movimiento espiritual descendía a mí posiblemente desde la montaña hasta este valle donde, tanto en el sueño como en la realidad, ahora estoy ubicado.

Percibí -seguía manteniendo los ojos cerrados y el ánimo tranquilo- que el espíritu atravesaba la superficie de pan de oro del retablo y se sentaba a mi lado, en la silla vacía que reposaba junto a mí (la iglesia no es de bancos sino de sillas). Gocé sobremanera con esta primera fase temporal, acumulando en mi interior un súbito contento al sentir la presencia deseada. Respirábamos muellemente, ambos, al mismo ritmo. No había palabras, no había visión –yo continuaba con los ojos cerrados-, pero sabía que el espíritu, aun incorpóreo, que estaba junto a mí, vestía una túnica, larga y radiante, que le llegaba hasta sus supuestos pies. Todavía esa imagen sensitiva se hizo más nítida y llegué a ver, con los ojos cerrados, que el cabello del espíritu era liso, caía abundante, rubio; el rostro imberbe, pálido, ojos azules, labios carnosos, femeninos. «Hola, mi amor«, me dijo la mujer. No medió palabra alguna, sino una sensación adivinatoria en la que se presumían las intenciones y la expresión.

Mi dicha era ya completa, sintiéndome tan feliz a su lado. Ella me rodeaba el brazo y con sus palmas acariciaba mis manos. Yo no sentía el tacto carnal, pero el calor, la templanza que producía su postura hacia mí era totalmente sensual. Sin hablar, con esa magia de la sensación, yo le pregunté si era una diosa. «Llámame como quieras, cariño. Vengo a ti porque me has llamado, bien mío«. ¿Y has venido hacia mí, deseosa de conocerme? «Claro que estoy dichosa ahora mismo a tu lado, tesoro mío. Porque amo el cuerpo de los hombres, el tuyo, que a mí me falta. Deja que acaricie tu cara. Amo tu circunstancia, contradictoria, luchadora, yo que no lucho y soy perfecta.» Quiero tu perfección, amada mía, pronuncié sin el eco de la voz, dirigiéndome, anhelante, a ella. Quiero que mi hálito sea tú misma.

Le pregunté, de nuevo, sin intercambiar palabra, si ella era la Diosa única en todo el universo creado. «No te engañes, mi alma. El Universo se hizo solo, o lo hizo un demiurgo que desapareció después de haberlo fabricado. Y no soy única, somos muchos dioses y diosas. Tenemos todos el privilegio de ser incorpóreos e inmortales (hasta cierto punto), no tener hambre ni sed ni pasar calor ni frío, poder volar, tan rápidamente que casi llegamos a tener el don de la bilocación. Somos, además, altamente imaginativos. No la hemos creado, pero somos el aliento de la Naturaleza. Así como esta Naturaleza es plural, no unitaria, nosotros también somos plurales.» Si nos amamos, ¿serás mía para siempre? ««. ¿Cómo dices que eres inmortal hasta cierto punto? «Pues si dejas de amarme, me fundiré con otro espíritu, perdiendo mi entidad. Ése pudiera ser, lamentablemente, mi destino.» Entonces, ¿puede haber tantas diosas para el mismo número de hombres? ¿Y tantos dioses para idéntico número de mujeres? «En efecto. Y también contamos con las orientaciones homosexuales. Como enuncia la religión, que nosotros cuestionamos un poco, tenemos los dos, tú y yo, una misma imagen y semejanza. La semejanza está en el Logos, que significa mente pensante, mejor que la confusa y ambigua traducción de Verbo. Los dos pensamos, cariño mío. Mi identidad está resuelta porque, como tú, pienso. Pero no tengo una condición física, padeciendo, por ello, cierta pena.” ¿Cristo está entre vosotros? “Cristo existió en vuestro mundo; está atestiguado tenuemente por un tal Josefo. Tuvo tanta fuerza mental (básicamente nosotros somos mentales) que fue capaz de encarnarse en el vientre de una hembra. Después de morir retornó a ser espíritu como siempre fue. Ahora es uno más, con todos nosotros; es, si ha tenido suerte, otra mente pensante, activa (en nosotros no hay jerarquías), ansiando siempre, entusiasta, entregarse al interior de cualquier mujer que lo solicite. Debido a la cultura que ha ido cundiendo a lo largo de los siglos, es admirado por mucha gente, hombres y mujeres, y él hace lo ‘imposible’ para complacerlos a todos. Es, ricura, el más famoso de entre nosotros.”

Iniciamos un prolongado silencio, rodeados del absoluto silencio existente en la iglesia, en las personas con los ojos cerrados y arrodilladas algunas, tanto padres como frailes y como feligreses, cada uno con su dios o su espíritu, con sus intentos vanos o satisfactorios. Ella me dio a entender que esta paz era el decisivo modelo que teníamos que adoptar para neutralizar los demás ofensivos poderes, las guerras colectivas, las iras personales. Y así salvar, intentar salvar la Humanidad, corrompida durante tanto tiempo, es decir, desde siempre, desde que los primeros padres perdieron la inocencia.

