El teatro –Albert Boadella dixit– es una actividad que realizan cabrones, putas y maricones, y cuya magia estriba en que sobre el escenario los cabrones se transforman en héroes, las putas en vírgenes y los maricones en donjuanes. Esta rotunda y acertada definición –no en lo que respecta a las palabras gruesas, donde no entro, tanto por precaución como por respeto a la esforzada y forzuda grey teatral, sino en lo que respecta a la entraña transmutadora del arte escénico– la pone el gran bufón tocapelotas en boca de don José, atrabiliario personaje, tal vez nieto bastardo de Max Estrella, que vertebra “El Nacional”, un estupendo espectáculo estrenado hace dieciocho años y que Joglars acaban de recuperar, con sus correspondientes ajustes, en el madrileño Teatro Nuevo Alcalá.
Este don José, álter ego gruñón y visionario de Boadella, exalta la verdad teatral frente al grosero realismo que quiere parecerse tanto a la vida que termina convirtiéndose en un simulacro grotesco. “El Nacional” se eleva así como una amorosa y divertida reivindicación del teatro y sus iluminadores artificios, un canto, un punto elegíaco, a esa patria esencial, nómada y certera del birlibirloque cabal, que, como toda la literatura que lo es (escuchemos a Vargas Llosa), expresa y exprime la verdad de las mentiras. El escenario del viejo, astroso y deshauciado Teatro Nacional de Ópera donde transcurre la obra es –”miré los muros de la patria mía”– metáfora de la actividad escénica gravemente escarnecida por la crisis de turno, degradada por el intervencionismo oficialista, convertida en escaparate de lujosos artefactos de corazón hueco.
Escribe Boadella en el programa de mano de la función: “La enorme complejidad burocrática y laboral que se ha organizado en las artes, entre la simple formulación de la idea creativa y su realización práctica ha propiciado el intervencionismo tutor de los Estados con su nuevo modelo de nacionalización de la cultura elitista. No obstante, el periodo el despilfarro y la opulencia parece tener fecha de caducidad y habrá que inventarse nuevas fórmulas para la subsistencia del gremio y la continuidad del gran repertorio”.
Desde ese muladar de decadencia, don José –inmenso, como es habitual, Ramón Fontseré– levanta una delirante bandera de rebeldía, seguramente inútil pero también hermosa: poner en pie, antes de que el edificio en ruinas sea derribado, una representación de “Rigoletto”, de Shakespeare, sostiene él con denuedo, interpretada por indigentes, individuos, en suma, con poco o nada que perder y no contaminados por los nocivos influjos de la profesión teatral domesticada. Toda una reópera de los mendigos –formulación que trenza el precursor libreto dieciochesco de John Gay y un concepto morrocotudo y españolazo acuñado por Francisco Nieva– desde la que se pone en solfa la costosa grandilocuencia de los teatros públicos, la utilización política de los proyectos culturales como guarnición vistosa de una gestión turulata, la conversión de actores, directores y otras yerbas escénicas en aplicados funcionarios, la complicidad de los medios de comunicación como voceros del poder que toque, la facundia estéril de los llamados asesores culturales…
Albert Boadella es un maestro de la sátira, ese género tan higiénico y necesario, piedra de toque de falsedades, vanidades y excesos. Y como tiene también un formidable talento teatral y una astucia legendaria, ha estrenado esta saludable recuperación de “El Nacional” en un teatro privado. El gran bufón es consciente de que de la sátira bien entendida no debe excluirse el satirizador y, ocupando el cargo de director artístico de los Teatros del Canal, buque insignia escénico de la Comunidad Autónoma de Madrid, escribe con un par: “Las piojosas carretas de la farándula han sido sustituidas por costosos y faraónicos edificios dedicados a montajes espectaculares y fichajes de lujo, pero en este despliegue ostentoso dirigido a un público sediento de monumentalismo que olvida el último bocado para metabolizar el siguiente, se ha perdido la poesía de lo sugerido que, en definitiva, representaba la esencia de nuestro oficio”. Quien lo probó lo sabe, que diría Lope.
Reivindiquemos también la poesía de lo sugerido, la verdad teatral frente al naturalismo falaz. Levanto la copa con admiración, agradecimiento y alegría, mientras haya oportunidad para ello, por esa fantástica tropa a la que pertenecen Boadella y sus cuates, “una profesión –dejemos hablar a don José– de rebeldes y asilvestrados, todo lo contrario de la farándula elitista, petulante y sumisa, que ha degradado el gremio de lo que fue un glorioso oficio de pícaros, putas, cabrones y maricones, enterrados fuera del camposanto”. Olé.
Un oficio de cabrones, putas y maricones
Entrada libre
el blog de Juan Ignacio García Garzón