Vegas de Coria, 25 de diciembre de 2024
Para evitarme el petardeo consumista, ebrio y cargantemente socializador de las jornadas navideñas, decido marchar, después de haber cenado, sí, en Nochebuena, con gran sosiego, sólo en la compañía de uno de mis hijos (el otro hijo que tengo está, con su familia, en Roma). Decido ir, como decía, para dejar transcurrir estas fiestas de muchedumbres, a la hospedería del convento de carmelitas llamado Desierto de San José, situado en la comarca salmantina de Las Batuecas, lindando con la extremeña de Las Hurdes. Desierto, en esa mística, no es lugar desértico, árido, lo que entendemos por carente de agua, reseco, polvoriento, sino muy al contrario, lugar dotado de un rutilante líquido, en un fluyente curso espiritual. Los frailes carmelitanos insisten mucho en el silencio, no sólo para ellos, sino para los huéspedes también, sin conseguirlo totalmente.
En este monasterio se alojó Luis Buñuel y su reducido equipo cuando se rodó, durante los meses de abril y mayo de 1933, la película-documental, de media hora de duración, Las Hurdes, tierra sin pan. El genial realizador cuenta en sus memorias que era el único sitio de la zona que disponía de teléfono. Buñuel plasmó la mísera verdad de este territorio, pero el Gobierno de la República prohibió el film, porque ofrecía una pésima imagen de España. Yo ya estuve, en primavera, en ese recinto monacal. Me alojaron en la habitación número 8, donde pernoctó el rey Alfonso XIII en 1922, acuciado por los consejos del doctor Gregorio Marañón y otros dos médicos frente al gran problema de desnutrición, y sus enfermedades colaterales, que padecían los habitantes de Las Hurdes. El Desierto de San José está ubicado en un paisaje formidable, feraz, al lado del rumoroso río Batuecas, entre atractivos árboles longevos y sugestivas pinturas rupestres.
Así que arranco el coche y me dirijo, en primer lugar, a Vegas de Coria, donde pasaré la noche en el Hotel Rural Los Ángeles en Las Hurdes (me persigue la liturgia); un sitio muy sencillo y baratito. Lo hago por cortar el camino y no zamparme de un tirón, hasta el destino, esos algunos cientos de kilómetros. De forma que mañana estaré a una hora, escasa, de mi meta conventual. ¿Extremadura es un país seco? Quizás alguien lo piensa equivocadamente. Seco es el territorio de donde procedo, La Mancha, donde todos los cauces son sin agua, salvo el Tajo, cada vez más menguado, y poquito más. A excepción de las lagunas de Ruidera, prácticamente todas siempre llenas de agua. El paisaje extremeño está poblado de encinas proféticas (Zeus les concedió el don del habla y la adivinación) sobre suelo verde, salpicado por frecuentes lagunillas, donde vacas pacen y beben a placer. En mis horas de viaje, surge del aparato radiofónico este villancico, urdido en unos deliciosos sones rústicos y armoniosos:
«Camina la Virgen pura, / de Egipto hacia Belén, / y a la mitad del camino, / al niño le ha dado sed. / No pidas mi vida, / agua de beber, / que turbio el arroyo / la suele traer. // Allí arriba en aquel alto, / hay un verde manzanar, / cargadito de manzanas, / que más no puede albergar. / Un hombre es el que las guarda, / impedido de mirar, /
un cieguito que conserva / muy bien este manzanar. //¿Puede darme una manzana?, / ¿puede hacerme la merced? / Cójalas usted, Señora, / las que sean menester. / Que la sed de este chiquillo, / le puedan entretener, / y otra también a su esposo, / y otra también para usted. // El niño, como era niño, / no dejaba de coger. / Cuantas el niño cogía, / volvían a florecer. / La Virgen María, así pues, / solamente tomó tres, / Una le dio al niño, / y otra a San José. // Apenas se fue la Virgen, / El ciego retornó a ver. / ¿Quién ha sido esa Señora?, / ¿quién ha sido esa mujer? / Es la Virgen pura, / que va hacia Belén. / Dio luz a mis ojos y al alma también.»
Vemos que Jesucristo no empezó a realizar milagros solamente a partir de los treinta años, multiplicando panes y peces, convirtiendo agua en vino, sanando, resucitando. Ya de niñito le tomó el gusto, aunque el gracioso villancico diga que fue la Virgen.
También durante el viaje me entero, al parar a tomar un café y ver los wasaps, del fallecimiento del justamente nonagenario Antonio Pérez, el gran coleccionista de arte, que tiene fundación y museo muy extenso, con su nombre, en la ciudad de Cuenca. Antonio Pérez declaraba que no era artista, pero le daba por reunir objetos, que encontraba y le regalaban, a los que llamaba objetos encontrados, conformados por el azar como pequeñas obras de arte sin manipular, al modo de los ready-made de Marcel Duchamp. En el Museo Antonio Pérez, ubicado en un antiguo convento, podemos ver innumerables piedras de todos los tamaños con forma de corazón, las botellas azules del agua de Solán de Cabras agrupadas en una vulgar estantería metálica, persianas, añosos mapas, señales de tráfico, chucherías de los chinos… El objeto encontrado más célebre –y que hizo célebre, en este aspecto, a Antonio Pérez- es el que consiste en unos vilanos metidos en un frasco de cristal de esos que se utilizan para conservar los alimentos. Para los niños resulta muy entretenido visitar el museo. Les atrae ver, en el hueco de varios rellanos de escalera, una enorme columna de cubos de metal superpuestos unos a otros. He llevado a mis nietos y en una ocasión mi nieta preguntó: “Abuelo, ¿qué hace aquí esta señal de tráfico?” Esta señal de tráfico, le contesté, es una obra de arte. “Pero –ella me replicó-, sólo es una señal de tráfico”. Mira –rematé-, todo lo que hay aquí, por el hecho de estar aquí, es una obra de arte. Mi nieta sonrió, encogió un poquito sus hombros y se calló, tal vez quedándose un pelín convencida.
Llegué al hotel al empezar la tarde, tras haber comido ligeramente en el camino. Me instalé en la habitación y no salí del edificio. Acomodé esta entrada del diario que ahora inicio y publico. Vi una película en el ordenador, la comedia británica El quinteto de la muerte, dirigida por Alexander Mackendrick en 1955, con Alec Guinness, Peter Sellers y Katie Johnson, siendo algunos de sus protagonistas. Bajé a cenar algo antes de leer un poco en la cama e intentar dormir.
Caigo en que estamos en las Rauhnächte, en alemán las noches comprendidas entre el 25 de diciembre y el 6 de enero, propicias, según la leyenda, para el contacto con los espíritus. Podemos traducir como las Noches Rigurosas.