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Un paseo por los pantanos del Oder. Historia y literatura en ‘Antes de la tormenta’, de Fontane

Theodor Fontane, el entrañable autor alemán del realismo poético, conocido sobre todo por su magistral novela Effi Briest –la Madame Bovary, Anna Karenina o Regenta alemana–, recorrió varias veces durante sus famosas crónicas tituladas Paseos por la Marca de Brandemburgo, esa casi ignorada comarca llamada Oderbruch que le sirvió luego de escenario a su novela Antes de la tormenta.

 

La editorial Pre-Textos saca ahora a la luz la primera versión castellana de esta monumental novela histórica –una suerte de Guerra y paz alemana más intimista y doméstica–, que es sin duda uno de los mejores textos para entender la Prusia de la época napoleónica, lo que significa la Prusia que bajo la bota del invasor francés despertó a un sentimiento nacionalista, que fue creciendo a la par que crecía y se afianzaba ella misma, y que ya no abandonaría nunca Alemania hasta ser derrotada en la Segunda Guerra Mundial.

 

Gracias a las numerosas anotaciones que fue haciendo Fontane en sus excursiones, a los detallados libros de guerra que él mismo había escrito y a toda la información que fue acumulando a través de un material ingente de documentos históricos, leyendas y materiales orales, pudo escribir su más célebre y citada crónica de viaje en varios volúmenes –que se sigue exhibiendo en las vitrinas de la mayor parte de las librerías de Berlín– y obtener la base documental sobre la que posteriormente monta la novela titulada Antes de la tormenta. Con sus Paseos en la mano, todavía le resulta hoy posible al viajero actual recorrer la comarca en que se ubica la novela reconociendo sin grandes dificultades todos los lugares del Oderbruch que aparecen mencionados en la trama de ficción. ¿Pero qué es concretamente el Oderbruch? La palabra significa literalmente algo como “Pantanos del Oder”, de modo que se trata de un título descriptivo de lo que era antes de la desecación esa zona de cenagales y pantanos del delta interior que forma el río Oder, justo en el lugar que actualmente sirve de frontera entre Alemania y Polonia.

 

La frontera natural no siempre fue frontera política. En efecto, en tiempos de la novela, el río Oder era la frontera entre dos zonas de Prusia, si bien la parte oriental había cambiado de manos varias veces a lo largo de su movida historia previa entre los monarcas de la dinastía polaca de los Piastas, los margraves y duques de Brandemburgo, que más tarde serían reyes de Prusia, y los comendadores de la Orden Teutónica. Pues bien, mientras la zona pantanosa al oeste era justamente el Oderbruch, la zona al este del Oder se llamaba Neumark o Nueva Marca, para distinguirla del Altmark o Vieja Marca, región bastante más al oeste, que se considera la antigua cuna de Brandemburgo –y por ende del reino de Prusia– y que actualmente es un enclave en el norte del estado federal de Sajonia-Anhalt, entre las ciudades de Brandemburgo y Magdeburgo. Naturalmente, en aquel tiempo Polonia no existía como nación (como sabemos, no existió como nación durante más de 120 años, hasta 1918, y no terminó de recuperar sus territorios hasta después de 1945) todo ello debido al insaciable apetito territorial de Rusia, Prusia y Austria, que aunque eran frecuentes enemigos entre sí también se sabían coaligar estratégicamente cuando se trataba de dividirse Polonia. Esto sucedió reiteradamente durante todo el siglo XVIII a lo largo de las así llamadas Tres Particiones de Polonia: la Primera Partición, la de 1772, le permitió a Prusia materializar su viejo sueño y unir por fin la Prusia más occidental con la Prusia Oriental y su histórica capital en Königsberg (Kaliningrado), tradicional lugar de coronación de los reyes de Prusia. La Segunda Partición, la de 1793, pese a la legendaria resistencia de los nobles polacos nacionalistas, con su héroe Tadeusz Kosziuszko a la cabeza, le dio a Prusia la muy deseada ciudad de Danzig (Gdansk). Finalmente, la Tercera Partición, la de 1795, le dio nuevos y preciados territorios, entre otros la propia Varsovia. Prusia se había convertido por fin en una potencia internacional que iba a tener mucho que decir en los siguientes siglos, y la Marca de Brandemburgo (la región que hoy linda con Berlín, hoy ciudad estado, pero antes capital del Brandemburgo) era precisamente el lugar histórico de su nacimiento como nación. El conflicto entre Prusia y Polonia se tematiza en la novela de Fontane a través de las controvertidas posturas políticas de los distintos miembros de la familia Ladalinski, polacos en la corte de Prusia.

