América Latina y El Caribe están escribiendo un contra relato en esta última década. Acostumbradas a ser el patio trasero de Estados Unidos, la irrupción de gobiernos nacionalistas de izquierda y la concentración de Washington en otras latitudes han permitido que los acentos se modifiquen y que un nervio de autonomía política se instale en los discursos… y en las realidades.
Es en este cotra relato que se debe enmarcar el nacimiento de la CELAC, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, que se ha sellado en Caracas este fin de semana. Se esperaba más… o, la menos, algunos esperábamos más, pero había que plantear un camino intermedio para poder integrar a 33 Estados y lograr que los más conservadores no perdieran el paso en este nuevo baile. Lo que se podía esperar era una ruptura definitiva con la Organización de Estados Americanos (OEA), esa caricatura donde Estados Unidos y, en menor medida, Canadá, han escenificado un foro horizontal para imponer su voluntad vertical.
Para conocer el derrotero de la OEA sólo hay que leer el magnífico libro Los amos de la guerra, las guerras de los amos, de la colombiana Clara Nieto. Para constatar la inutilidad de esta anacrónica organización hija de la postguerra (1948) sólo hay que ver cómo la joven Unasur la ha desplazado en la gestión de conflictos en Suramérica en los últimos años.
Los acuerdos para hacer nacer a la CELAC han significado transar con la convivencia de ambas organizaciones. Suena a incompatible y es posible que provoque conflictos serios. Es imposible que CELAC sustituya en breve a mecanismos tan complejos como el Sistema Interamericano de Justicia, pero también es cierto que es inviable pensar que la OEA mantenga voz propia en el hemisferio ante un nuevo entramado de organizaciones supranacionales como la CELAC, Unasur o el SICA (Sistema de Integración Centroamericano).