Es agradable pasear por la ribera del río Anoia en estas primeras horas de la mañana. La cálida brisa del mes de agosto mece las hojas de los árboles tañendo un murmullo que se esparce a lo largo del pequeño valle. En sus entrañas percibo el rumor sordo del agua aunque el espesor de las cañas y la maleza que la envuelven me impiden ver su cauce. Por el camino advierto la presencia de numerosos mosquitos mientras los pájaros hacen circunferencias en el aire y las mariposas revolotean en las umbrías. Un poco más abajo, una bandada de patos descansa en el lecho del río hasta que el crujir de mis pasos sobre la tierra les hace batir las alas y alejarse unos metros. Consigo al fin acercarme al cauce a través de un claro desde donde contemplo los gestos torcidos de un cangrejo que, bajo el agua turbia, se deja arrastrar por la corriente. La contemplación del vasto paisaje y el eco de su propia banda sonora llena mi cabeza de formas bellas y abstractas.
De pronto un caldo de aromas embriaga mis sentidos y levanto la vista para averiguar de dónde procede el olor. A mi izquierda, amontonadas en la pendiente sur de Igualada, se extienden las curtidurías que configuran el barrio del Rec.
Aún absorta en mis pensamientos, me alejo del río y subo la rampa de hormigón que me conduce a la ciudad. Cruzo la carretera desierta y me planto en el barrio que discurre paralelo al río. El aire se inmoviliza sobre el suelo atiborrado de aromas que se mezclan: olores de hombres y animales, de carnaza, piel, cuero, cal. Huele a cloaca, a agua sucia.
A pesar de todo me adentro en el complejo entramado de callejuelas tortuosas y camino siguiendo la canalización de agua que recorre el barrio de este a oeste, dándole nombre. El rec, la acequia –cuya función era abastecer de agua a las fábricas–, serpentea bordeando el barrio para morir en el río. Es por estas calles silenciosas y en las que apenas llega la luz del sol donde el ruido de mis pasos tiene una presencia altisonante. Me sorprende la estrechez de sus vías y me cuesta imaginar que antaño las ruedas de los carros rechinaban con el peso de las pieles curtidas.
Este barrio fue durante siglos motor económico de la ciudad y capital mundial de la piel. Hoy su imagen es la de un conjunto de edificios con cicatrices perceptibles desde la lejanía. La mayoría de curtidurías está en desuso e inspira una melancolía igual a la de las más tristes ruinas. El enlucido de las paredes se ha ido desgastando y deja al descubierto el tamaño variable de las piedras que las sostienen. Las pintadas con aerosol atraviesan las fachadas, muchas de ellas con relieves modernistas, vestigio de una época dorada, que ahora amenazan con desmoronarse. Los marcos de madera de las ventanas están carcomidos por el tiempo y del otro lado de los vidrios rotos y afilados emana una oscuridad solemne. Las poleas permanecen impávidas, enmohecidas. Las tuberías en desuso y algunos tejados amenazan con hundirse. Los contrafuertes que soportan el peso de las gruesas paredes, bajo los que discurre la acequia, se mantienen embrutecidas por la humedad, mientras las rendijas de los ventanales podridos dejan penetrar un rayo de luz que proyecta sobre las cosas una pena silenciosa.
Escucho a lo lejos el ladrido de un perro. Un gato deambula con movimientos soñolientos cerca de mí. Oigo un ruido extraño que llama mi atención y detengo mis pasos frente a la puerta abierta de una vieja curtiduría. Tardo en acostumbrar los ojos a la penumbra de donde brota un aire glacial que corta la respiración. En una gran sala de planta baja construida con vueltas de piedra dos hombres calzados con botas de goma hasta la rodilla y enfundados en monos azules se inclinan sobre una carretilla abarrotada de pieles. A derecha e izquierda, gigantescos bombos de madera, grandes toneles donde los taninos penetran en los poros de las pieles evitando su putrefacción, no cesan de dar vueltas. Emiten un estertor sordo, seco. En el suelo hay charcos y el agua se escurre en hilillos por las tuberías que desembocan en el río.
Antaño, los curtidores trajinaban al día cientos de litros de agua. La necesitaban para lavar, ablandar y teñir. Un oficio que a pesar de haber sufrido profundas modificaciones merced al avance tecnológico persiste en esas manos vigorosas que siguen limpiando de carne las pieles putrefactas, mezclando líquidos venenosos para curtir y teñir o preparando el tanino cáustico con el artesano propósito de convertir la piel cruda de animales en cuero de alta calidad.
En este barrio está escrita la historia de Igualada, y ni siquiera su actual decrepitud consigue quebrar su armonía.
Judit Torras nació en Òdena, un pueblo de la Cataluña interior, en 1983, pero fue en Buenos Aires donde escuchó por primera vez las palabras nuevo periodismo. Desde entonces divide sus esfuerzos entre el mundo vitivinícola y la escritura