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Un parque de bolas de colores

 

Uno, a quien le gustan los deportes, va pasando páginas de diarios y revistas en busca de algo de literatura como un Supermán sin poderes vagaba entre el hielo en pos de recuperarlos. Qué aterimiento para hacer frente al general Zod y a sus secuaces Ursa y Non, ese trío de la bencina que gobierna el mundo y que, lejos de Metrópolis, es legión de juntaletras a golpe de tópico raído. Se tiene por ahí a medias ‘El periodista deportivo’ de Richard Ford, novela de la que dice Richard Vecsey (periodista de la sección en The New York Times) en su contraportada que tiene tanto que ver con la crónica de deportes como ‘Moby Dick’ con la caza de ballenas. Qué decepción el buscar y no hallar esa metáfora de la vida, ese juego: el deporte, aunque sea por un par de líneas en medio de un reportaje lleno de datos, y hasta rebosante de sensacionalismos.

 

Foster Wallace hizo inmortal a Roger Federer en un artículo que fue (y es) como una isla, acaso ese Krypton reproducido en el polo donde refugiarse y buscar consejo e incluso encontrar algo parecido al calor del hogar. Ahí afuera hace frío y uno ha de buscar lugares templados en tiempos pretéritos. En ‘El periodista deportivo’ Frank Bascombe es un joven novelista de éxito que abandona su prometedora carrera para dedicarse a escribir por encargo en una revista deportiva. “Estaba decidido a escribir con gran pasión todo lo que me encargaran, me daba igual que fuese sobre body building en parejas, saltos de esquí acuático, salto de pértiga, fútbol a ocho típico de Nebraska o cualquier otra cosa…”. La pasión. Es el alma lo que uno rastrea en cada página de papel prensa, cuché o biblia. En realidad, Bascombe abandona la literatura para conservarla, como en un frasco, incapaz de mantenerla (o de mantenerse él mismo) en el trono de lo trascendental. El autor de ‘La broma infinita’ la encuentra en una final de Wimbledon antes de volver con sus animalitos inexpresivos, pero aquí Frank ya ha iniciado su camino definitivo que no es el de aquel, ni el del Mailer de ‘El combate’ o el de ‘La cima del mundo’, ni el del Hemingway del cirque d’Hiver o del Stade Anastasie.

 

En la exploración baldía uno se ha topado con este periodista deportivo que es como una última estación antes de perderlo todo. Sin ella el cronista es un niño que no juega, y así hoy se ve en la prensa deportiva un inmenso parque de bolas de colores, y a niños enterrados allí, quietos, con la mirada perdida, hablando de cifras y de rencillas entre peloteros como de concursantes de la tele, en lugar de sobre técnicas como estrategias y armas, esfuerzos y superaciones, talentos como el de Nadal, “el Da Vinci de la raqueta” según McEnroe (esas brisas cálidas que a veces soplan); o practicar la poesía encubierta y la prosa del deporte como juego de la vida: el tablero donde además de divertirse se enjuguen las lágrimas y se vuelquen las emociones para crear obras, o simplemente para poder vivir sin pensar demasiado, como Frank Bascombe (al que volverá uno en ‘El día de la independencia’) o como Lois Lane, quien persigue el Pulitzer preguntando al aire la ortografía por la redacción del Daily Planet, para no pensar en el amor de un héroe que va por ahí volando en mallas y calzoncillos sin que se le mueva el rizo de Concha Piquer.

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