Ella iba, cada vez más, arrimándose a mí,  extendiendo su brazo por mi cuello. Yo disfrutaba placenteramente de ese contacto incorpóreo, no carnal mas intensamente degustado, de su brazo. Noté que yo iba perfilando adecuadamente la completa imaginación que ella poseía. Pues apreciaba, casi a través del sentido del tacto, la suavidad de sus mofletes que yo empezaba a acariciar. De pronto me decía: «No tengo hambre ni sed de ningún alimento ni bebida; pero ansío tu saliva.» Y empezó a besarme en la boca y a introducir su lengua en mi boca, que yo sentí como carne viva. Acaeció un largo beso; “un beso largo, profundo, en el que, sin decir nada, había innumerables palabras de amor, con la dulce embriaguez de la ternura” (Stefan Zweig). Yo me agarraba a su cintura imaginaria y, sin embargo, muy compacta, muy tersa. Dijo: «No tengo busto, pero ahora mismo, mi cielo, para ti lo ideo.» Y me abrazó apretando sus senos y sus pezones fuertemente contra mi pecho. La polla se me puso dura.

Me desperté empalmado, escuchando las campanadas dubitativas que anunciaban el comienzo del oficio de Maitines. Yo las imaginaba húmedas, temblorosas, en el relente de la madrugada. Me cupo la reflexión de si debía avergonzarme por algunas de las secuencias que mostró mi sueño. Pero ya  totalmente en vela, recordé esas frases del poeta, y sacerdote ortodoxo, Ernesto Cardenal, por las que el gran escritor nicaragüense decía que el amor divino llega, en ocasiones, de tan sublime, a lograr una desembarazada libertad y a parecerse completamente a un orgasmo.

 

Alameda de Cervera, 2 de enero de 2025 

Acabo de regresar a mi hogar. Salí del monasterio después de oír misa y tomar el desayuno. Despedirme de dos de los frailes, Socorro y Frederik, me proporcionó un muy grato recuerdo por los días pasados en su compañía. Los miembros de esta comunidad carmelita son pobres. Pero por el cumplimiento tan ordenado de su misión reglamentada, por su armoniosa entrega a la liturgia, por su cautelosa dedicación (su labora es trabajar la huerta, aparte de otras “mil” faenas), alcanzan, muestran una dignidad tal que parecen príncipes.

Me acompaña al recoleto aparcamiento un compañero de la hospedería, José Luis, un muchacho de Estepa que llegó a Las Batuecas ataviado con un bonito poncho, comprado en Grazalema, villa de la Sierra de Cádiz experta en esa artesanía textil, y que, a la vista de los demás, no se ha quitado en ningún momento. José Luis tiene un auto cuyas tres letras de la matrícula es JRJ. ¡Cuánto me hubiese gustado que mi coche las tuviera! Son las siglas más prestigiosas de toda la historia; más que las de la ONU, que son apenas funcionales. Pertenecen al gran poeta Juan Ramón Jiménez. Recuerdo que una vez, andando por una de las sendas de un monte, me topé con esta advertencia inscrita en una rústica señal: “Prohibido cojer níscalos”. Cojer con jota. Al día siguiente publiqué un artículo diciendo que, a pesar de ser una falta gramatical y de ortografía cojer con jota, su empleo era correcto, porque el usuario que la escribió, lo supiese o no, se acogió a la forma utilizada por una autoridad, como es Juan Ramón Jiménez, quien siempre escribía con jota el sonido jota. Recibí más de un desacuerdo, mayormente de profesores que optaban por lo lingüísticamente correcto.

A los pocos minutos de tomar la carretera de vuelta, me detengo en la tienda del Tío Picho, en Las Mestas, para comprar unos caramelos blanditos de miel para mis nietos, unos jaboncillos de cera para mi nuera, y miel, velas, mermelada y chocolate para todos. A medida que el auto se va alejando de Las Batuecas y de Las Hurdes, el paisaje se va haciendo menos pintoresco, mas conservando la validez extremeña, con verde y agua. Al adentrarme, en la autovía, por la región castellano-manchega, el entorno se va secando, y trasponiendo Talavera de la Reina, aún con encinas y monte bajo, todavía cercana a Gredos, el panorama ya es abiertamente “resequino”.

Paro a comer en un área de servicio cerca de Maqueda; me equivoco de vía en las cercanías de Toledo (pudiendo contemplar con claridad, eso sí, la grandeza del tocho Alcázar); pongo gasolina ya en la Autovía de los Viñedos y a media tarde llego a mi casa. Lo primero que hago es encender la estufa de pellets antes de deshacer las maletas, lavarme los dientes y sentarme junto al calor poniendo la película Libres, por Movistar, en torno a los monasterios, y donde aparece Frederik Takkenberg, del Desierto de San José. Siento mucha nostalgia de mi provechosa estancia en el convento carmelita, sumido en una paz que no cabe imaginar mejor. Socorro, el hospedero, me ha sugerido, sonriendo, la posibilidad de que me vaya con ellos para prestarles alguna ayuda. Ahora sería el momento, pues aún estoy bien físicamente, todavía me tengo y no me fallan los remos. Porque chocho y gagá, en buena lógica, no me querrían. Me temo que seguiré aferrado al mundo. En todo caso, un mundo en paz. Lo pacífico, punto clave de esta nostalgia.

 

 

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