 

Fue el rey Federico II, no por casualidad titulado El Grande, el que entre 1747 y 1762 decidió hacer fértil esa deshabitada comarca del Oderbruch, antes ignorada, y que no servía para nada en su natural estado cenagoso. Gracias a una obra verdaderamente grandiosa de ingeniería y buen hacer, mandó desecar la comarca por medio de un impresionante entramado de diques y canales, construyó modélicos pueblos de colonización pensados desde los nuevos parámetros modernizadores de la Ilustración (una avenida central ajardinada, calles bien diseñadas, un número no demasiado elevado de viviendas) y trajo colonos de otras zonas para poblar esa nueva región a la que él mismo aludió con legítimo orgullo –y quién sabe si en un impulso de auto-confesión amarga en contraste con su habitual obstinación guerrera– diciendo: “aquí he ganado una provincia en paz”. En efecto, fue uno de los pocos casos de conquista pacífica en todo su reinado. Y también todo un éxito. Durante mucho tiempo, las gentes de esta comarca reconocieron en este rey a su benefactor y al verdadero constructor de su nuevo hogar. Todavía hoy, desde su célebre estatua en Letschin, hasta los pueblos de colonización –como Neulewin– que todavía se siguen visitando y guardan su trazado originario, pasando por multitud de referencias que se encuentran por doquier, como los castillos donde residió o que regaló a sus favoritos, las batallas que libró en la zona, o hasta los  nombres de las tabernas y de alguna acogedora y entrañable posada rural bautizada con el apodo cariñoso que los súbditos de antaño le daban a su buen rey, “El viejo Fritz”, todo y todos en la zona del Oder siguen recordando hoy a Federico. No son los únicos: en la novela, la generación del padre del joven protagonista, Lewin, vive anclada en el recuerdo de los tiempos de gloria de Federico o, en su defecto, suspirando por su hermano el elegante y afrancesado Heinrich (como le ocurre a la condesa Amelie, tía de Lewin). Tanto mayor es el contraste con el rey mucho más débil que les ha tocado en suerte en un tiempo revuelto y que vacila en hacerle frente al francés.

 

Pese a la eficaz labor de desecación realizada por el rey Federico, todavía hoy es fácil percibir que esa comarca se asienta verdaderamente sobre zonas bajas e inundables. La margen alemana del río sigue exhibiendo una sucesión de charcas y lagunas que se adosan directamente al propio cauce del río, en uno de los paisajes más hermosos de toda la comarca por lo natural y poco poblado que sigue siendo –y al que sólo se accede por pistas rurales–, un escenario en el que las bandadas de grullas que pintan una enorme uve en el cielo y otro sinfín de pájaros acuáticos son casi el único sonido que perturba el silencio y donde los crepúsculos pintan de un hermoso color rojizo los numerosos espejos de agua que se pierden en la raya del río hasta el horizonte. Un enorme talud verde al que hay que subirse para poder ver el río y sus márgenes, incluida la espesura boscosa de la orilla polaca, es en realidad el dique que contiene esa corriente mal encauzada, siempre dispuesta a salirse de madre, y también el famoso canal (Neu-Oder-Kanal) construido por Federico II sigue allí todavía desaguando y redistribuyendo, hoy como ayer, los excedentes de agua. 

