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Mientras tantoUn parchís color pistacho

Un parchís color pistacho

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

 

Yo empecé a ganar el Nadal porque me pareció un premio a mi altura, y siempre tuve la sensación de que se fallaba la noche en que se entregaba (como muy temprano algunas noches antes), no en el momento en que el editor le pide al autor que le eche unos párrafos al cheque. Aquella nobleza que de vez en cuando distinguía a desconocidos me ponía a mí en el disparadero: si Zidane había nacido para jugar en el Madrid, yo lo había hecho para ganar el Nadal. Y lo gané, joder si lo gané: un año tras otro desde los quince.

 

Mi primera novela partió de una imagen abrupta que yo había tenido en sueños: un parchís color pistacho. El título descansó sobre el folio durante meses, y ese tiempo lo dediqué a escribir el discurso de la entrega del premio, porque me veía capaz. El texto refleja a un adolescente temerario y tontiloco de ternura asustadiza y mirada limpia sobre las cosas, como si lo hubiesen llevado a conocer el hielo. Puse en orden en la cabeza los detalles de la gala, la ropa y el peinado, y fantaseé con la fiesta de después, la compañía y hasta la vuelta a las provincias, entre la dicha y un muy descuidado malditismo. Lo recuerdo como si fuera ayer y me estremezco aún. Mis padres eran jóvenes y delicados. Yo me daba un año sabático en el instituto y después emprendería una historia aún más oscura que aquella “deslumbrante y feroz tiniebla que hoza tras el parchís color pistacho”, según Ignacio Echevarría, que confesó dejar el libro a mitad de lectura “porque me estaba superando”. “¡Las sales, las sales!”, gritó Conte en otro periódico. Un Rimbaud insólito, clamó Villena rendido a mi pubertad. Cuando por fin quise escribir mi historia, el plazo había terminado.

 

Desde entonces la operación se ha ido repitiendo en una macabra rutina. Mi impulso es sincero y mi ánimo fluorescente. Pero en cuanto tengo un proyecto y lo titulo, paso a planificar los fastos del después. Una navidad tras otra fui ganando el Nadal con novelas que van de la ciencia ficción al diario modesto de un bachiller en apuros; el costumbrismo de belleza de posguerra al nocilleo sanbernardo de chapa.net; un novelón de seiscientas páginas a una cosa ligera y digerible de trago demoledor. Desde los quince y hasta ahora he ido pasando por diferentes tipos de ediciones, según lo que Destino tuviese a bien elegir en temporada, y otras tantas maneras de ver la vida, y compañías distintas en la gran noche: las primeras veces, con mis padres; después con amigos y putillas de vida tremebunda; las últimas, con novia y sin ánimo de emborracharme, concentrado en una madurez casi consternada. Desde aquella adolescencia de rapto genial en la que todo era posible, hasta cuando despiezo una vida singular contando lo mucho que costó finalmente llegar  “hasta aquí”; el trabajo ciego sobre una historia que nadie podía ver y el calvario de ir anticipándome ya no sólo al premio, sino a la propia novela. Le cuento al público, efectivamente, este artículo. Y acabo agitando los papeles en el escenario, entre risas gordas, para hacer ver a toda esa gente iluminada que hasta entonces, hasta esa noche de Reyes, yo había ido ganando el Nadal en secreto, muy discretamente, bajo una alegría y una tristeza desbordantes, y que de aquel que fui sólo quedaban las botellas que no descorché y los discursos que no leí.

 

“Qué gran autor”, pensaba yo tirado en cama, “si hubiese gran novela”.

 

Este año, por fin, me lo propuse como nunca, y al título que escribí en enero le siguieron varios párrafos. Iba todo bien hasta que hace unas semanas vi una camisa en una tienda y me sorprendí a mí mismo pensando: “Estaría bien comprarla para la entrega del Nadal”. De golpe me abandoné como esos yonquis que llevan meses huyendo de la papelina y una mañana se despiertan pellizcándose las venas. Pero 31 años es una edad límite para ciertas cosas. Fui posponiendo a duras penas la escritura del discurso a pesar de que me asaltaban en la calle las escenas de siempre: la familia al descolgar el teléfono y recibir la noticia, las entrevistas del día después; mi hastío existencial en la mirada, arrugando el entrecejo mientras me acerco a la grabadora de Juan Cruz y susurro: “Nadie está a salvo de sí mismo”, y suspiro atemorizado con la mirada en blanco mientras lanzo grititos y empiezo a besar indistintamente el fular y la medalla de un cristo.

 

Para evitar el eterno retorno, hace unos días saqué de un cajón los discursos de éxitos anteriores, que en su anverso no eran otra cosa que fracasos. Quería hacerme ver que la decepción había sido ya suficiente. Los leí seguidos, desde el primero hasta el último. Mutaba la escritura con el tiempo, se iban disfrazando las gracias, palidecían los recuerdos y al final allí emergía, despellejado, un hombre. Aquel delirio tenía una lógica asombrosa. Era la historia de una ambición sepultada en sueños de grandeza escrita bajo un humor desesperado. Encuaderné ayer todos esos discursos, hice varias copias del volumen y tengo ya un paquete listo en la mesa esperando a que se abra el plazo del Nadal 2011. El libro se titula Un parchís color pistacho. Y es, como todas las novelas, una vida frustrada.

 

Este año sí.

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