Desierto de San José de las Batuecas, 26 de diciembre de 2024
Hago un buen desayuno en el hotel de Vegas de Coria. La camarera me trae en un plato media barra de pan tostado, en dos trozos, y al decirle que me voy a dejar uno, me indica, sonriente, que hay que desayunar fuerte. Los hurdanos son muy para ellos pero también bastante amables con los demás. Leo un poco antes de salir del hotel, que me ha resultado cómodo y grato, habiendo probando anoche, de postre en la cena, los socochones, un dulce típico de la zona, con castañas pilongas cocidas en leche de cabra y cubiertas de arrope, proveniente de los pastores. También en la carta se ofrecía otro postre de castañas: repapados. Pregunté y son unas bolas hechas con pan y el fruto del castaño y rociadas con miel.
A veinte minutos de Vegas de Coria, por una vía sinuosa y muy bella, llego a la entrada del monasterio de San José de las Batuecas. Me abren, meto el coche y saludo al hermano Francisco, a quien no conocía, o nunca había hablado con él. Socorro es el hospedero. Un hombre joven, de unos cuarenta y pocos años. Es nacido en Alcázar de San Juan, donde llegó a cursar el bachillerato. De una pedanía de Alcázar, Alameda de Cervera, a 15 kilómetros de la ciudad, yo vengo. He traído para la comunidad dos docenas de tortas de Alcázar, de la existente mejor marca, Las Canteras, una botella de vino de la cooperativa San Isidro y un ejemplar del periódico alcazareño El Semanal de la Mancha, del número especial de Navidad, donde viene un artículo mío. Presente que entrego a Francisco, quien me lleva a mi habitación, que es la número 8, la misma que ocupé en una ocasión anterior. En este cuarto estuvo alojado el rey Alfonso XIII cuando se hospedó aquí, el 23 y 24 de junio de 1922, con motivo de la visita que realizó, en mulo, a Las Hurdes. Una placa de cerámica lo dice a la puerta del habitáculo. Me instalo. Nada más acabar de hacer la cama deduzco que al Borbón le sonaría menos que a mí. Claro que ya han pasado más de cien años y todas las cosas acaban, quieras que no, crujiendo.
A la una menos cuarto entro en la capilla para asistir al oficio de Sexta. Antes, he puesto la wifi en el único rinconcito de todo el recinto donde uno se puede conectar y hablar por teléfono. Ahora, después de la cena, intento publicar esta entrada. El oficio de Sexta, pese a durar muy poco, me resulta un poco tostón. Más grata, la verdad, es la misa, más participativa, donde alguno de los huéspedes puede leer algún texto bíblico, especialmente de Hechos de los Apóstoles. Socorro baja de la zona del altar, se acerca a mí y me abraza efusivamente, agradeciéndome las tortas, un sabor característico de su tierra. En el monasterio no se usa mucho el latín. Mejor así. La modalidad eclesiástica es aburrida, bastante sosa. El latín fue un idioma cansino para el discurso. Duró lo que duró, derrotado por las lenguas romances, más expresivas. Lo mejor del latín está en sus usos vocativos, como el democrático brindis ¡Bene vobis! (¡Con bien para vosotros!); o los económicos e incisivos significados, tal la definición del proceso de la embriaguez de Apuleyo: Prima cratera ad sitim pertinet, secunda ad hilaritatem, tertia ad voluptatem, quarta ad insaniam. (La primera copa pertenece a la sed, la segunda a la alegría, la tercera a la lujuria, la cuarta a la locura.) Muy apto para la poesía, en su exhibición reductora de vocablos: el horaciano Carpe diem (Aprovecha el día): también se podría traducir con las largas frases: No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy o Vive cada momento de tu vida como si fuese el último. Adecuado también el latín para los refranes, en su refinada utilización carente de transpositores lingüísticos. Esta sentencia la exhibía Lope de Vega sobre la puerta de su casa: Parva propria magna. Magna aliena parva. (Lo pequeño, si es propio, es grande. Lo grande, si es ajeno, es pequeño).
La enorme caja de la comida, con las pesadas tarteras dentro, hay que recogerla de un cuartito que está al lado de la capilla y que actúa como tiendecita. Una huéspeda y yo la asimos y la bajamos al comedor. Aunque ya dije que los frailes aconsejan vivamente el silencio, incluso en las comidas, difícilmente se cumple esta opción. Uno de los lemas del convento es “No hablar si no es realmente urgente”. Pero siempre surge algún comentario que hacer. No obstante, fuera de estos encuentros, el continuado silencio que se sigue es muy locuaz. Cada imagen de la vegetación del jardín, cada vistazo al imponente paisaje montañoso, cada detalle de la pulcra hospedería, producen un fructífero diálogo interior, sereno y verdadero. Uno de los huéspedes –esto se ha comentado brevemente en la comida- es un psiquiatra que nunca baja al comedor. Por lo visto tiene en su habitación una variada colección de mejunjes y brebajes con los que se nutre. “Hay gente pa tó”. Un dicho popular afirma que los psiquiatras son los primeros chalaos.
Durante la siesta, metido en mi angosta camita, leo un libro de los que me he traído. Los otros dos son una guía del recorrido biográfico del poeta Jorge Manrique, cuyo autor es mi buen amigo Antonio Lázaro, y del que tengo que escribir una reseña para ABC, y unas reflexiones de mi apreciadísimo Thomas Merton, monje trapense, sobre su propia obra. Pero entre las sábanas sostenía el quinto volumen (que releo), del libro de diarios Pasados los setenta, del escritor alemán, también muy estimado por mí, Ernst Jünger, que vivió, lúcido, casi 103 años. Copio uno de sus párrafos: “El encuentro con los muertos es tanto más convincente cuanto mayor es la normalidad con que se manifiestan; nos cruzamos con ellos por la calle, casualmente, como con un veraneante, o vienen por encargo de otro, que tampoco está ya con nosotros. Es un tejido como hecho con hilos de araña. A lo mejor quieren recuperar algo. Esto daría para un capítulo entero.”
A las siete de la tarde tiene lugar el oficio de Vísperas, seguido de un largo tiempo de meditación solitaria dentro de la iglesia, antes de la cena. He asistido sólo a la meditación. En un momento dado, han venido a mí, en medio del riguroso silencio del ambiente, ya inscrito, con su método, en la noche; han surgido en mi débil memoria, esta vez con fuerza, los tan habladores, y muy animados, vistosos versos de Rolf Schilling: “Cuando los fuegos se avivan, / mana de las jarras oscuro vino.”