 

Pero no todo es apacible en esa zona fronteriza. Las huellas de la historia han lastrado ese rincón de una manera especialmente intensa y dramática, pese a que Alemania es ya de por sí un país en el que por todas partes le asalta al visitante la cara más cruel de esa historia europea amasada a lo largo de tantos siglos a base de miseria y violencia. Para empezar, las que fueran las dos ciudades más importantes de la comarca, como bien recuerda la novela, Küstrin, hoy en zona polaca (margen oriental del río) y Frankfurt del Oder, en zona alemana (margen occidental del río), no guardan hoy apenas nada de su antigua belleza y por el contrario son testimonio de la cesura histórica que supuso en Alemania la Segunda Guerra Mundial, la nueva y consabida partición de fronteras con Polonia, y finalmente la división de la propia Alemania en dos estados, quedando la zona del Oderbruch del lado del nuevo país llamado RDA (DDR, República Democrática Alemana). En Küstrin ya no existe la vieja fortaleza colgada sobre el Oder donde estuvo encarcelado y aislado en una triste mazmorra el joven príncipe Federico, antes de ser Grande, en castigo por haber intentado fugarse y escapar a las humillaciones y malos tratos de su despótico padre; sólo una placa medio rota recuerda el probable lugar de esa legendaria mazmorra y del ventanuco donde el príncipe se desmayó tras ser obligado a contemplar la ejecución de su cómplice en la fuga, el joven oficial Hermann von Katte, quien se mostró todavía de una entereza y cortesía encantadoras en sus últimas palabras intercambiadas con el príncipe antes de caer el hacha sobre su cabeza, una de las anécdotas más célebres y repetidas en los clásicos libros de texto de historia de Alemania que seguramente ya no leen ni conocen las nuevas generaciones de alemanes. Küstrin hoy ya es sólo un lugar desasosegante, una fea ciudad fronteriza en donde cuesta trabajo encontrar el lugar de acceso a la vieja fortaleza en medio de un caos desolador de cutres gasolineras, tiendas de duty free donde se vende tabaco y licores y tristes clubs de prostitución barata. La fortaleza no ha sido reconstruida, pese a hallarse en el lugar más bello de la ciudad, literalmente colgada sobre el río, y lo que queda es un recinto fantasmal en el que por alguna extraña razón se ha conservado fielmente el trazado de las calles y los rótulos con sus nombres, incluso las aceras por las que todavía se puede ir caminando sin casas a los lados, el perímetro de la gran plaza central, la muralla sobre el río o las ruinas de la iglesia, todo ello emergiendo entre zarzas y maleza y con algunos carteles indicativos que tratan de explicar qué era antes todo eso que ahora ya nadie ve. Podría ser Pompeya o cualquiera de esas ciudades romanas en las que sólo se ve el trazado de las calles y los fundamentos de las casas, junto con algún resto de templo. Solo que estas ruinas son de anteayer, de cuando ciudades enteras fueron arrasadas sin necesidad de volcanes en el último gran desastre europeo del siglo pasado.

 

Frankfurt del Oder, la antigua capital administrativa de la zona, por su parte, es una ciudad moderna y gris completamente desfigurada y que –como muchos de los típicos pueblos de Brandemburgo, a base de dos hileras de casas bajas y muchas veces todavía sin revocar a ambos lados de la carretera– lleva aún la inconfundible marca RDA, por lo que, pese a estar ubicada junto al río que le da nombre, apenas exhibe rincones hermosos –salvo un par de iglesias y edificios históricos en el centro– ya que hasta el río está hoy deformado por su uso industrial. La casa de los von Kleist, cerca de la orilla, no consigue transmitir ya evocaciones poéticas y es difícil imaginar las visitas del sensible escritor, Heinrich, a su lugar natal para recabar el consejo de su confidente y mucho más decidida hermana Ulrike, quien vivió todavía largos años en esta ciudad tras la muerte de su más querido hermano, aquel al que acompañaba en sus viajes vestida de hombre y a cuyo auxilio acudía siempre que él se quedaba sin dinero o sin ánimo, la persona que recibió sus palabras póstumas, escritas muy pocas horas antes de su suicidio doble por pistola, junto con Henriette Vogel, junto a un lago de Berlín donde todavía reposa: “la verdad es que no era posible que yo obtuviera ayuda en esta tierra”. Tal vez lo más bonito siga siendo la carretera que acerca al viajero a Frankfurt llegando por el norte desde el Oderbruch, una carretera que sigue manteniendo las tradicionales dos filas de árboles a ambos lados (ya no son los álamos de la novela de Fontane, pero se reconoce la misma pintura) y un paisaje rural bastante reconocible en los que alternan los campos amarillos de colza y las tierras de labor de color marrón, en las que en otoño abundan perales y manzanos cargados de relucientes frutos rojos, verdes o dorados y no pocos nogales. 

 

No muy lejos de allí, las huellas de la historia se convierten directamente en una bofetada a la memoria: para ver bien la comarca hay que subir a los Altos de Seelow, una atalaya desde la que se divisa todo el Oderbruch y que por ese motivo debería ser un hermoso mirador donde deleitarse con la vista, pero que precisamente por su posición estratégica fue el punto clave de la última batalla de la Segunda Guerra Mundial –librada entre los alemanes y el ejército rojo de Schukow– y que por eso mismo hoy es todo menos un lugar de descanso para el espíritu. Tras la derrota definitiva del ejército nazi en esta célebre batalla, el avance hasta Berlín fue ya un paseo militar con simples escaramuzas. En la misma punta de la atalaya de los Altos de Seelow se erigió un impresionante monumento y cementerio a los soldados soviéticos caídos (no olvidemos que estamos en la ex RDA) y un museo, que luego ha sido transformado y reformulado en su mensaje tras la reunificación de Alemania, en donde se cuenta la historia de la batalla. Batalla cuyo desenlace duró unos días, pero que fue preparada durante cuatro meses (de enero a abril del 1945) en los que ya hubo crueles enfrentamientos, y que sembró tantos cadáveres y tantos restos de metralla –pues por lo visto fue célebre el uso masivo de artillería en proporciones nunca vistas– que los campos quedaron inutilizados para el cultivo durante muchas décadas y todavía hoy los tractores siguen encontrando de cuando en cuando restos bélicos y hasta cadáveres en macabros descubrimientos, por suerte cada vez más infrecuentes, pero que dan testimonio de las dimensiones homéricas de aquella conflagración. Todos los dormidos pueblos y aldeas de los alrededores albergan cementerios de guerra (más de 170) en los que se han ido enterrando a esas cerca de aproximadamente 100.000 víctimas que todavía siguen saliendo de cuando en cuando de la tierra. Los cementerios para los soldados rusos tienen en ocasiones dimensiones o decoración monumental (es el caso emblemático de Seelow, desde luego, pero incluso en otra proporción, del cementerio de Reitwein, el pueblecito escenario central de la novela de Fontane, que sirvió de cuartel general durante esta batalla), mientras que los cementerios de los soldados alemanes son inaparentes o directamente se esconden en perdidos bosquecillos fuera de los pueblos, como ocurre con el de Kunersdorf, ya que en la reescritura de la memoria histórica que se hizo en la RDA los soldados alemanes eran obviamente el enemigo y el nazismo algo que por lo visto sólo había sucedido en la zona occidental… Pero enemigos o no, nazis o no, lo cierto es que resulta escalofriante leer las fechas y nombres de los soldados enterrados en esas tumbas escondidas entre los árboles: los muertos alemanes de esa última batalla en su gran mayoría no pasan de los 18 años, muchos de ellos sólo tienen 16, sólo unos pocos, seguramente los oficiales, superan los veinte. Carne fresca de cañón sacrificada criminalmente en una batalla sin sentido y perdida de antemano. Niños enterrados vergonzantemente entre los pinos. Por suerte, la naturaleza le presta a esos perdidos lugares la paz y belleza que no han querido darle los hombres.

 

Pero no todo es recuerdo de la última guerra en el Oderbruch. También está muy presente la memoria de la vieja nobleza prusiana bajo la forma de sus casonas nobles y castillos. La cercanía a Berlín, y por tanto a la corte, hizo que esta zona tuviese un índice especialmente elevado de propiedades nobles. Todo Brandemburgo, y por supuesto el Oderbruch, alberga multitud de casas señoriales más o menos imponentes y en mejor o peor estado de conservación que hacen patente el gran número e importancia de los junkers rurales de la Prusia de los siglos XVIII y XIX, por lo general auténticos emblemas del nacionalismo y militarismo prusianos. Durante la época de la RDA se destruyeron no pocas de esas mansiones nobiliarias que se consideraban un símbolo decadente del lujo privado y las diferencias de clase, mientras otras (incluso el famoso castillo de Rheinsberg, corte del príncipe Heinrich, hermano de Federico II) se reaprovechaban para fines más justos y sociales como hospitales o asilos, lo que permitió asistir durante unas décadas al insólito espectáculo de unos viejos demenciados y pobremente vestidos babeando sobre su sopa en medio de las pinturas doradas y las porcelanas barrocas del otrora lujoso salón de ceremonias del exquisito príncipe. Hoy, tras la reunificación, algunas de estas mansiones vuelven a salir de sus ruinas, se convierten en hoteles de lujo o regresan a manos públicas o privadas. De las mansiones que sirven de escenario a la novela de Fontane, la de Reitwein (la casa de los Vitzewitz en el ficticio Hohen-Vietz y el castillo donde en la realidad histórica Federico II se recuperó de sus heridas tras la batalla de Kunersdorf) ya no existe, aunque se puede reconocer sin esfuerzo la pintoresca loma donde se alza la iglesia, el parque del castillo (hoy cementerio de guerra) y la antigua ubicación de la casa, donde unos carteles recuerdan toda la historia del lugar y mencionan a Fontane y su novela. El castillo de Guse (el de la tía Amelie de la novela), que en la realidad se llama Gusow, hoy está en manos privadas, pero se puede visitar y hasta reconocer parcialmente, pese a las muchas remodelaciones sufridas, algunas de las descripciones de esa mansión que en la vida real fuera hogar del célebre general prusiano Derfflinger, el héroe de Fehrbellin, también citado ampliamente en la novela. El castillo del no menos célebre general de húsares von Zieten, que llevó la fama de la caballería prusiana a su cima y modelo del singular y atrabiliario Bamme, uno de los personajes más pintorescos de la novela, es hoy una academia para seminarios de la clase judicial alemana y puede contemplarse en Wustrau, un bello lugar a orillas del mismo lago donde se asienta la cercana Neuruppin.

 

También las referencias literarias y culturales abundan, tanto en el enclave limitado del Oderbruch como ya, extendiendo el perímetro, en el conjunto de las tierras de la histórica Marca. En el pequeño Kunersdorf alemán (y no su homónimo polaco, justo al otro lado del río, frente a Frankfurt, donde tuvo lugar la derrota del rey Federico) todavía podemos contemplar el árbol bajo el que Adalbert von Chamisso escribió la prodigiosa historia de Peter Schlemihl (el hombre sin sombra). Por desgracia no queda ni rastro del castillo donde se alojó el fantástico fabulador, aunque sí de su venerable parque, pero una iniciativa cultural ha rescatado a la entrada del minúsculo pueblo, en una casa museo (el Musenhof), toda la labor de sus singulares mecenas y anfitrionas, las llamadas Mujeres del Friedland, extraordinarias y hoy casi olvidadas musas literarias y científicas, sumamente originales y de un feminismo tan espontáneo como sorprendente para su tiempo, cuyo salón rural bien podía competir con cualquiera de los más intelectuales de Berlín. En otro minúsculo rincón de Brandemburgo, en un paisaje ondulado al que llaman pomposamente la “Suiza de la Marca”, se puede disfrutar en el pueblecito de Buckow del exquisito ambiente de la residencia secundaria de Brecht y su segunda mujer, la actriz Helene Weigel, hoy un centro cultural bien conservado y de gran hermosura junto a las mansas aguas de un lago rodeado de bosques. El esteta y arquitecto Schinkel, al que Berlín debe casi todos sus monumentos, además de ser recordado en una bella efigie en su hermosa ciudad natal de Neuruppin, nos sale al paso en varios lugares con algunas de sus obras características, ya sea el exquisito castillo clasicista de Neuhardenberg (una remodelación de la que fuera propiedad del noble prusiano von Prittwitz, que había sido generosamente recompensado tras haberle salvado la vida al rey Federico en la batalla de Kunersdorf, luego adquirido por el famoso ministro reformista de Federico-Guilermo III, von Hardenberg), que es hoy un hotel de lujo que sorprende con su bello parque y su iglesia en medio de un pueblo minúsculo del Oderbruch, o el monumento fúnebre que levantó en el pueblecito de Gransee, más al norte de Brandemburgo, en recuerdo de la noche que pasó allí, ya difunta, para ser velada por sus llorosos súbditos, la muy querida y bella Reina Luisa, mujer de singular destino, en tanto que esposa del rey Federico Guillermo III, madre del káiser Guillermo I y madre de la zarina Carlota, la esposa del zar Nicolás I. Como la efigie de su reina y como todos los pueblos de la comarca, Gransee, este evocador pueblo de la Marca, que conserva bonitos restos de viejas puertas de las murallas y una hermosa iglesia de ladrillo rojo, hoy está eternamente dormido bajo el cielo gris. No lejos de allí, tras dejar atrás el espectacular castillo de Rheinberg, con el recuerdo del hermano afrancesado de Federico, surge la mansión de Zernikow, casi arruinada durante la RDA, pero hoy parcialmente recuperada, en origen un regalo de Federico el Grande a su muy amado camarero, favorito y hombre de confianza, Fredersdoff, pero cuya viuda dio luego origen en sus segundas nupcias al linaje de los von Arnim, quienes poseyeron la propiedad hasta la Segunda Guerra. El escritor romántico Achim von Arnim pasó largas temporadas de su infancia con su abuela en este sugestivo y apartado lugar, hoy tan poco conocido, por el que se acercaron también los grandes escritores clásicos de la época, como Goethe. Pero, por supuesto, en la Marca es Fontane el que en justicia nos sale al paso en cada rincón: su hermosa ciudad natal, compartida con Schinkel, Neuruppin (un Postdam en pequeñito), tendida junto a uno de los innumerables lagos de la comarca, exhibe orgullosa la farmacia que regentó su padre, el instituto donde él estudió y su más conocida estatua conmemorativa; remontándonos más atrás en la historia de su familia, no se puede dejar de citar el pueblo de Mühlberg del Elba, pese a que se halla muy al sur de la comarca y es el único pueblo del actual Brandemburgo en la margen izquierda del Elba, ya que de hecho nunca perteneció a esta región antes de 1990, en el momento de la reunificación de las dos Alemanias divididas y las nuevas ordenaciones territoriales: pues bien, este histórico lugar, que fue escenario de la famosa victoria de Carlos V sobre los protestantes inmortalizada por Tiziano, fue también el lugar donde Louis Henri Fontane y Emilie Labry, los padres de Fontane, regentaron durante mucho tiempo su farmacia zum Adler y donde su hija Elise recopiló abundante material para las crónicas de su hermano Theodor; asimismo, en el pueblo de Letschin, en el que Fontane comparte protagonismo con Federico II, todavía lleva su nombre otra farmacia de su padre donde él mismo trabajó unos cuantos años; las mansas aguas del tranquilo y enigmático lago Stechlin (que ostenta el nombre del título de la más célebre novela de Fontane después de Effi Briest) es un hermoso y retirado lugar en el que si nos abstraemos de los restos, por suerte casi engullidos por el bosque, de la central nuclear abandonada que instaló en sus orillas la RDA, a la hora de la puesta del sol todavía es posible imaginar sin mucho esfuerzo cómo se alza de entre sus ondas el legendario gallo rojo de funestos augurios de que habla Fontane; el castillo de Meseberg, junto a Gransee, no sólo es el regalo que le hizo el príncipe Heinrich a su favorito Kaphengst para seguir teniéndolo cerca –cuando su hermano el rey Federico le obligó a que lo alejara de su corte de Rheinsberg debido al escándalo que provocaba esa relación entre dos varones– sino que también es un escenario muy querido por Fontane, ya que en ese ‘castillo encantado’ que se mira sobre las aguas de otro lago fue donde le regaló la esposa del entonces propietario del lugar –una rama de los Lessing– la historia de la que nace la magnífica Effi Briest; y, por supuesto, los numerosos rincones del Oderbruch, que viven todavía en Antes de la tormenta, recuerdan uno a uno a su autor si se tiene la paciencia de buscarlos, así como tantos otros sitios de la Marca, que siguen todavía ahí pacientes y casi olvidados guardando la memoria de su fiel y bondadoso cronista…

 

Y, pese a todo, pese a todas estas y otras tantas evocaciones culturales, acaban siendo las referencias históricas las que más impactan en Brandemburgo y muy particularmente en la comarca de los Pantanos del Oder, esa castigada zona de paso entre Prusia, Polonia y la lejana Rusia que tantos embates ha tenido que soportar: es curioso comprobar que distintos soldados, de distintas épocas y con muy distintos uniformes, hayan cruzado siempre el Oder en ese mismo punto geográfico y se hayan dejado la vida en esos mismos campos con el fin de ganar esa misma frontera. Desde los soldados del rey Federico, en permanente combate en esta zona contra los austriacos y los cosacos rusos –ya sea durante la batalla que asoló Küstrin en 1758 o durante su célebre derrota en Kunersdorf en 1759 en la margen polaca del río Oder, en la que el rey está a punto de morir y desea perder la vida– pasando por la Grande Armée de Napoleón, que también cruza fatigada y vencida y algo menos grandiosa por esas mismas tierras en su triste regreso de Rusia (como cuenta la novela de Fontane), hasta llegar a los rusos y alemanes enfrentados en la apocalíptica batalla ya mencionada de la Segunda Guerra Mundial, cuya consecuencia última fue la reconversión de esa zona oriental alemana tan duramente ganada por las tropas rojas en un nuevo y peculiar país, la RDA: todos estos y otros muchos soldados con distinto color de ojos y pelo y distinta lengua han pisado y abonado esta misma tierra. Un rincón geográfico tan pequeño y tan poco conocido hoy día da sin embargo para tanta Historia, para tanta sangre derramada y tantas lágrimas absorbidas por esos eternos campos tendidos inmutablemente bajo un sempiterno cielo gris a las orillas del Oder.

 

 

 

 

Este artículo es un extracto del estudio introductorio de la novela Antes de la tormenta, de Theodor Fontane, que acaba de publicar la editorial Pre-Textos, y cuya traducción, estudio y abundante aparato de notas corre a cargo de quien esto firma.

 

 

 

Helena Cortés Gabaudan (Salamanca, 1962) es profesora titular de Lengua y Literatura Alemana en la Universidad de Vigo. Anteriormente fue durante diez años directora de los Institutos Cervantes de Bremen y Hamburgo. En sus trabajos como germanista ha dedicado especial atención a la figura de Hölderlin (La Vida en Verso. Biografía poética de F. Hölderlin, Ediciones Hiperión 2014). Además, es editora y traductora y su principal empeño ha residido en realizar cuidadas ediciones bilingües de estudio de obras destacadas de la literatura alemana como el Fausto de Goethe (2010), el Archipiélago de Hölderlin (2011), las tragedias Edipo y Antígona en versiones de Sófocles y Hölderlin (2012, 2014) o su breve ensayo sobre literatura gótica Los muertos cabalgan deprisa (2015), además de obras filosóficas de Heidegger, Schelling y otros. En FronteraD ha publicado Asaltar el cielo. Hölderlin y la tentación revolucionaria.

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